Era una tarde soleada del mes de julio. Paseaba por aquel camino, entre matorrales de encina y romero, bordeando un inmenso campo de trigo. Una brisa fresca hacía más apetecible el paseo a media tarde. El día era claro, luminoso, y el sol bañaba todo el valle. Pese a la sequía, sobre la aspereza del paisaje explotaba la vida, con toda su belleza. Junto al río crecían los chopos, en medio de la selva de ribera que ocultaba el curso del agua. El intenso azul del cielo se extendía sobre los trigales y las espigas se mecían en el viento, a punto para la siega, su color dorado contrastando con el verde de los bosques y las abruptas montañas grises, vestidas de raíces y matorrales. Junto al camino, los saúcos y las zarzamoras se llenaban de sus primeras bayas.
Todo era esplendoroso y la naturaleza a mi alrededor elevaba
un cántico de color, viento, luz. Me sentía como un nuevo Adán en medio del
paraíso rústico, respirando aquel aire tan limpio. Estar allí no sólo mejoraba
mi salud física y anímica, sino mi alma. Envuelto en ese trocito de creación,
me sentía parte de ella, hijo del mismo Creador.
Caminando tranquilo, con aquel aire que reavivaba mis
pulmones, la visión se me agudizaba. Es entonces cuando vi a lo lejos a una
pareja, en el cruce entre dos caminos, abrazándose con pasión. Me acerqué un
poco y vi que no eran jóvenes, sino más bien un matrimonio de mediana edad.
Ajenos a mi presencia, su abrazo se prolongó y acabó en un efusivo beso propio
de dos enamorados.
Me detuve a cierta distancia, sin atreverme a interrumpir
aquel momento, pero sin decidirme a marchar. Me sorprendió ver que no eran dos
jovencitos, como los que se inician en la experiencia amorosa, sino dos adultos
en su madurez, pero se besaban con la frescura de una joven pareja, expresando
su amor en medio de la naturaleza. Era hermoso contemplar la dulzura en sus
rostros, la delicadeza en el trato y la sonrisa que hacía brillar sus ojos. No
parecía que los años de convivencia hubiera minado o restado alegría e
intensidad a su relación. Parecían dos chiquillos experimentando por vez
primera el arte del amor. Sus rostros eran maduros, pero el tiempo no había
resecado sus almas. El vigor de su abrazo y sus miradas reflejaban un
compromiso estable y firme.
No llegué a hablar con ellos, pues no quise seguir en esa
dirección y di media vuelta. Pero la escena, en medio de ese bello paisaje, me
conmovió. Dos almas se abrazaban bajo la luz del sol de media tarde. En sus
rostros se leía la solidez de una vocación al amor para siempre, un compromiso
de permanecer unidos más allá del tiempo e incluso de aquel lugar. El tiempo se
detuvo para ellos aquella tarde.
Mientras seguía mi camino, fui pensando. Qué importante es
para los matrimonios que ese sí que se dieron se renueve continuamente. Que se
alimente y hagan crecer ese deseo de una vida plena, vivida con pasión. Ver a
esa pareja con tanto vigor, en su madurez, me demostró que ni el tiempo ni el
cansancio, ni las dificultades de la convivencia, habían gastado su amor.
Juntos, cogidos de la mano, bajo el sol y escuchando el silbido del viento, su
corazón latía al unísono y de él fluyó espontáneamente esa efusión de afecto
que enlazó sus cuerpos.
El amor de verdad atraviesa las barreras del tiempo, el
cansancio y los propios límites humanos; acepta los defectos y los trasciende.
Va más allá de la pura psicología y las emociones. Aquella tarde me hizo pensar
en tantos matrimonios que, a esa edad, entre los 50 y los 60, ya han agotado su
convivencia y se les hace pesado seguir amándose. Se instalan en tedio, sobreviven
como pueden, pierden la alegría, resbalan hacia el abismo. De una frialdad
afectiva pasan al «ir tirando», como se puede, sin motivación, sin rumbo. Están
uno junto al otro, como dos muebles. Viven un destierro en su propio hogar. La
incomunicación los aleja el uno del otro y viven entre los conflictos y las
treguas. La luz de sus vidas se va apagando y acaban hibernando, con
resentimientos acumulados. Dos personas unidas acaban volviéndose extraños que
viven bajo el mismo techo. Cada cual «hace su vida».
He tenido la ocasión de hablar con muchas parejas que se
encuentran en esta situación de invierno conyugal. La visión de aquel
matrimonio, esa tarde luminosa, me hizo pensar que, si se mantiene vivo el
deseo de amarse, pese a los tropiezos, todo es posible.
Hacer que cada día todo sea nuevo. Mirar con ojos de
sorpresa al otro, más allá de sus defectos. Desear amar y crecer. Basta volver
a mirar al otro con mirada limpia y hacer el esfuerzo, como aquella pareja que
encontró tiempo para cambiar de escenario, salir, pasear, soñar y buscar nuevos
espacios donde el corazón se ensanche, se calme y se sienta bien, sin prisa.
Espacios donde caminar dulcemente susurrándose al oído, diciéndose palabras
bonitas, agradeciendo.
Hay que saber entrar en la dimensión del amor, cambiar de
ritmo y entrar en un ambiente de ternura y diálogo sosegado, lleno de miradas
cómplices. Hay que saber mirar más allá de los límites. Os aseguro que se puede
mantener el fuego del amor, vivo y ardiente, para que ilumine vuestra vida. Así
lo percibí en aquellos dos adultos. No vale escudarse en que «cada uno es como
es», y no se puede cambiar al otro. Eso es cierto, pero también puede ser una
excusa para rendirse y dejar la lucha. Digo esto con rotundidad: he visto
matrimonios en situaciones límite de ruptura. Sólo con que haya unas pocas
brasas aún incandescentes, se puede reavivar el amor si se quiere y se ponen
los medios.
Vivir al margen del amor, o desamorados, no es parte de
nuestra naturaleza. El pez necesita del agua para vivir, y el caballo necesita
campo para trotar; el ser humano necesita el amor para poderse desarrollar y
ahondar en su propio misterio. Sólo así será feliz.
Ojalá me encuentre muchas más almas por los caminos, que se
prometan fidelidad, y que el paso del tiempo no marchite las rosas de su
corazón.
¡Lástima! no haber sabido si esa "pareja" estaba casada o era un hombre y una mujer que encuentran una segunda oportunidad de rehacer sus vidas e inician una relación parecida a la que mantienen los jóvenes cuando se inician en el amor físico, como muy bien lo explicas. Estamos tan poco acostumbrados a ver esas muestras de cariño en una pareja adulta que hasta a ti te sorprendió, o tal vez estuvieras inspirado por ese paseo idílico entre aromas de campo y murmullo de agua que te hizo creer lo que realmente quisiéramos que sucediese en todos nosotros y para toda la vida como decimos cuando celebramos en Sacramento del matrimonio. Yo deseo y quiero pensar y creer, como tú, que era un matrimonio que aún mantenía la llama del amor encendida porque habia removido el rescoldo de las ascuas que se va apagando por las vicisitudes del tiempo adverso y nuestra humana condición. A veces es más bonito soñar que mirar la cruda realidad que abunda por nuestros lares... y nuestro hogar. Un abrazo virtual, pero este sí, de verdad, con todo el afecto, admiración y respeto que te tengo.
ResponderEliminar"Es más fuerte el amor que la muerte"... como dice el Cantar. Así son los amores de verdad, que lejos de menguar, crecen. Aunque alimentar ese fuego sea todo un arte. Qué hermoso. Gracias.
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