domingo, 19 de agosto de 2018

Aprender a envejecer


Exprimir la vida


A la gente joven le gusta exprimir la vida hasta el límite. La juventud nos lanza a vivir con intensidad. Alargamos los días, como si tuviéramos miedo a quedarnos sin tiempo. La carrera es imparable. El vigor y la fuerza con constantes, «pasarlo bien» está en el centro de las motivaciones vitales. En cierto modo, es absolutamente normal. Todos hemos sido jóvenes y hemos tenido que canalizar nuestro potencial energético.

Como una botella de champán agitada, el joven necesita descorcharse. Tras muchas horas sin dormir, las resacas y el cansancio acumulado le recuerdan que su cuerpo tiene límites. Pero no quiere verlos. El joven olvida que es mortal y arriesga su vida llevándola al límite con el alcohol, las largas jornadas festivas, los fines de semana de locura, o con relaciones complejas, efímeras y a veces oscuras. El estrés psicológico, el poco sueño, las tensiones familiares y la exigencia de rendimiento intelectual ponen a muchos jóvenes en la cuerda floja.

La crisis de la madurez


Pasa el tiempo, se casan y han de asumir muchas responsabilidades familiares, profesionales y económicas. Todas ellas suponen un gran peso que los va tensando y que repercute en sus relaciones y en su entorno más inmediato: la pareja y la familia. Si tienen problemas laborales o conyugales, el conflicto se agrava. La presión es constante y han de saber lidiar con las exigencias de la vida.

Con la madurez aparece el cansancio, que se puede ir somatizando en algunas patologías físicas o psicológicas. Empieza a haber señales de progresivo deterioro, que afectan a su comportamiento y a la relación con su cónyuge. En algunos casos, esta se va enfriando y la pareja se empieza a distanciar cada vez más, sobre todo a partir de los 40 y los 50. Los hijos ya son adolescentes o jóvenes, surge el conflicto intergeneracional y se suma al peso de anteriores problemas que quedaron sin resolver. Es en esta época crítica cuando se suelen producir las rupturas matrimoniales, a veces como una huida, por incapacidad de resolver las dificultades hablando con calma y en profundidad. Otras veces se dan relaciones extramatrimoniales y se empieza a vivir en una incómoda doblez.

El peso de la familia, la inseguridad en el trabajo y la inestabilidad económica aumentan la tensión. El desgaste emocional se acentúa y las fisuras se abren en las relaciones. El vacío, el cansancio, la falta de un norte claro, preceden a la etapa más compleja desde el punto de vista de la salud física, emocional y espiritual.

Cuando el cuerpo grita


Ya a partir de los 60, y hasta los 80, o más, es cuando se manifiestan innumerables patologías. El cuerpo, que siempre tuvimos olvidado, empieza a no susurrar sus avisos, y lanza gritos inesperados. Surgen las enfermedades coronarias, los problemas digestivos o respiratorios, la hipertensión y el colesterol elevado, el insomnio y los dolores. También pueden manifestarse patologías crónicas importantes, como la diabetes, el intestino irritable y las úlceras. Y, cuando menos lo pensamos, aparece el temible cáncer.

Todo esto no es mala suerte, ni es fruto del paso de los años, sino de una larga historia de maltrato a nuestro cuerpo. Cuando éramos jóvenes aguantábamos lo que fuera. Pero a esta edad, a partir de los 60, las fuerzas ya no son las mismas y el desgaste es más acusado. El proceso de renovación celular se ha reducido mucho, nuestra flora intestinal está muy degradada, el tono vital se va apagando. La persona se encuentra ante los propios límites físicos y, además, con la incapacidad de haber gestionado de manera armónica su vida. Ha pasado de explotarla en su juventud para rendirse en su vejez, porque ha consumido sus energías antes de tiempo, extralimitándose como un cauce desbordado a la deriva. Ahora, cuando ve el abismo hacia el que corre, no sabe qué hacer.

