sábado, 13 de febrero de 2016

El sufrimiento liberador

El dolor, intrínseco en el hombre


Sobre el sufrimiento se han vertido muchas tintas y se han impartido muchas reflexiones y conferencias. Aunque el hombre está concebido para la felicidad, continuamente se topa con una realidad que también le es intrínseca, no porque quiera, sino porque se encuentra con sus propias contradicciones. La filosofía, la psicología y la ética son disciplinas que han profundizado mucho sobre esta realidad humana. El dolor no deja a nadie indiferente, sobre todo cuando se sufre en el propio cuerpo.

Pero quisiera, también, lanzar otro enfoque sobre el sufrimiento: cuando la realidad del dolor sobrepasa lo físico y alcanza el nivel emocional y espiritual.

El dolor del alma


Cuando estamos sufriendo la agresión biológica que supone una operación quirúrgica, especialmente si es por un motivo grave, toda nuestra persona se rasga, física, sicológica y emocionalmente. El sentimiento de indefensión genera inseguridad y un miedo terrible a lo que pueda ocurrir, pues no hay cirugía exenta de riesgos. Cuando la vida está en juego y se percibe frialdad en el entorno hospitalario el sistema inmune baja sus defensas. Este dolor, por muy físico que sea, es profundo y llega hasta el alma.

Después de la intervención, las molestias postoperatorias causan sufrimiento a los pacientes. La agresión física deja sus huellas en el cuerpo y se necesita tiempo para ir asumiendo las secuelas, poco a poco. Estar entubado, no poder cambiar de posición en la cama, la alimentación intravenosa, la limitación de movimientos, las agujas, las dificultades a la hora de orinar o hacer las necesidades fisiológicas… Vivir esto en tu propia persona te hace sentirte expuesto y muy frágil.  

La pérdida de un ser querido provoca un dolor no menos intenso, porque se rompe un vínculo vital que va más allá de lo físico. A veces la pérdida es tan dolorosa que el cuerpo la somatiza como una terrible agresión. Los neurotransmisores del cerebro se activan como lo harían ante un golpe físico y se segrega cortisol, la hormona del miedo y la alarma. Esto puede llegar a producir enfermedades graves, que merman seriamente la vida del que sufre.

También una ruptura emocional es dolorosa. Se rompe un vínculo en vivo, generando un profundo desasosiego en el corazón. Este es un órgano expuesto a mucho sufrimiento. Cuando los vínculos se agrietan literalmente el corazón se puede romper o partir. Estos días he hablado con varias personas que pasan por situaciones de ruptura matrimonial y verdaderamente he percibido en sus ojos una profunda tristeza. Su tono vital es bajo, sollozan con frecuencia y llegan a dudar de sus valores y a perder el sentido de la vida.

Una riada de gente se enfrenta a la vida con el corazón roto, intentando canalizar sus emociones con un sentimiento de indigencia terrible. La tormenta interior puede llegar a enloquecer y, si no se actúa a tiempo, puede causar graves secuelas sicológicas y somáticas o convertirse en un volcán incontrolado.

Otro sufrimiento es el causado por una injusticia laboral, profesional o por una situación de estrechez económica.

Un sufrimiento restaurador


Todas estas formas de dolor tienen que ver, y mucho, con el propósito de la vida. El sufrimiento nos envía la señal de que algo hemos de cambiar: en nuestros hábitos, nuestras creencias y emociones. Cuando encaramos el sufrimiento podemos convertirlo en un aprendizaje para crecer más como personas, haciéndonos salir de nuestra mediocridad y afrontando nuestra realidad.

El dolor puede ayudarnos a replantear, sin miedo, dónde estamos, qué hacemos y a dónde queremos llegar. Es verdad que a menudo nos da pánico ahondar en nuestra realidad existencial, porque nos da vértigo darnos cuenta de que quizás estamos viviendo una mentira, de que la vida que llevamos puede ser falsa y nos dejamos arrastrar por temor a saber quiénes somos.

Para replantearlo todo y cambiar de raíz nuestra vida hemos de emprender una lucha con nuestros propios fantasmas. El miedo se apodera de nosotros y preferimos vivir anestesiados para no sentir el dolor de parto de nuestra renovación interior. Así nos arrastramos hacia un abismo que nos aleja más de la realidad, de la verdad, de la autenticidad de nuestro ser humano. El dolor del alma no es menos profundo que el físico. Morir a la mentira, a las apariencias, cuesta sangre porque nuestras creencias se convierten en adicciones tan profundas que las hemos impreso en nuestro ADN. Tenemos tan adentro estas actitudes que necesitamos dar un giro interior de gran calado.

Primero hemos de reconocer que necesitamos enfrentarnos a la verdad. Después hay que cortar esas adherencias emocionales que nos impiden ser nosotros mismos. Finalmente, necesitamos ser humildes y pedir ayuda, porque quizás solos no podremos salir. A veces el dolor es tan fuerte que huimos hacia adelante para evitar el encuentro con nosotros mismos. ¡Cuántos zombis existenciales deambulan a nuestro alrededor, viviendo como personajes ficticios y jugando a ser lo que no son!

El sufrimiento físico, moral y sicológico a veces es necesario para dar un gran salto hacia la libertad, hacia nuestro yo más profundo. Cuánta gente va perdida sin rumbo, sin norte. El sufrimiento es una situación límite que nos da la oportunidad de empezar de nuevo. Algunos sicólogos hablan de la necesidad de pasar por el dolor para madurar, crecer, saltar y volver a empezar. Entonces es cuando hay que replantearlo todo: desde lo que comemos, lo que sentimos, lo que hacemos, nuestros hábitos cotidianos… incluso el mismo propósito vital. Lanzarse desde la cima del propio orgullo da vértigo, pero ¡nos sorprendería saber lo que somos capaces de hacer!

La grandeza del ser humano es que tiene una capacidad milagrosa para rehacerse y convertirse en un auténtico héroe de su historia. Tocar fondo a veces es la única manera de trascender. Es la gran oportunidad para abrazar nuestra fragilidad existencial y transformarla en fortaleza. El misterio del dolor se hace necesario para entenderse a uno mismo y entender la condición humana.

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