Un misterio infranqueable
Hace dos años que su esposo falleció. Desde ese día,
lágrimas de desconsuelo surcan las mejillas de la esposa, a la vez que su
corazón se va secando.
Se pregunta, una y mil veces, por qué esa angustiosa
soledad, ese vacío. Por qué tanto dolor. Sus corazones latían al unísono,
creando una bella melodía que los hacía tocar juntos el cielo. El amor era tan
intenso como su dulzura.
Hoy, después de largo tiempo, se da cuenta de que ya no le
queda aliento y le falta una parte del corazón. Su mirada triste, ventana de un
alma profunda, revela la grieta de su abismo existencial.
Todo giraba en torno a él. La vida de él era la suya, los
dos miraban hacia un mismo horizonte. Aquellos amaneceres que contemplaban
juntos se apagaron. Ya no hay amanecer para ella, sólo ve oscuridad y hasta las
estrellas del cielo palidecen.
Intenta tirar hacia adelante, casi sin fuerzas. Cuando hablo
con ella puedo ver, a través de sus ojos, un corazón llagado, quebrantado, cansado
de tanto llorar. Siento el grito de su alma desolada, un grito lanzado al
cielo, buscando respuestas. Ante este dolor estremecedor mi boca enmudece. Yo
también busco respuestas.
Y me parece un misterio infranqueable. Sólo puedo mirarla,
abrazarla, acompañarla en su desgarro. Ni la psicología, ni todo el saber, ni
siquiera la experiencia acumulada me es suficiente. Cuando el mar del dolor es
tan ancho las palabras no llegan y dejan de tener su efecto terapéutico. Sólo
queda la presencia, amable, delicada, compasiva, amorosa. Sólo queda hablar
desde el silencio más profundo, de corazón a corazón, sin necesidad de
palabras. Que ella sepa que estoy allí, sintiendo su dolor, haciéndomelo suyo.
La calidez de un apretón de manos y una mirada amable es lo
que puedo ofrecerle. Parece tan poco…
Sé que es insuficiente, pero he de aprender a aceptar que el
drama de la muerte es tan penetrante que no es posible llegar hasta el fondo de
un corazón roto. Me queda la oración y el silencio ante Dios, el otro gran misterio.
El amor permanece
Rezo para que un día su tristeza se torne en serenidad. Que
el duelo deje de acosarla y se libere de sus angustias, que descubra que el
final de un amor no es la muerte, sino que esta es una puerta que se abre hacia
un horizonte infinito; que la muerte no es el final de una aventura amorosa,
sino un nuevo comienzo que nos llevará a la plenitud de otra vida y hará eterno
ese amor.
Es de la esencia del amor que este no desaparezca, ni
siquiera con la muerte. El amor ya es experiencia de eternidad. Aquí y ahora
hemos de aprender que los ritmos biológicos no ahogan el ritmo del amor, que va
más allá de nuestra naturaleza humana.
Hemos de aprender a hacer una tregua con el fantasma de la
muerte, que llevamos inserta en nuestro mismo ADN, y vivirla como un proceso
natural de crecimiento humano y espiritual. Nuestra condición mortal forma
parte de nuestra realidad; somos moridores, estamos configurados para dejar un
día de existir.
Pero también sabemos que junto con el cuerpo tenemos un alma
que anhela la trascendencia. Nuestro destino no es el vacío, sino un encuentro
amoroso con las raíces más profundas de nuestro ser, nuestra fuente creadora:
Dios.
Dios es la realidad última que da sentido a nuestra vida y
hasta a la propia muerte, haciéndonos conscientes de la poderosa potencia que
tiene el ser humano cuando ama y ha encontrado la razón de su vida: el otro.
Aceptar nuestra realidad mortal
Pienso en todo esto cuando nuestras miradas se encuentran.
De mí saldría un torrente de palabras de alivio para embalsamar su corazón
llagado. Se las dirijo a Dios, y a mí mismo. Porque sé que a mí también se me
morirán personas a las que quiero con toda mi alma, pero también sé que las
historias de amor nunca mueren. Ya ahora, tengo que abrazar mi condición mortal
y la de los míos, para que, cuando llegue el momento, aprenda a ver que tras
esos ojos cerrados por la sombra de la muerte todo será como un dulce sueño,
una danza en las tinieblas con un despertar en la otra orilla, al otro lado de
la frontera, en el infinito. Aunque el cuerpo se quede ahí, inerte, el
estallido de una vida nueva lo está transformando en otra realidad que los que
seguimos vivos en la tierra no alcanzamos a comprender. Pero no por ello dejará
de producirse esta eclosión con todas sus fuerzas. Entraremos en la órbita de
algo luminoso que sólo podremos entender cuando iniciemos ese viaje.
La muerte: un reencuentro
El dolor, la angustia, la enfermedad, la soledad no pueden
fulminar este deseo tan genuino del alma: seguir viviendo en un estado de total
plenitud, con Dios. Es el destino de todas sus criaturas: volver a la fuente,
al origen, al principio. Volver a los brazos de Dios.
El adiós no es una ruptura, es un hasta luego para volvernos
a encontrar. Hemos de aprender, cuando llegue el momento, a aceptar que se
vayan los seres queridos, no hacia un abismo, sino hacia un nuevo hogar que
cuidarán con mimo esperándonos para un abrazo eterno.
Con esta esperanza los ojos no quedarán secos y podrán volver
a brillar. Las lágrimas no caerán como perlas teñidas de angustia y temor, sino
de emoción y alegría por el reencuentro. Los pulmones no se vaciarán de
oxígeno, podremos respirar aire nuevo y el corazón no latirá al ritmo de la
melancolía y la tristeza, sino al ritmo de la alegría esperanzada. Una espera
luminosa que acabará en una efusión celestial.
Ya no tendremos un corazón llagado, sino un corazón
regenerado, sanado, nuevo, porque nuestra nueva naturaleza participará de la
misma de Dios. Por él, con él y en él, todo es nuevo y todo renace. El alma
volará hacia horizontes insospechados porque ha quedado liberada de la muerte
para permanecer resucitada para siempre.
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