domingo, 20 de septiembre de 2015

Una estrella que se apaga

Una muerte inesperada


El 7 de septiembre a las seis de la tarde recibí la noticia. Un amigo muy querido, Pepe Poyatos, a quien tanta estima tenía, había fallecido. El corazón me dio un vuelco al escuchar la noticia. Me la comunicó otro amigo, directa, clara y contundente, con un tono que expresaba su honda tristeza, su dolor y su aprecio, mezclados con una rebeldía solapada. ¿Por qué esta muerte tan inesperada?

Incapaz de digerirlo, quise saber cómo había sido, en un inútil intento de comprender las razones del trágico suceso. Cuando colgué el teléfono no lo podía creer. Pepe solo tenía 47 años. Mirando al cielo, me pregunté por qué una vida tan bella quedó segada de esta manera, tan súbita. Necesité varios minutos para serenarme.

Salí al patio y me senté en un banco, intentando asimilar lo que había escuchado. Los recuerdos se amontonaron con mis lágrimas contenidas. Intenté poner en orden tantos encuentros, conversaciones, experiencias, largos paseos juntos… Lo sentí tan próximo que me hizo revivir los momentos más intensos de nuestros diálogos, aquellos en que tratábamos del tesoro más grande, la vida, y él me hablaba de sus inquietudes, alegrías y preocupaciones. Mientras conversaba sus ojos brillaban y su corazón ardía.

Pepe amaba la vida. Era un hombre inquieto, de aspecto tímido pero de trato afable, trabajador incansable y fiel.

Era sano, creativo, apasionado y a la vez reflexivo. Vivía volcado a su familia y a su trabajo, sin olvidar a sus amigos. Sencillo y humilde, pero luchador, ningún reto lo acobardaba. Profesor entregado con una gran capacidad educativa, sabía conectar con los jóvenes. Era exigente y comprensivo a la vez, y ayudaba a sus alumnos a crecer. Llegó a ser un pilar del colegio donde trabajaba.

Hombre con profundos anhelos, sus interrogantes revelaban una vida interior muy rica y densa. Buscaba respuestas a tantas cuestiones sobre la vida, el amor, la familia, el sufrimiento, la maldad, la trascendencia, Dios…

Totalmente comprometido, luchaba, y si caía se levantaba de nuevo. Amaba y soñaba, siempre con la mirada puesta en el horizonte; nunca se rendía pese a los reveses de la vida. Firme, con la cara muy alta, siempre tiraba hacia adelante, hiciera frío o calor, sintiéndose apoyado o solo en medio de la tormenta existencial. Allí estaba Pepe, un auténtico gladiador.

Curtido, sabía afrontar el combate de cada día. Si se sentía frágil, sacaba fuerzas de donde no las tenía. Pepe agarró la vida con tanta fuerza que la exprimió, sorbo a sorbo, quizás hasta la extenuación.

Pensando en esto, dos sensaciones embargaban mi corazón: la pena de haber perdido un amigo y la gratitud por esa hermosa amistad, por tantos momentos de paseos apacibles, momentos luminosos de compartir tantas cosas.

Sentí que una estrella se apagaba en el firmamento de la existencia, pero a la vez pensé que no podía apagarse y ya está. Lo auténtico nunca muere y, aunque el cielo se oscurezca por una tormenta, el sol sigue brillando por encima del agua y las nubes.

Sé que estás ahí


Escribo esto de noche. Salgo de nuevo al patio, buscando una nueva estrella en el cielo. Veo solo dos sobre el azul oscuro del firmamento. Una de ellas parece hacerme un guiño y me emociono. Pepe, sé que estás allí, en las alturas.

Sé que sigues brillando para todos aquellos que te quieren: Mónica, tus hijos Vicky y Guillem, tu madre… Tus amigos, tus compañeros. Sé que en mi duelo también me ayudarás, desde el cielo, y que después de esta breve oscuridad por tu pérdida volverás a brillar como siempre, ya no como una estrella, sino como un sol que no se apaga, porque participarás de la misma luz de Dios en la eternidad.

Iniciamos una nueva etapa de nuestra amistad: yo aquí, tú allá, velando por todos aquellos a quien amas. No te veré, pero sabré que estás ahí, ya trascendido, en el brillo de aquellos que han alcanzado la corona del Amor. 

Te pido, en esta noche, que cuides y protejas especialmente a Mónica, a Vicky, a Guillem, a tu madre y a tu hermana. Que les des paz y serenidad, para seguir afrontando la vida de cada día. Que sientan tu aliento, tu mirada y la caricia de tu dulzura, para que sepan que tú estás ahí, con ellos, y que tu amor, desde el más allá, les ayude a sobrellevar el vacío insoportable que les ha quedado con tu ausencia. Porque para ellos has sido el universo de sus vidas y hoy viven como si ese universo se les hubiera caído a los pies. El corazón te falló, pero ahora tienes un alma luminosa para dar luz y fortalecer a los tuyos.

Con mi afecto y gratitud, con mi amistad y con la complicidad de siempre, te recuerdo y sé que, silencioso y discreto, estás aquí.

En el tanatorio


Una vez llego al tanatorio, apresurado, sorteo a las gentes en busca de la sala donde se exponen los restos mortales de Pepe.

Llego y mi corazón vuelve a encogerse. Allí estás, yaciendo en el féretro. Me recibe tu madre, sollozando, y me acerco a la vitrina para darte mi último adiós. Las lágrimas de tu madre caen. Ha perdido a su hijo en la plenitud de su madurez.

Contengo mi emoción mientras contemplo a mi amigo. Un cristal en la penumbra y la muerte me separan de él. Su madre abraza la caja con fuerza, no quiere apartarse de él, no puede soportar verlo sin vida. Se aferra al cristal del féretro, sin comprender el por qué de esta tragedia. Yo la veo y siento su profundo dolor y la inmensa fuerza del amor de una madre. Su grito quiere atravesar la vitrina, como queriendo tocar, acariciar por última vez al hijo muerto. ¿Qué pasa por su mente en esos momentos? El niño que había tenido en brazos ahora va a ser enterrado, en la flor de su vida. El vínculo que los unía se ha roto. Qué duro debe ser para una madre ver morir a su hijo.

Voy a saludar a la familia y mi boca enmudece. Para mis adentros rezo por ellos.

Mi emoción aumenta cuando me acerco a la que fue su compañera en los últimos años: Mónica, que no deja de llorar desconsoladamente. La estrecho entre mis brazos sintiendo su fragilidad y su dolor. La miro a los ojos, que son un torrente de lágrimas, e intento consolarla mientras ella me aprieta con fuerza. Pepe le hablaba de mí, dice, y le comentaba mis escritos.

La veo bondadosa, con una mirada clara, aunque nublada por el llanto. Mi duelo se funde con el suyo en este abrazo: yo también he perdido un gran amigo. Siento en su delicadeza el vacío que la rompe por dentro, su necesidad de calor y de amor. La vida de su amado se ha evaporado. Pero tras el ocaso de su existencia su alma ha partido hacia un lugar nuevo donde ya nunca más sentirá el peso de sus limitaciones. En el más allá se unirá con Dios, la fuente de la existencia, que da sentido y esperanza a nuestras vidas.

Este Dios llenará de claridad nuestras sombras. No todo acaba en nuestra vida mortal. Esta es la primera parte de una historia que continúa tras la muerte. La bella historia de Dios con el hombre no tiene fin, porque con su resurrección nos hace eternos para seguir amándonos. Pepe, sin duda, vive para siempre en el corazón de Dios en espera del futuro encuentro con su amada y con los suyos. 

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