domingo, 22 de abril de 2018

Niños rotos


Hace unos días vi cómo una puerta de cristal se rompía en mil pedazos. Una fuerte presión incontrolada hizo que cayera al suelo con estrépito, llamando la atención de todos quienes miraban. Afortunadamente, nadie resultó herido.

Viendo cómo un cristal puede partirse en tantos trozos diminutos, rápidamente evoqué un pensamiento de dolor. Cuántas almas me he encontrado rotas en pedazos, como ese cristal. A lo largo de mi vida, he tenido la ocasión de conocer a muchos niños que viven o han vivido situaciones difíciles debido a un entorno familiar y social de riesgo. Las relaciones conflictivas han llevado a las familias a vivir momentos de ruptura y violencia; en algunos casos, la falta de recursos ha conducido a la negligencia y la desatención. Otras veces, los pequeños han sufrido golpes emocionales y sicológicos o han vivido la soledad en medio de una familia que sólo se preocupaba por las cuestiones materiales, olvidando el alimento afectivo que todo niño necesita para crecer.

El niño que sufre está notando que se le usurpa el derecho a ser un niño normal, alimentado, querido y envuelto en un clima de confianza y amor. En definitiva, en un espacio sereno, educativo y lúdico. Los niños necesitan, y mucho, miradas cálidas, gestos de ternura, un referente moral y educativo en su proceso de crecimiento. Son muchos los niños que, a corta edad, están sufriendo las contradicciones de los adultos, el egoísmo de una sociedad que mira hacia otro lado y la frialdad de unos gobiernos incapaces de tomar medidas.

Lo cierto es que esos niños están soportando un dolor tan fuerte que su psique termina quebrándose, como aquella mampara de cristal. Su dolor es un grito silencioso en medio de un mundo insolidario e irresponsable. Aquellos cristales esparcidos por el suelo me han recordado tantos niños cuyo sufrimiento rasga las entrañas de nuestra sociedad. Cuántos niños lloran porque quieren vivir su niñez en paz. Pero su llanto no quiebra el corazón blindado de muchos que viven indiferentes o ignorantes de tanto sufrimiento.

Los niños tienen derecho a ser niños y a florecer en todo su potencial. ¿Quién puede ser tan gélido e insensible al dolor de los niños? Si se les arranca el derecho a jugar, a reír, a aprender en un ambiente cálido y de apoyo, ¿qué será de ellos?

Puede parecer que exagero, pero conozco muy bien el tema por mi trabajo en la fundación ARSIS, que creé hace muchos años. En ARSIS estamos atendiendo a niños que han sufrido situaciones de maltrato o negligencia límite en sus hogares. Las historias de estos pequeños son sobrecogedoras.

Muchas de estas situaciones el papa Francisco las denunció en una de sus homilías por Navidad. Un niño sin alegría será un joven abatido y desconfiado, un adulto falto de razones para vivir, incapaz de dar sentido a su vida, con dificultades para encontrar trabajo y generador de conflictos sociales. Quizás tenga problemas con el alcohol o las drogas y se convierta en un incapacitado. Quizás termine como un indigente que camine sin rumbo, sin compañía, sin afecto. La soledad se convertirá en su refugio y la amargura será su compañera. Un ser sin horizonte ni esperanza, sin caminos. Las cuerdas vocales del alma se quedarán sin voz, pero en el rincón más hondo de su corazón continúa vivo aquel niño roto que sigue gritando hacia adentro. El sol de su infancia se eclipsó y ahora vive en un permanente invierno. ¡Cuántos niños rotos siguen creciendo sin poder rehacerse! Pero, ¿acaso se puede reconstruir un cristal partido en mil pedazos?

Puede haber grandes profesionales, psicólogos humanitarios y entregados, que logren ensamblar muchas piezas, uniendo los cortes. Pero las juntas serán cicatrices que siempre estarán ahí.

El reto terapéutico para ayudar a estos niños y adolescentes es que, con paz, intenten aceptar y más tarde abrazar esas heridas que, pese a todo, forman parte de su legado. Quizás cuando superen el resentimiento, bien acompañados, puedan asimilar esta gran lección vital y ayudar a otros niños que sufren. Quizás se conviertan en grandes defensores de los derechos de la infancia. Algunos activistas o terapeutas lo han hecho así: fueron niños maltratados o abandonados; siendo adultos, se han volcado en una lucha incansable por devolver al niño su dignidad. Han convertido su fragilidad en heroísmo y sus heridas en fortaleza.

Hay quienes caen en el victimismo y se hunden. Pero otros pueden convertir los gritos y los pedazos rotos en el abono de una vida renovada, reconciliada, capaz de dar fruto pese a las cicatrices del alma. Todos tenemos esa fuerza dentro. Y los niños, especialmente, son muy fuertes. Si reciben ayuda durante su infancia pueden remontar. Un cristal roto no puede recomponerse… Pero la vida no es materia inerte. Aunque queden las marcas del dolor, siempre será posible reconstruirse.

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