domingo, 20 de noviembre de 2016

Aprender a aceptar la muerte

Algo se rompe en el alma


Ante la pérdida de un ser querido notamos que algo se rompe en nuestro corazón. Sentimos que desaparece algo muy nuestro, tan dentro de nosotros que deja un hueco profundo. El fundamento de nuestra existencia se resquebraja. Muchos sienten un ahogo en el alma. Cuando dos personas se han amado toda su vida, hasta llegar a respirar casi al unísono, al morir uno el otro siente como si le faltara el aliento.

Con los años, las personas se van curtiendo. Las relaciones, la convivencia, los sueños y el amor se van robusteciendo hasta que los matrimonios llegan a ser una sola carne. Tantas hazañas vividas juntos convergen en un proyecto común que se ha desarrollado y que ha ensanchado su corazón. Cuántos matrimonios han sabido vivir y crecer en este compromiso para siempre. Cuántos amaneceres compartidos, cuánta sabiduría, cuánta belleza ha iluminado sus horizontes. Desde el amor todo es bello y saborean el dulce néctar de la vida. Viven el uno en el otro, formando una sólida e inquebrantable relación que ha llegado a una sintonía muy honda.

Por eso, cuando uno se muere, el otro queda con el corazón partido. Todo se trunca cuando el ser amado se va. La sombra del difunto llena de amargura al que queda vivo. Para una mujer viuda es un momento personal y psicológico de alta sensibilidad. La presencia, tan real, de su esposo, se ha convertido en una terrible ausencia y la vida se le hace insoportable. Necesitará tiempo para asimilar esta ruptura interna y dejar que la cicatriz sane.


Cuando el duelo se alarga demasiado



Ese tiempo es necesario. Pero a veces el duelo se alarga excesivamente, dejando a la persona sumergida en un abismo sin fin. Nada tiene sentido, los recuerdos la acosan reiteradamente, hay una resistencia dolorosísima a aceptar la realidad. Si no aprende a abrazar la realidad de la muerte, el duelo prolongado irá mermando su calidad de vida hasta llevarla a vivir sin vivir, como si quisiera también ella estar en el reino de los muertos.

Urge muchísimo plantear una pedagogía de la muerte para que ciertas situaciones no se conviertan en un lamento constante que reduce la vida a una permanente queja. ¿Por qué me ha pasado a mí? ¡No merezco todo esto! He dado todo lo bueno de mí… y ahora ¿qué?

El sentimiento de agravio convierte la tristeza natural en amargura vital y en resentimiento contra todo y contra todos. Dios, la vida, el mundo me han quitado cuanto tenía y lo que más quería. Ese pensamiento convierte el duelo en una crisis existencial y en una excusa para culpabilizar a todos de mi tragedia. El duelo se hace patológico.

Urge enseñar a vivir la vida abrazando los propios límites. No somos inmortales, somos caducos y efímeros. Desde nuestro nacimiento llevamos la muerte inscrita en el código genético. Querer eternizar la vida mortal es tarea imposible. Nuestra vida está condicionada por unas estructuras biológicas —el cuerpo— que, de manera natural, son perecederas.  Nuestras células envejecen de manera progresiva, mueren y llega un momento en que ya no son reemplazadas por otras nuevas. Asumir esto es un reto, y más en una cultura que quiere explotar a la persona y endiosarla. Asumir la muerte es una necesidad vital para aceptar nuestra propia fragilidad humana. La muerte tendría que ser vista como algo absolutamente natural. Cuando se convierte en una tragedia que oscurece el horizonte de nuestra vida es cuando hay que hacerse un planteo filosófico —y religioso— que nos ayude a integrarla como parte de nuestra cotidianeidad. Necesitamos aprender a vivir sin miedo ni angustia.


Una pedagogía de la muerte



Urge que en la familia, en las escuelas, en las universidades y en la cultura se plantee la muerte como un elemento educativo de nuestra existencia humana. Con esto podríamos evitar algunos duelos demasiado largos, dolorosos y vacíos. El estar enganchados a la vida no debería impedirnos reflexionar sobre la muerte y tomar la justa distancia. Nos resistimos a ir soltando esas amarras y caemos en todo tipo de excesos, sin pensar que algún día esas amarras se soltarán porque es ley de vida. No es fácil.

Pero en la medida que uno va avanzando cada vez más va sintiendo el deterioro de su salud y la merma de su vida. El tiempo va surcando nuestro rostro, la movilidad se hace más penosa, los sentidos del oído y la vista se van atenuando. La memoria ya no retiene tanto y nos hacemos más proclives a caer enfermos. Los ánimos y la energía van menguando y cada vez más, con el paso del tiempo, esa velita que arde en nuestro cuerpo inicia su lento apagado. La piel nos indica que cada vez nos acercamos más al final de nuestra meta terrena.

Pero ¿se acaba todo aquí? Para una persona que no posee una visión trascendente de la vida, ciertamente es así, y la perspectiva de la nada puede ser angustiante. Para los que creemos que no todo se acaba con la muerte, sabemos que ella no es el final en sí misma, sino una puerta misteriosa que se abre hacia el más allá. La muerte no es otra cosa que un parto hacia una vida plena. Los cristianos sabemos que la resurrección no sólo es una gran promesa, sino un don sobrenatural que Dios regala a su criatura.

La vida no puede acabar con un abismo sin sentido cuando la intención del Creador es habernos creado para siempre. No tiene sentido que todo se acabe con la muerte.

La muerte no es el fin de nuestra historia, es el principio de otra historia en otra dimensión, desconocida por ahora, pero tan real como la vida física y mortal. Dios no nos puede crear dándonos una fecha de caducidad. Después del invierno, cuando el sol se apaga, la primavera vuelve a despertar la vida. Después de la muerte, todo volverá a recrearse en Dios. Toda la materia quedará resucitada: esta es la intención última del Creador. Somos pequeñas  motitas, pero llenas de vida: por nosotros Dios ha creado todo el universo, que luego pone a nuestros pies. Somos de Dios y vamos hacia él. Este es el sentido último de nuestra vida: reencontrarnos con él. Es entonces cuando la muerte deja de ser una sombra, una ausencia, un dolor sin sentido, un miedo que acecha. Vivir con esta certeza es empezar a vivir abrazando nuestra propia contingencia. Fuimos creados con una intención amorosa y nos vamos con una esperanza amorosa. Nuestro destino final es volver al corazón de Dios.

La muerte ha quedado vencida por el amor infinito de Dios, que quiere hacernos partícipes de su legado inmortal. El duelo sobre los muertos, entendido desde una visión trascendente, es el inicio de una pedagogía que nos ayudará a entender que lo que podría ser una angustiosa tragedia se convierte en una melodía suave, que con su música nos anticipa la alegría de un abrazo para siempre.

1 comentario:

  1. Una vez más tiene toda la razón Padre Joaquín. Sería muy importante que en nuestra cultura se enseñase a los niños a ver la muerte como parte de nuestra vida, no esconderles la realidad. Al final eso sólo genera más sufrimiento. Si, además, los niños tuviesen la suerte de conocer a Dios, su vida futura sería mucho más serena, sin miedos.
    Muchas gracias.

    ResponderEliminar