La aventura de conocernos
El hombre, en la búsqueda de sentido último de su
existencia, necesita un espacio vital entre la realidad y lo que vive. Todos necesitamos
poner distancia entre el yo y el mundo exterior para saber si estamos bien
centrados en el eje de nuestra existencia. Afrontar la realidad del propio yo requiere
un fuerte grado de sinceridad y autoconocimiento, porque a menudo significa un
cambio de rumbo en la vida. Pero no todos estamos dispuesto a asumir las
consecuencias.
Estamos tan instalados en nuestros patrones mentales que
preferimos vivir una aventura ficticia o virtual, asumiendo un personaje que nos
hemos ido fabricando para subsistir en medio del mundo. Pero la llamada a vivir
la vida como una vocación es más que supervivencia. Exige de nosotros una
disponibilidad para cambiar muchas cosas, y replantearnos incluso un giro
radical que nos puede llevar a tierras desconocidas. El gran continente
inexplorado es nuestro mundo interior.
Este cambio asusta a muchos. Nos da miedo descubrir la parcela
misteriosa que se oculta en nuestro corazón. Pero nadie está concebido para
vivir instalado en el tedio, en la mediocridad, el «ir haciendo». Asumir el
reto de viajar al yo más profundo necesita de un tiempo de silencio y soledad. La
soledad nos llevará de la mano para iniciar la gran hazaña de nuestra vida:
saber quién soy, qué quiero y a dónde voy.
Miedo a la realidad
Si no ponemos distancia con todo aquello que nos rodea y nos
envuelve en ruido no podremos cambiar y daremos tumbos, de un sitio a otro, sin
rumbo ni horizonte. La vida, entonces, se escapa como el agua entre las manos. Y,
poco a poco, sentiremos un gran vacío interior. Para soportarlo buscaremos todo
tipo de paliativos, sicológicos, emocionales, afectivos y materiales. Hay
quienes se refugian en el sexo, en la comida o en la adicción al trabajo. Otros
caen en la dependencia a los dispositivos tecnológicos. Otros se enredan en
relaciones enfermizas que los esclavizan y les impiden tomar decisiones con
libertad.
La búsqueda de sentido entraña una exigencia tan fuerte que
muchos prefieren anestesiarse o aturdirse en la vorágine del trabajo, un ritmo
trepidante de diversiones o un sinfín de obligaciones familiares. La persona
que se sumerge en este caos poco a poco va reduciendo su campo vital y el eje
de su vida se centra en una realidad virtual que se fabrica en torno a su ficción.
Ya no ve las cosas con objetividad, pierde la noción de la realidad y vive sin
vivir.
Para vivir de verdad y abrazar la propia realidad es
necesario ser libre, y para esto hacen falta agallas y valentía. El primer paso
es hacer una tregua entre lo que somos y lo que estamos haciendo. Hay que
cortar esta bipolaridad que nos puede llegar a enfermar. A menudo dedicamos la
mayor parte de nuestro tiempo a actividades que no concuerdan con nuestros
deseos y nuestro ser más genuino. Perdemos la noción de nosotros mismos. Nos fabricamos
un mundo irreal porque el real nos exige humildad, capacidad de asumir nuestras
propias contradicciones y aceptación, de uno mismo y de los demás y del mundo
en que vivimos. También pide generosidad, compasión y aprender a amar todo lo
que te rodea. Sólo así podremos superar los patrones mentales fabricados por el
miedo para iniciar una andadura que dé sentido a nuestra vida.
La soledad como huida
Cuando estamos perdidos en el laberinto de nuestro ego
necesitamos tomar distancia y apartarnos para ver con objetividad e iniciar un
camino de retorno. Pero cuánta gente, en vez de buscar una soledad sanadora para
renacer interiormente, se escapa o se aísla. A estas personas les da vértigo
encontrarse cara a cara con su realidad llena de límites y prefieren refugiarse
en su guarida. Se niegan a abrazar el pasado y a aceptar sus errores. Les da pánico
verse desnudos. Cuanto más se esconden en su hoyo, más se alejan del mundo real,
de los demás y de sí mismos. Cortan con la familia, con los amigos, se les hace
insoportable convivir y llegan a un autismo sicológico, una lenta muerte social
y espiritual que los va desconectando del mundo. Metidos en su agujero, viven
en un letargo.
