domingo, 14 de septiembre de 2014

¿Miedo a la soledad?

El ser humano no se entiende sin su dimensión relacional. Desde que los dos gametos se unen para generar la nueva vida, el embrión queda conectado a su madre a través del cordón umbilical, durante nueve largos meses, hasta el parto. En el vientre materno se inicia una intensa relación que pasará por diferentes etapas a lo largo de la vida del nuevo nacido. Es una relación que ya nunca morirá.

Cuando nace, el pequeño se relaciona no solo con sus progenitores, sino con todas aquellas personas que tiene a su alrededor. No nace aislado, sino inmerso en una familia, una sociedad y una cultura que lo acoge y le inculca sus valores, su lengua y sus conocimientos.

Nuestro cerebro también es un cúmulo de conexiones. La misión de las neuronas es llevar la información del mundo exterior al cerebro, y de este a los diferentes órganos de nuestro cuerpo. Su buen funcionamiento depende de un equilibrio armónico entre sus conexiones. Todo son auténticas redes de comunicación, dentro y fuera de nosotros. Desde el primer momento estamos generando redes con los demás. Podríamos afirmar que desde que nacemos hasta que morimos estamos vitalmente unidos a los otros.

Estamos programados, por así decir, para conectar con los demás. El aislamiento, por tanto, nos da un vértigo terrible y la tendencia natural es evitarlo.

Tenemos miedo, más que a la soledad en sí, a sentirnos solos. La soledad no tiene por qué ser abandono ni aislamiento. Es más, a veces la soledad es necesaria para reflexionar y darle a las cosas su justa medida. Un tiempo de soledad nos ayuda a tomar distancia entre nosotros y la realidad para contemplar nuestra situación de manera más serena y objetiva. Pasar un tiempo solos incluso nos ayuda a mejorar nuestra relación con los demás.

Por otra parte, cuántas personas viven rodeadas de gente ―familiares, amigos, compañeros― y, sin embargo, se sienten solas. La soledad no es tanto la ausencia de los otros, sino una forma de vivir nuestra relación con los demás. No todas las relaciones son sanas y buenas, ni todas cubren nuestras necesidades de compañía y afecto.

Todos tenemos la necesidad de compartir nuestra vida con alguien. De aquí el miedo a perder a los seres queridos. La viudez, que sufren tantas personas, necesita un tiempo de duelo para asumir el nuevo estado. El cónyuge fallecido, aunque falte, sigue viviendo en el corazón del que continúa. Pese a su ausencia física, el viudo o viuda lo tiene muy presente. La red emocional que se ha creado en la pareja es tan intensa que no se rompe fácilmente, ni siquiera con la muerte.

El miedo que aqueja a muchas personas es la falta de afecto, de ternura, de complicidad. Se añora una mirada, el soñar juntos, el compartir momentos de alegría y de dolor. El vacío emocional al que se enfrentan los viudos necesita de muchos recursos para superarse. En esta etapa de su vida aún pueden iniciar una nueva y maravillosa aventura. Con su valioso bagaje, fruto de su experiencia, pueden reconstruir su vida y sus relaciones con los demás. Trascendiendo de una situación emocional dolorosa pueden iniciar otra época de plenitud vital. Ahora son oro líquido. Conozco a personas mayores que han dado este gran salto en su vida: han abrazado la soledad, aceptándola con paz. Su actitud les ayuda a abrirse a los demás y a profundizar en su vida interior, sumiéndose en la riqueza del silencio hecho oración.

Para estas personas, la soledad ya no es un fantasma temible, sino el regalo de una nueva etapa. Ya no es un lastre sino una llamada al silencio natural, a una vocación más contemplativa, a un viaje al interior del alma. La soledad nunca es ausencia, ni lejanía, ni abandono. Tampoco es aislamiento, ni vacío, ni un laberinto sin salida. Para los místicos es una situación que lleva a vivir un estado de gracia. Todo se convierte en regalo, gratitud y gozo del alma. Las relaciones se dan desde la libertad. El amor ha trascendido. El silencio y la soledad son aliados de la plenitud. Todo tendrá su medida justa. Es la etapa, más que del hacer, del ser, en comunión con el Creador. La suavidad y la belleza guiarán nuestros pasos por la senda de retorno a Dios. Es la etapa de reconectar con la eternidad, donde el soplo divino y la vida humana se unirán para siempre.

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