domingo, 7 de septiembre de 2014

El aliento de Dios

El Génesis narra que Dios, al atardecer, solía pasear por el paraíso con Adán. Como dos buenos amigos, criatura y creador caminan juntos, compartiendo momentos de sosegado diálogo, silencio, miradas. La amistad se acrecienta entre Dios y el hombre.

Al anochecer me quedo solo en el patio parroquial. Silencioso y acogedor, es el lugar donde paseo y miro el cielo, siempre diferente, unos días estrellado, otros nublado, algunas noches de oscuridad intensa, otras iluminadas por la luna. En el patio me siento como Adán ante la presencia sigilosa de Dios, paseando entre las acacias, la morera, la fuente… La brisa sopla entre las ramas de los árboles y las plantas que bordean el jardín me dan las buenas noches. Ese encuentro diario me ayuda a contemplar con calma las muchas experiencias que he vivido durante el día. Desde la gratuidad me doy cuenta de que todo cuanto pasa en mi vida no es indiferente ni en vano, todo tiene un sentido si lo vivo con este gran aliado amigo que me conoce desde que me formé en las entrañas maternas. Ese vínculo misterioso me une de una manera sorprendente con Aquel que exhaló su aliento en el barro y formó al hombre.

Lo moldeó con sus manos, haciendo su cuerpo, y después le dio su hálito, infundiéndole el alma y la vida. Por eso la primera relación del hombre, desde el primer momento de su existencia, es la conexión con aquel que le ha dado vida. Así lo siento en la soledad de la noche. Anhelo encontrarme con él, aunque sé que ya lo tengo dentro de mí. De ahí que quiera dedicar unas horas a dejarme envolver por las manos amorosas de Aquel que además de haberme creado, fruto de su amor, se ha convertido en un padre y en un amigo cercano y cálido. Aunque a veces parezca callar, no dejo de sentir su aliento balsámico en mi corazón. Cuando cierro los ojos lo siento en la oscuridad. Lo veo en la belleza que me rodea y escucho el susurro de su voz en la delicadeza con que me revela su innegable presencia.

Mi corazón late, conmovido, y enmudezco, porque ni las palabras, ni el oído ni la vista son ya necesarios. Cuando la contemplación se convierte en intimidad, todo sobra. Solo basta la certeza de un amor que desde el día que nacimos no ha dejado de seducirnos. Dios nos quiere conquistar para que formemos parte de él.

El tiempo se detiene y los límites del espacio parecen desvanecerse. Ya no son el tiempo ni el espacio el lugar donde me muevo, sino su corazón. Cuántas noches me he dejado llevar por ese soplo, que viene a elevarme, poco a poco, hasta que mi alma llega a fundirse con él en una íntima comunión. Es como si pregustara el cielo. Dios me regala, cada noche, un anticipo del paraíso en su cita diaria.
Lejos del ruido nos encontramos como dos amigos, llenos de complicidad, que quedan a esas horas furtivas para explicarse secretos. Él, lo divino, yo lo humano. Sin prisa, como niños contándonos nuestras aventuras, disfrutamos de estos momentos de íntima amistad. Tanto es el gozo y la alegría que el tiempo se para y comienzo a saborear la eternidad. Son paréntesis de plenitud, oasis en medio de la seca y ruidosa ciudad.

Respiro profundamente y a lo lejos suena una campana, que me recuerda que ese momento tan entrañable toca a su fin, que hay que descansar. Como camarada de una misma historia de amor con Dios, ella también me llamará a la mañana siguiente, anunciando un nuevo día para seguir ahondando en esta experiencia.

Le pido a Dios que no retire su aliento de mí, el oxígeno que me hace vivir la vida como un don, y duermo abandonado, dejándome mecer por las delicadas manos del Creador, que me contempla como una madre a su pequeño. Hasta la próxima cita. 

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