Podríamos hablar de automarginación. La persona va cortando
sus raíces y se va secando poco a poco hasta verse fuera de la vida, arrastrada
como una hoja marchita. Nada tiene ya sentido para ella. De la soledad sicológica y emocional pasa a una soledad vacía
de sentido. Caminar, respirar, mirar a los ojos se le hace pesado. El mundo
ya no es real, su única realidad desencarnada es ese mundo paralelo que se
forja entorno a su ego. Vive un espejismo que la hace incapaz de comunicarse
verbal y emocionalmente. Su mirada está perdida.
El aislamiento de un corazón blindado lleva a esta persona a
una angustiosa soledad: pierde hasta su propia identidad y comienza a fabular. El mundo está contra mí, todos conspiran,
todos son mis enemigos. La desconfianza va agrietando las pocas relaciones
que mantiene: los demás se convierten en culpables de su drama. El victimismo
es un salvavidas sicológico que les permite nadar sobre la propia miseria.
Cuando aparece el orgullo en un pobre es demoledor. Se vuelve
exigente, mal educado y acaba convirtiéndose en un tirano. Cree que todos le
deben algo, el mundo gira a su alrededor y no sólo exige con violencia, sino
que es incapaz de agradecer a quienes más les ayudan. Pierde la dignidad y se
hace dependiente, hipotecando la vida de otros. Ya no sólo se destruye a sí
mismo, sino que compromete a los demás.
La soledad sanadora
Me pregunto por qué ciertas personas son capaces de superar
fracasos, límites y sentimientos de abandono, situaciones trágicas y pérdidas,
y han salido airosas de rupturas, traiciones y engaños. No se han escondido
tras una pared, no se han dejado atrapar por el victimismo que las llevaba
directo al pozo. Han tenido el coraje de asumir con paz y serenidad su situación
y no se han aislado. Han buscado espacios de soledad para reflexionar sobre su
estado y reiniciar un camino hacia su libertad interior. En estos casos podemos
hablar de soledad terapéutica y sanadora.
Es la soledad que nos permite iniciar un diálogo con
nosotros mismos. En el lenguaje de los místicos, es introducirte en tu castillo
interior y descubrir todo tu potencial humano y espiritual hasta llegar al núcleo
de tu realidad más profunda. Allí descubres el ser más hermoso que hay dentro
de ti, criatura divina creada por el Amor.
Desde esta certeza tan íntima podremos sentirnos amados. La soledad
se convierte en mar de aguas cristalinas donde el Ser, Dios, te mece mientras tu
corazón habla con el suyo. Ya no estás perdido, ya no necesitas un agujero
donde esconderte, ya te has salvado del abismo. Sabes y has descubierto que
tienes la potencia infinita de tu alma que te lleva una única verdad. Nada ni
nadie te alejará de ti, ni de los demás, ni de Dios, cuando empieces a gustar
ese tiempo de soledad y silencio que te ayudará a afrontar cualquier tipo de
dificultad.
El viaje más apasionante
Desde la cima de tu silencio, conectando con la Realidad en
mayúscula, tendrás una claridad tan intensa que ningún rincón de tu alma quedará
en la penumbra. Esta lucidez te ayudará a tomar las decisiones acertadas en cada
momento.
Deslizarse por la soledad lleva al camino de la madurez
plena. No habrá sombra que oscurezca tu corazón, ni abismo, ni altura, ni
profundidad, que te saquen de tu eje. Si sabes conectar contigo mismo y con
Dios, serás capaz de las mayores proezas.
Quizás parezca poco viajar hacia el universo interior de
nuestra alma. ¡Es mucho más que explorar con un submarino el fondo del mar o
que embarcarse en un transbordador hacia otro planeta! La conquista de tu corazón
es una exploración mucho más apasionante. En tu interior hay una luz más potente
y luminosa que todos los soles del universo. El ser humano arde de pasión.
Hermoso escrito, es un blasamo para el alma.
ResponderEliminar¡Que gran conocimiento del ser humano hay en su escrito!
ResponderEliminarEs una excelente reflexión para poder replantearse,una vez más, el sentido y el camino a seguir en nuestra existencia.