domingo, 24 de enero de 2016

Cara a cara con la muerte

Era una larga noche de invierno y las campanadas anunciaban el nuevo año. Una explosión de júbilo acompañaba el comienzo de un año más, el inicio de una nueva aventura. Entre luces, música y abrazos los sentimientos colectivos surgían a borbotones en calles, plazas y hogares.

Esa noche tan larga mi alma estaba en vilo. Todos vivimos con intensidad los últimos minutos del año que termina y los primeros del que comienza. Pero esa noche, para mí, parecía que nunca iba a amanecer.

En mi interior también era de noche: todo era quietud, silencio y oscuridad. Necesitaba entender lo que estaba pasando. En medio del frenesí festivo, me encontré de cara con el misterio del dolor. Una persona conocida, a quien aprecio mucho, se debatía entre la vida y la muerte. Una oclusión intestinal cerraba sus entrañas y la sombra llamaba a su puerta. Una persona buena, creativa y solidaria, profundamente religiosa, se encontraba ante el abismo. Su rostro mostraba un dolor contenido, pero el sufrimiento sacudía su cuerpo frágil. La acompañé al hospital, de urgencias, y durante horas y horas parecía que la agonía nunca iba a terminar. Vi la cara de la muerte, acechando.

Se me encogió el alma. En medio de la gélida oscuridad, el rostro sin rostro me envolvía con su desconcertante presencia. Aparecía y desaparecía y el aire me faltaba, como si su sombra quisiera engullir la vida. Pero esta persona ama la vida, y una energía divina también la envuelve. La vida y la muerte comenzaron a librar un combate en su cuerpo.

Su amor a la vida, a los suyos, a los demás, era mucho más fuerte que su propia enfermedad.  Un TAC reveló la gravedad de su parálisis intestinal: requería con urgencia una intervención quirúrgica para extirpar una brida congénita que constreñía la unión entre el intestino delgado y el grueso. El tiempo apremiaba y los médicos, dada la gravedad de la situación y el riesgo que corría su vida, decidieron actuar con la máxima rapidez.

Cuando le comunicaron el veredicto, una gran calma interior la invadió. Posteriormente me contó que confiaba totalmente en Dios y en los médicos. Ante el quirófano rezó. Pensó en los suyos y tuvo la certeza de que todo iría bien. Abandonada, cantó a Dios desde su corazón y pidió a los ángeles que condujeran las manos de los cirujanos. Su último diálogo interior fue con Dios. Sintió una suave presencia pocos segundos antes de caer dormida por la anestesia. Durmió, abrazada a la vida, mientras el equipo médico iniciaba la operación.

Tres horas después, una mano delicada sacudió sus brazos, indicándole que todo había ido bien. Tres horas para ella inexistentes, pero interminables para los que esperábamos en la antesala del quirófano. Pese a la complejidad de la operación, todo había salido perfecto. La pericia de los cirujanos, un riguroso protocolo médico, la tecnología y las ansias de vivir se aliaron para que el resultado fuera exitoso. Mano a mano con la ciencia, muchas oraciones hicieron posible el milagro: la obstrucción dio paso a un camino abierto. Después de mucho tiempo, la paciente podría comenzar a tener buenas digestiones. El sufrimiento de cuarenta años de vida desaparecería por fin.

En esa oscura noche, ganó el duelo con la muerte. Agarrada a la vida, venció después de tres horas de combate. La fuerza del amor la hizo victoriosa. Consiguió atravesar el abismo hacia la luz.

Contemplé cómo yacía frágil, en la cama. Esa fuerza latía en su corazón, escondida pero ya saltando desde el precipicio de la muerte hasta la vida. Una energía espiritual salía de su interior: Dios estaba ahí, protegiéndola, guiando las manos de los cirujanos, velando por ella. Todo estaba misteriosamente orquestado.

Desgarrada en sus vísceras, sufría en el lugar donde se asimilan los nutrientes, allí donde se facilita la vida y el buen funcionamiento del cuerpo. Tras la operación, liberada de aquel nudo, se está preparando para dar un gran salto. Ya no solo podrá asimilar bien los alimentos, sino la vida misma con sus contradicciones. Armonizar mente, cuerpo y alma la ayudará a vivir su vocación contemplativa.

De la vulnerabilidad del dolor ha pasado a la fortaleza de una sólida paz y alegría. Del bosque otoñal pasará a un jardín primaveral lleno de flores. En la debilidad encontramos fuerzas insospechadas que nos hacen sacar el tesoro oculto que hay en el corazón. Explorar un territorio desconocido de nuestra alma nos lleva a asomarnos a un océano maravilloso. Esta persona está viviendo una convalecencia extraordinaria, experimentando el regalo inmenso de una vivencia que la ha acercado más a Dios en medio de su sufrimiento. Por un lado, ha sentido hasta el límite la fragilidad de su existencia y, por otro, la fuerza de la vida que corre por sus venas, dos caras de una misma realidad. La calidez en medio del dolor le ha hecho sentir la grandeza del corazón humano: enfermeras, médicos, auxiliares, amigos, familiares y hasta compañeros enfermos. Ha descubierto que, más allá del trabajo profesional, en un hospital hay almas que saben cuidar con dulzura a los pacientes. En la estructura fría de un centro sanitario también hay corazones que se desviven por dar una atención esmerada a los enfermos, ejerciendo una vocación de servicio hacia los que sufren. Ver todo esto me hace creer que la humanidad no está tan perdida como pretenden hacernos ver los medios de comunicación. Hay esperanza en la sociedad cuando se descubre una realidad que trasciende más allá de nosotros mismos.

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