domingo, 20 de mayo de 2018

Un corazón llagado


Un misterio infranqueable


Hace dos años que su esposo falleció. Desde ese día, lágrimas de desconsuelo surcan las mejillas de la esposa, a la vez que su corazón se va secando.

Se pregunta, una y mil veces, por qué esa angustiosa soledad, ese vacío. Por qué tanto dolor. Sus corazones latían al unísono, creando una bella melodía que los hacía tocar juntos el cielo. El amor era tan intenso como su dulzura.

Hoy, después de largo tiempo, se da cuenta de que ya no le queda aliento y le falta una parte del corazón. Su mirada triste, ventana de un alma profunda, revela la grieta de su abismo existencial.

Todo giraba en torno a él. La vida de él era la suya, los dos miraban hacia un mismo horizonte. Aquellos amaneceres que contemplaban juntos se apagaron. Ya no hay amanecer para ella, sólo ve oscuridad y hasta las estrellas del cielo palidecen.

Intenta tirar hacia adelante, casi sin fuerzas. Cuando hablo con ella puedo ver, a través de sus ojos, un corazón llagado, quebrantado, cansado de tanto llorar. Siento el grito de su alma desolada, un grito lanzado al cielo, buscando respuestas. Ante este dolor estremecedor mi boca enmudece. Yo también busco respuestas.

Y me parece un misterio infranqueable. Sólo puedo mirarla, abrazarla, acompañarla en su desgarro. Ni la psicología, ni todo el saber, ni siquiera la experiencia acumulada me es suficiente. Cuando el mar del dolor es tan ancho las palabras no llegan y dejan de tener su efecto terapéutico. Sólo queda la presencia, amable, delicada, compasiva, amorosa. Sólo queda hablar desde el silencio más profundo, de corazón a corazón, sin necesidad de palabras. Que ella sepa que estoy allí, sintiendo su dolor, haciéndomelo suyo.

La calidez de un apretón de manos y una mirada amable es lo que puedo ofrecerle. Parece tan poco…
Sé que es insuficiente, pero he de aprender a aceptar que el drama de la muerte es tan penetrante que no es posible llegar hasta el fondo de un corazón roto. Me queda la oración y el silencio ante Dios, el otro gran misterio.

El amor permanece


Rezo para que un día su tristeza se torne en serenidad. Que el duelo deje de acosarla y se libere de sus angustias, que descubra que el final de un amor no es la muerte, sino que esta es una puerta que se abre hacia un horizonte infinito; que la muerte no es el final de una aventura amorosa, sino un nuevo comienzo que nos llevará a la plenitud de otra vida y hará eterno ese amor.

Es de la esencia del amor que este no desaparezca, ni siquiera con la muerte. El amor ya es experiencia de eternidad. Aquí y ahora hemos de aprender que los ritmos biológicos no ahogan el ritmo del amor, que va más allá de nuestra naturaleza humana. 

Hemos de aprender a hacer una tregua con el fantasma de la muerte, que llevamos inserta en nuestro mismo ADN, y vivirla como un proceso natural de crecimiento humano y espiritual. Nuestra condición mortal forma parte de nuestra realidad; somos moridores, estamos configurados para dejar un día de existir.

Pero también sabemos que junto con el cuerpo tenemos un alma que anhela la trascendencia. Nuestro destino no es el vacío, sino un encuentro amoroso con las raíces más profundas de nuestro ser, nuestra fuente creadora: Dios.

Dios es la realidad última que da sentido a nuestra vida y hasta a la propia muerte, haciéndonos conscientes de la poderosa potencia que tiene el ser humano cuando ama y ha encontrado la razón de su vida: el otro.

Aceptar nuestra realidad mortal


Pienso en todo esto cuando nuestras miradas se encuentran. De mí saldría un torrente de palabras de alivio para embalsamar su corazón llagado. Se las dirijo a Dios, y a mí mismo. Porque sé que a mí también se me morirán personas a las que quiero con toda mi alma, pero también sé que las historias de amor nunca mueren. Ya ahora, tengo que abrazar mi condición mortal y la de los míos, para que, cuando llegue el momento, aprenda a ver que tras esos ojos cerrados por la sombra de la muerte todo será como un dulce sueño, una danza en las tinieblas con un despertar en la otra orilla, al otro lado de la frontera, en el infinito. Aunque el cuerpo se quede ahí, inerte, el estallido de una vida nueva lo está transformando en otra realidad que los que seguimos vivos en la tierra no alcanzamos a comprender. Pero no por ello dejará de producirse esta eclosión con todas sus fuerzas. Entraremos en la órbita de algo luminoso que sólo podremos entender cuando iniciemos ese viaje.

La muerte: un reencuentro


El dolor, la angustia, la enfermedad, la soledad no pueden fulminar este deseo tan genuino del alma: seguir viviendo en un estado de total plenitud, con Dios. Es el destino de todas sus criaturas: volver a la fuente, al origen, al principio. Volver a los brazos de Dios.

El adiós no es una ruptura, es un hasta luego para volvernos a encontrar. Hemos de aprender, cuando llegue el momento, a aceptar que se vayan los seres queridos, no hacia un abismo, sino hacia un nuevo hogar que cuidarán con mimo esperándonos para un abrazo eterno.

Con esta esperanza los ojos no quedarán secos y podrán volver a brillar. Las lágrimas no caerán como perlas teñidas de angustia y temor, sino de emoción y alegría por el reencuentro. Los pulmones no se vaciarán de oxígeno, podremos respirar aire nuevo y el corazón no latirá al ritmo de la melancolía y la tristeza, sino al ritmo de la alegría esperanzada. Una espera luminosa que acabará en una efusión celestial.

Ya no tendremos un corazón llagado, sino un corazón regenerado, sanado, nuevo, porque nuestra nueva naturaleza participará de la misma de Dios. Por él, con él y en él, todo es nuevo y todo renace. El alma volará hacia horizontes insospechados porque ha quedado liberada de la muerte para permanecer resucitada para siempre.

No hay comentarios:

Publicar un comentario