El problema es que el desgaste no es sólo físico. A la poca fuerza se suma un deterioro cerebral y neurológico que puede incapacitarnos para reflexionar con lucidez y discernir qué hacemos, dónde estamos y qué sentido tiene la vida, ahora, para nosotros. Algunas personas están tan «rayadas» que son incapaces de objetivar la realidad y caen lentamente en una especie de limbo que las aísla, como sucede en los enfermos de Alzheimer o en otras demencias. El problema no es de la vejez: empezó mucho antes, ya de niños, cuando no fueron educados emocionalmente ni tampoco nutricionalmente.

Aprender a cuidarse


El deterioro de la edad se podría evitar o minimizar si las personas fuéramos educadas de otra manera. Se necesita valorar el descanso, una dieta equilibrada, unos criterios a la hora de elegir nuestro trabajo, nuestras formas de diversión, discernimiento para conocer nuestros límites y entablar unas relaciones serias, para sociabilizar de manera sana y equilibrada.

La sociedad promueve el consumo, el exceso, la no limitación, el capricho y lo fugaz y efímero. También se nos educa para rendir al máximo, explotando nuestros talentos y energías, para competir, luchar y vender. Se nos educa para valorar los logros y las posesiones, el éxito y la abundancia. Se nos inculca un individualismo que coloca nuestro yo por encima de todo el mundo, y nuestro deseo inmediato como brújula a la hora de relacionarnos. Y esto, a la larga, conduce a un estrepitoso fracaso.

La sabiduría tradicional siempre ha valorado la moderación, el equilibrio, la honestidad, la lucidez para discernir con cautela, el saber escuchar. Pero hoy no se fomentan estas virtudes. La gente llega a la vejez ignorando sus límites, priorizando sus intereses ante todo y sin escuchar a nadie: ni a los demás ni a su propio cuerpo. Ni siquiera a su corazón. Mucho menos a una instancia moral última. ¿Dónde quedaron los valores y las creencias, las referencias fundamentales?

Lo cierto es que muchos van afrontando esta etapa de su vida sin tomar conciencia plena de los diferentes momentos de su existencia, sin extraer una enseñanza que los oriente y les dé sentido. Hasta que un cúmulo de situaciones, que no se han sabido resolver, se va hinchando de tal manera que los envuelve como una ola gigante y naufragan. Perdidos, en la inmensidad del mar de su existencia, flotan a la deriva y gritan en su más espantosa soledad. Pero están lejos, «nadie les oye».

Impotencia y soledad


Conozco a personas mayores que se sienten así. Cuando eran jóvenes hablaban y otros las escuchaban. Estaban en otro tipo de naufragio y no se daban cuenta de que empezaban a resbalar por la autosuficiencia y la frivolidad. No escuchaban a nadie y seguían su camino, sin importarles lo que sintieran los demás.

Hoy han pasado a naufragar en medio de la soledad y la impotencia de no ser escuchados ni atendidos. Ni su propio cuerpo les obedece, porque ya no tiene fuerzas y se limita a sobrevivir nadando entre las patologías y la incerteza. Así viven muchos, en medio del oleaje, con el miedo terrible de que el mar, un día, acabe por engullirlos.

Cuántos perecen así. Muchos matrimonios viven sin vivir, sin cultivar la ternura, sin capacidad de asombrarse por el otro y por la vida, sin saber mirar con ojos nuevos a la persona amada. ¡Cuánta vida aletargada! La oscuridad ha invadido sus días. ¿Dónde quedaron aquellos tiempos felices en que se enamoraron? Ya se cansaron de cultivar, de cuidar, de mimar sus relaciones. Ya no hablan, «se lo han dicho todo». Se han ido secando hasta aceptar, porque no hay más remedio, el aburrimiento y el hastío. La llama se apagó y ahora viven en una sombra sin color, sin textura y sin pasión. Gente que he conocido, activos intelectuales que vivieron con pasión sus carreras y su trabajo científico, olvidaron la pasión por el otro. Gente valiosísima con enorme capacidad de entrega, ahora se limitan a cohabitar sin pasión y sin alegría con la otra persona, buscando cualquier ocasión para huir o revivir aquellos tiempos pasados que fueron mejores. 

Olvidaron que hay que prepararse para la etapa última. Hay que saber canalizar la fuerza que tenemos. Hay que saber enamorarse, de nuevo, de aquella persona que ha sido el alma de tu vida.

