Durante unos días, a principios de enero, he ido a asistir a
una persona al Hospital del Mar. La tuvieron que operar de urgencia por una
oclusión intestinal. Responsable de la dirección de la Fundación ARSIS, y
miembro del equipo pastoral de la parroquia, su trabajo eficaz y su talante
humano y creativo han dejado huella en el corazón de muchos. Siendo un sólido
pilar, ha sabido hacer lo que a muchos nos cuesta: abandonarse, confiar en los
demás y dejarse cuidar en su fragilidad.
La ejecutiva eficaz ha pasado a ser humilde enferma. Ha
dejado que otros la cuiden, sin importarle que su necesidad de ayuda quedara
expuesta ante los demás incluso en los aspectos más básicos, como la higiene
personal.
Una lección de humildad
A lo largo de estos días he podido ver cuánta gente buena la
quiere: amigos, familiares, médicos y terapeutas, todos se desvivían por ella.
Me he dado cuenta de que su entrega generosa y amable se ha convertido, en esos
quince días, en una catarata de respuestas. Dejarse cuidar, con dulzura, ha
sido un reto que la ha hecho crecer espiritualmente. Aún débil y sin fuerzas,
después de una complicada operación, sintiendo tan de cerca su propia
vulnerabilidad, ha sabido solidarizarse con el sufrimiento de los demás. Ha
sido una experiencia que la ha acercado más al misterio del dolor humano.
Con el cuerpo lleno de tubos, alimentación intravenosa y
sondas que le causaban algunas molestias, con el sueño interrumpido cada noche
por el protocolo sanitario de control, con sus dolores e incomodidades, ahora
puede entender y sentir en su piel el sufrimiento de muchas personas que pasan
largo tiempo en el hospital, en un duro proceso postoperatorio. La vida le ha
dado un duro revés. Ha rozado, con sus vísceras, el límite del abismo. Pero a
la vez esa dolorosa experiencia la ha curtido. Verse cara a cara con su propio
límite la ha hecho trascender y ampliar su visión de la realidad. Este profundo
baño de realismo y el dejarse cuidar han supuesto un cambio de paradigma. Ella,
que ha cuidado de tanta gente y siempre ha estado pendiente, detrás de todo,
hoy ha aprendido a dejarse cuidar por todos. ¡Qué gran lección para ella!
Un fuerte pilar se convierte en una columna frágil que
necesita de la ayuda de los demás. Aprender a «ser ocasión para que los otros
te cuiden» es dar a los demás la oportunidad de que aprendan a cuidar. Topar
con este límite es acercarte más al corazón humano. No sólo se crece dando y
cuidando, sino recibiendo y dejándose cuidar. Porque sólo así podemos entender
el misterio del ser humano en su indigencia espiritual. Vivir esta experiencia
es tocar con los dedos del alma el barro con el que estamos hechos y aceptar nuestra
finitud. Aprender a ir despacio, hacer menos, dejar que otros te ayuden,
abrazar el paso lento de las horas en el hospital, el ronquido del vecino
enfermo, sus cambios de humor, su dolor o sus gritos… Con todo esto uno va
doctorándose en humanidad, no por la vía intelectual, sino por la vía del
corazón. Sentir el dolor ajeno es acercarse, también, a su corazón y latir con
el suyo.
Las cosas más importantes
¡Cuánto aprendizaje! A veces necesitamos pasar unos días en
el hospital para darnos cuenta de que vamos tan apresurados que no somos
capaces de ver lo que es esencial en la vida. Cuando tenemos que parar, a veces
de manera brusca, es cuando nuestros esquemas comienzan a cambiar y aprendemos
a priorizar lo más importante. Saboreamos el tiempo más despacio, acariciamos
lo que hacemos; las relaciones entran en otra dimensión. Los patrones mentales
se alteran y construimos una nueva escala de valores. Empezamos a enfocarnos en
lo que somos, específicamente, en nuestra vocación, en el propósito de nuestra
vida. Y vemos que ya no importa solo el trabajo, la eficacia o el tiempo, sino
la búsqueda del yo interior, como diría San Agustín. Nuestro propósito vital
necesita alinearse con ese yo que somos.
Dios, el silencio, la contemplación, la suavidad, los demás…
El sano ejercicio, respirar, la calma serena, un nuevo tiempo orientado a
descubrir la riqueza interior. ¡Cuánto se aprende en un hospital! Sentirse
enfermo con otros enfermos, expuesto en la propia vulnerabilidad, nos enseña a
abrazar de manera solidaria el dolor de la humanidad. La gran lección es cuidar
y dejarse cuidar: un gran reto para todos aquellos que quieren aprender a tener
un corazón lleno de misericordia. Solo cayendo uno aprende con humildad a
solidarizarse con todos los caídos.
Cada vez que iba al hospital y cruzaba el pasillo de la
cuarta planta, miraba a ambos lados y observaba, por las puertas abiertas, a
los diferentes pacientes en sus habitaciones. Enfermos y familias tejían unas
nuevas relaciones, desde el cuidado y el mimo. Cuánto esfuerzo, sacrificio,
tiempo, ternura y horas pasadas juntos. Era hermoso ver cómo, pese al cansancio
de los familiares, allí estaban, tomando de la mano a sus enfermos. La debilidad
y el sufrimiento nos hacen ser más compasivos, dulces, cariñosos. La grandeza
del hombre es que, a pesar de los horrores que comete, es capaz también de la
mejor hazaña. Cuando una línea muy delgada puede separarnos para siempre, la
persona saca lo mejor de sí y muestra una enorme capacidad de amor
incondicional, tan grande que rebasa sus propios límites. Cada habitación del
hospital albergaba una historia de amor.
Cuidar y dejarse cuidar: una forma de amar
Un hogar con un enfermo percibe la grandeza de la familia:
el espacio vital donde se aprende a ser persona, a cuidar y a cuidarse. Esta
actitud emerge del compromiso del amor auténtico. El que ama cuida, y el que
cuida tiene que dejarse cuidar para poder atender bien al otro. En el hospital
he tenido la ocasión de ver corazones que laten al unísono. Un enfermo hace el
milagro de estrechar los vínculos familiares y nos ayuda a interiorizar que
somos de barro y mortales, pero con un corazón capaz de trascender y dar lo
mejor de sí.
Esto es lo que he visto visitando a mi colaboradora. Riadas
de gentes venían a verla; cada visita era un amanecer en su horizonte,
añadiendo salud y energía a la paciente. Hoy me dice que alguna vez pasea junto
a la playa y mira hacia el Hospital del Mar, dando gracias por tantos
amaneceres como pudo disfrutar desde el mirador de la cuarta planta. Para ella,
vivir esta experiencia ha sido un renacer. Quizás atravesar el abismo, por muy
duro que haya sido, ha sido la gran oportunidad para enseñarla a digerir mejor
la vida y descubrir el valor de dejarse cuidar y querer por los demás.
Es una
asignatura que hemos de aprender todos aquellos cuya vocación es cuidar a
otros. Un teólogo amigo, citando a Juan XXIII, decía que era tan importante
amar como dejarse amar. Recientemente también lo afirmaba el Papa Francisco. Un
reto muy importante, si queremos humanizar la Iglesia, es aprender a cuidar.
Cuidar es una característica esencial del amar. Cuando aprendes a abrazar el
dolor lo conviertes en fuente de sabiduría. Tus propios límites y una
habitación de tan solo 3 metros cuadrados se convierten en una cátedra de
humanidad, una pequeña universidad del corazón.
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