El paso del tiempo nos hace ver que, con la edad, se dan en nosotros cambios vitales, no sólo en el cuerpo, sino en nuestra mentalidad y en nuestra forma de hacer.
Desde la infancia hasta la vejez pasamos por diferentes
etapas marcadas por distintos ritmos.
Juventud: correr
El joven, que está en un momento de crecimiento y apertura
al mundo, devora la vida. El tiempo se le hace corto, quiere abarcar muchas
cosas y exprime las horas para sacarles el máximo jugo. Muchas veces no le
importa pagar un precio muy alto, hasta llegar al agotamiento. El joven siempre
está corriendo, quiere vivir a tope y disfrutar. Las amistades y el aspecto
lúdico tienen un enorme valor para él. Está en esa edad en que su cuerpo, sus
emociones y su psique estallan. Está creciendo intelectualmente. Se está
formando como adulto, quiere saberlo todo y experimentarlo todo.
Su salud le permite caer en excesos y vivir al límite. En
algunos casos, llega a poner en riesgo su vida. Es en esa edad en la que muchos
caen presos de las adicciones al alcohol o a los estupefacientes. El joven tiene
acceso a todo: desde lo más bello hasta lo más inmoral. Y quiere probarlo todo.
Por eso corre como si no hubiera un mañana. Está lejos del disfrute sereno y de
valorar el silencio como espacio de encuentro consigo mismo.
Para madurar, necesita equilibrar esta actitud extrema.
Adultez: caminar
Después de haber experimentado y vivido intensamente, cuando
el joven entra en la edad adulta, se produce un cambio. Los estudios, el
trabajo y la formación de una familia son un baño de realismo. La visión de la
realidad se vuelve más honda y pausada. Ahora busca, más que la aventura y el
cambio, la estabilidad y el compromiso. El círculo de amigos se reduce, pero conserva
a los más fieles.
Ya no quiere hacerlo todo, sino centrarse en su quehacer de
cada día, en su propósito, en sus metas. Comienza a valorar no tanto la
cantidad, sino la calidad. Aprende el valor de las cosas y se vuelve más
reflexivo. Su capacidad de interiorizar aumenta. Comienza a buscar el silencio.
El adulto que madura camina más despacio. Da un paso tras
otro, más seguro, saborea el momento. Sus responsabilidades requieren
compromiso y esfuerzo. La estabilidad emocional y económica son cruciales.
Por otra parte, en esta etapa surgirán los conflictos. Ya
sean laborales, familiares o personales, el adulto tendrá que afrontar el
sufrimiento y el estrés. Verá cómo sus hijos crecen y van aprisa, como él
cuando era joven. A veces tomarán rumbos inesperados, y tendrá que ayudarles a seguir
su camino. No pocas veces se dará un choque intergeneracional. La
responsabilidad y la convivencia irán cargando su mochila.
En esta etapa madura, la capacidad de discernir será clave
para tener claro el propósito vital y superar las crisis existenciales que
pueden sobrevenir.
Vejez: deslizarse
La entrada a la vejez puede ser dramática; no todos la saben
vivir bien. O no aceptan que van envejeciendo y se resisten a ver lo evidente,
o bien se abandonan y comienzan un declive que puede ser lento o vertiginoso.
En la vejez cambia la perspectiva sobre la realidad. También
cambian el ritmo físico y vital. Para muchos la vejez supone tropezar, cojear o
arrastrarse. Pero ahora ya no se trata de correr, ni de caminar a paso rápido,
sino de deslizarse por la vida.
La salud marca profundamente esta etapa: el cuerpo, que ha
sido explotado y maltratado, comienza a dar señales de agotamiento y deterioro.
Muchas personas se dan cuenta de que envejecen cuando ven sus límites y
achaques. En algunos casos, esto las lleva a una dependencia de los demás.
No todos somos iguales, pero el desgaste celular y neuronal
nos pasará factura y aquí lo más importante es saber que el cuidado, la
alimentación y tener una vida llena de sentido son cruciales.
En la vejez, ya no hay que correr, ni pisar fuerte: es el
momento en que hay que deslizarse por la vida, con suavidad, con paso sereno y
callado. Esto no significa dejar de caminar, pero sí cambiar de velocidad y de
talante.
Llega el momento de afrontar la vida de forma apacible,
serena, paseando más que marchando a ritmo fuerte. Es el tiempo de saborear. El
tiempo se convierte en un lugar de deleite cuando se renuncia a los excesos y se
aprende a vivir cultivando la riqueza interior y compartiendo las horas con la
persona amada. Es el tiempo del sigilo, de la ternura, de los afectos
delicados. Tiempo de mirarse de manera contemplativa. Ya no es el tiempo de la
risa, sino de la sonrisa.
La ancianidad no es una enfermedad trágica, es una etapa
necesaria para aprender que la muerte está en el horizonte y que hay que
aprender a aceptarla como un momento de plenitud, aunque parezca lo contrario.
Deslizarse, bailar con suavidad, mecerse y saborear el
instante adquieren otra dimensión. El frenesí y la prisa quedaron atrás: la
vejez nos invita a pasar esta etapa con suavidad y ternura. No sólo hay que
bajar la velocidad externa, sino la interna. Ahora ya no importa correr, sino
saber con quién te deslizas, y hacia dónde.
Ya no importa tanto el destino ni el futuro, sino el
presente, vivido con plenitud. El ahora se hace eternidad cuando se posa una
mirada de gratitud hacia el pasado y otra de admiración y sorpresa hacia el
futuro. No vamos hacia el abismo, sino a un reencuentro con nuestros ancestros
y con el Creador.
Morir: la cima
Aceptar la muerte nos ayuda a preparar el gran salto de
nuestra vida, el paso al más allá. Y esto requiere una gran madurez humana y
espiritual. Es un momento cumbre en el que la paz interior ha de tener cabida
en nuestro corazón.
¿Qué huella hemos dejado? ¿Hemos construido algo hermoso y
digno? ¿Hemos formado una familia? ¿Lo hemos dado todo? Quien puede responder
está preparado para irse, de puntillas a esa otra vida desconocida, pero llena
de sorpresas.
La muerte no es un final, es el inicio de una nueva etapa
que nos trasciende y que va más allá de nuestra comprensión.
Para los creyentes, es una llamada plena a vivir el amor
eterno con los tuyos y con Dios.
Puede dar vértigo cruzar la frontera hacia el más allá. Pero una vez atravesada, la luz de un nuevo amanecer penetrará nuestro ser. La otra orilla es tan bella que no podemos imaginarla. Allí el miedo se convierte en alegría y viviremos anclados en un gozo permanente. No caeremos en el vacío, sino que volveremos a nuestro origen, a los brazos de un Dios amoroso que nos ha creado y nos quiere amar para siempre.
