domingo, 17 de noviembre de 2024

Una vida volcada a los demás

Conocí a Ana hace unos años. Es una persona sencilla y cercana, que formaba parte del tejido social del barrio. Muy amable y acogedora, era fácil conectar con ella y quererla.

Bajo su aparente sencillez se escondía una mujer con gran personalidad y profundas raíces religiosas y morales. Frágil de aspecto, era fuerte en sus convicciones. Creía en la fuerza de la oración y rezaba cada día, por su hija y por sus familiares. Como una vela encendida, desprendía luz que iluminaba su entorno más cercano.

Un rasgo muy propio de ella era su alegría vital. Entusiasta y servicial, sabía cuidar a los suyos con gran esmero y cariño. Era una gran cuidadora. Además, atendió a muchas personas enfermas en la Clínica de Lourdes, donde trabajó largos años. La vida no le fue fácil, pero en medio de las dificultades siempre estaba atenta a los demás. En su círculo más íntimo sabían que podían contar con ella cuando la necesitaran.

Pese a su aspecto menudo y frágil, tenía una enorme capacidad de servicio y una energía inagotable. Sabía acoger con serenidad y transmitía esperanza, de ahí que generase vínculos con numerosas personas que le abrían su corazón.

Ana María procedía de Albacete, de un pueblo llamado Villavaliente. Era la segunda de los seis hijos que tuvieron Victorino y Gabriela, y la mayor de las niñas. Muy joven le tocó vivir unas circunstancias difíciles: a temprana edad tuvo que cuidar de sus padres, enfermos, y de sus hermanos menores. Pese a su juventud, mostró una entereza y una madurez asombrosas, asumiendo la responsabilidad de la familia. Nunca se quejó, pues sus padres lo eran todo para ella, y lo demostró con su amor incondicional. Estuvo allí donde le tocó estar y se convirtió en la guardiana y cuidadora de la familia. Sus hermanos menores, Brauli, Matías y Víctor la consideraban como una segunda madre.

Su bondad y humanidad la llevó a cruzarse con muchas otras personas. De manera providencial conoció a Rosa, su amiga del alma, que ahora siente una gran pérdida. Con el paso del tiempo tejieron una sólida amistad con raíces cada vez más hondas. Eran como hermanas y mantuvieron la frescura de su afecto durante cuarenta años. Se ayudaban, se acompañaban, compartían muchas cosas, se querían. Rosa era como parte de su familia y ahora siente un profundo vacío. Solo la esperanza de una vida eterna mantiene su fe en el reencuentro.  

Ana se fue el día 15 de octubre de 2024. Su pérdida ha conmocionado a la familia, los amigos y vecinos del barrio, pues tenía un trato amable y cordial con todos. Era una mujer pequeña de cuerpo, pero grande de alma. La bondad que reflejaba su rostro se traducía en una capacidad especial para empatizar con la gente. No dejaba a nadie indiferente. Dejó huella en el corazón de muchos por su dulzura y su discreción. Se deslizó por la vida sin ruido, creciendo humana y espiritualmente. Hablaba con suavidad y en su voz se traslucía una rica vida interior. Su fe, que la llevó a formar parte de la Legión de María, sostenía su vida y sus valores.

Hoy, su hija Encarna, sus hermanos y familiares sienten una profunda desolación. Su presencia amable se ha convertido en una ausencia difícil de asimilar, y así lo sienten todos los que vivían en su entorno. Los recuerdos pueblan la memoria y aumentan la sensación de pérdida.

Así era Ana, esta mujer sencilla y discreta que supo crear un fuerte tejido social a su alrededor, alimentado con sus muestras de afecto y su incansable entrega, pese a las limitaciones que tenía. Su existencia ha sido un regalo para todos los que la hemos conocido. 

1 comentario:

  1. Gracias por el ejemplo de estas almas que pasan por la vida ocultas haciendo tanto bien, pero que son brillantes ante Dios.

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