sábado, 24 de septiembre de 2016

La soledad de algunos hombres

La soledad es un deseo del hombre que busca crecer, conocerse mejor y ahondar en el interior de sí mismo. Es un tiempo que buscamos con ansias y que no siempre encontramos en esta sociedad del frenesí. Necesitamos pasar tiempo solos para centrarnos en el objetivo de nuestra existencia y preguntarnos si esta razón de ser armoniza con lo que estamos haciendo.

Pero en este escrito no me refiero a la soledad sana que disfrutamos porque tenemos un propósito de vida. Hoy me refiero a la soledad no querida. Es la soledad que llega a ser insoportable porque la persona no es capaz de saber qué quiere ni se atreve a preguntarse por su propia identidad.

¿Quién soy? ¿Qué hago? ¿Hacia dónde voy? ¿Qué sentido tienen mi presente y mi historia?

Muchos hombres, llegados a cierta edad adulta, o a la jubilación, no saben qué hacer con su vida y se sienten amenazados por la soledad. Necesitan ocupar su tiempo para huir de ella. La angustia de no encontrar su norte les genera un dolor lacerante en el alma. Los existencialistas concebían la vida como un lanzarse obligatoriamente a un naufragio. Nos guste o no, estamos condenados a bregar contra nuestras tormentas interiores. Con cuántos hombres he hablado que se sienten así y buscan las aguas calmas de la orilla.  

Combaten el tedio y llenan su tiempo de actividades y quehaceres porque la soledad los golpea. Hablan sin cesar porque no quieren estar solos ante su realidad. Les da pánico mirarse al espejo porque, en el fondo, saben que están huyendo hacia ninguna parte. Su angustia aumenta con el paso de los años.

¿Se puede hacer algo, más allá de una terapia psicológica o una conversación de café? No solo se trata de desenterrar traumas infantiles, patrones de conducta, valores familiares, fracasos o decepciones. Hay un abordaje diferente que va más allá de las terapias tradicionales. Podría ser una terapia pre-religiosa o existencialista, enfocada a la aceptación de la realidad propia. Algunos pensadores lo llamarían realismo existencial.

Porque ya no estamos hablando de enfermedades del cuerpo o de la psique, sino del ser. Podríamos hablar de enfermedades de la existencia, que llevan a ciertas actitudes ante la vida. El orgullo, la vanidad, la egolatría, la autosuficiencia, la falta de humildad…, todo esto son patologías que llevan a la fragmentación del ser. Nos alejan de la realidad y nos impiden aceptarla y aceptar a los demás tal y como son. Estas actitudes también nos impiden aceptarnos a nosotros mismos, con nuestro pasado y nuestra historia personal.

Enfermedades del ser


El enfermo existencial permanece en la crítica constante. Su comportamiento es bipolar y narcisista, todo gira en torno a él. Al final, su psique acaba agrietándose y sufre una terrible angustia. En el fondo no se conoce a sí mismo y los demás siempre son culpables de su situación. La vida se le hace insoportable y necesita «machacar» sus razones constantemente, hasta el delirio enfermizo. Para algunos, todo el mundo se equivoca menos ellos. Para otros, todo el mundo es malo y, a fin de no contaminarse, se van alejando cada vez más de la gente y desconectan, aislándose en la amargura. Cuánto dolor hay en estas personas.

Estos hombres, que a menudo acaban muy solos, necesitan coraje para aceptar la realidad tal como es y no buscar subterfugios psicológicos, religioso o morales. La soledad es una gran oportunidad para que, desde el silencio sereno, redescubran sin miedo su identidad más auténtica, sin necesidad de vivir un personaje que no son. Culpar a los demás de su soledad es una actitud de cobardía que paraliza. En lo más hondo de su corazón, uno no puede engañarse. Vivir en una mentira durante años lleva a una pugna constante con uno mismo, y esta lucha corroe las fibras más sensibles del alma.  El púgil necesita siempre un cuadrilátero, un entorno o una excusa para poder sacar su rabia y lanzarla contra los supuestos enemigos, reales o imaginarios.

El realismo existencial es la única medicina que puede sanar estas enfermedades del ser. No somos culpables de los acontecimientos anteriores a nuestro nacimiento. Se trata de aceptar nuestra historia tal como es, aceptar a los demás y sus límites y aceptarnos a nosotros mismos. Sólo así, abrazando la realidad de mi ser, puedo iniciar un camino de recuperación. No necesitaré de nada exterior para sentirme tal como soy. Este es el gran acto de humildad: no pretendo ser quien no soy, soy quien soy y así me acepto y me quiero. Esto es lo único que puede tapar la grieta de mi fractura existencial.

Aprender a amar quien soy es la puerta de salida hacia la realidad plena de mi ser, aquella que nos dio el Creador, sin dolor ni ambigüedades. Será entonces cuando no nos sentiremos solos, ni siquiera en la mayor de las soledades. Porque descubriremos que esta es una parte intrínseca de nuestra vida y la aceptaremos con paz.

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