Una vejez preciosa


La vejez podría ser la etapa más preciosa, la más profunda y la más intensa. Porque el cuerpo envejece, pero el alma y el corazón pueden mantenerse jóvenes y bellos, si uno quiere.

Siempre se puede seguir aprendiendo y creciendo en el amor, ya cercana esa época en la que tendremos que vivir sin la persona que es el aliento de nuestra vida. Se necesita mucho amor y mucha madurez para afrontar esta última fase, que precederá el encuentro definitivo en la eternidad, para asumir el paréntesis de la ausencia física. La gran aventura del amor continuará y podrán volver a enamorarse con la misma pasión de los principios.

Si en la infancia y en la juventud tenemos que aprender a vivir desafiando nuestros límites, cuando se llega a la edad adulta, hacia los 50 o 60 años, es cuando empezamos a toparnos con estos límites, físicos y psicológicos. Es entonces cuando empieza la última lección de la vida: cómo envejecer armónicamente para dar el gran salto definitivo, la segunda parte de la historia que no tiene fin, porque el amor nunca muere.

Nuestra vejez empieza en el mismo momento en que nacemos. Las células, desde el punto de vista biológico, empiezan una carrera de desgaste natural. Tenemos toda una vida para aprender esta gran lección: cómo morir en paz, serenos, sanos, esperanzados.

El deterioro de los órganos, nuestro rostro y nuestra piel van acusando el paso lento del tiempo. Abracemos con realismo nuestra realidad natural y aprendamos a vivir, no corriendo, sino deslizándonos, saboreando el regalo de la vida minuto a minuto, sin prisa, contemplando, maravillándonos por la belleza que nos rodea, surcando los silencios del corazón. Allí es donde tu conciencia te habla.

Vivir amando, trabajar con un propósito vital, cuidándote, descansando, con una buena alimentación y torrentes de dulzura. Vivir agradeciendo, hacer el bien, solidarizarte con los que te necesitan, abrazar con paz y alegría las fases de la vida hasta el momento definitivo.

Sólo así la muerte no será una tragedia, sino el inicio de una etapa de plenitud y de gozo para siempre, donde la enfermedad, la soledad, el sufrimiento, no tendrán lugar, porque ya estamos fuera del tiempo. Entramos en otra dimensión, la dimensión divina, donde la oscuridad se convierte en luz.

5 comentarios:

  1. Cuanta razón tienes querido Joaquin.
    Buscamos amores ajenos y olvidamos amarnos a nosotros mismos.
    La vejez no llega con los años, la vejez llega, cuando se arruga el alma y puedes ser u viejo de 40 o un joven de 80.
    Un abrazo.

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  2. Cuanta razón tienes querido Joaquin.
    Buscamos amores ajenos y olvidamos amarnos a nosotros mismos.
    La vejez no llega con los años, la vejez llega, cuando se arruga el alma y puedes ser u viejo de 40 o un joven de 80.
    Un abrazo.

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  3. ¡Gracias por tu lectura y comentario! Si puedes, reenvíalo a quien consideres.

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  4. Benvolgut Joaquim. Reflexions d'un fet real.
    Creo que este largo y sereno pensamiento deberíamos hacerlo llegar a los jóvenes, y los que no lo son tanto, para ir preparando la vida, no de futuro en el tiempo, porqué no, sinó el futuro inmediato que son los instantes que van llegando. Si cuidamos de nosotros, cada uno en plenitud, aceptando el que somos, aprendemos a valorar, amar y, cuando amamos, todo aquello que el regalo de la vida nos da más preparados estaremos para aceptar, en mayoy o menor grado, los abatares que la vida nos va entregando. Y, entre ellos, el de la propia muerte que es el regalo por haber vivido.
    Gracias estimado Joaquín.

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  5. Una de las cosas más importantes de este texto, es que hemos de aprender a aceptar las cosas tal como vienen, ya que decimos que nos preparamos mucho, pero al pequeño contratiempo que tenemos ya nos hundimos,La fé en Jesús nos ha de ayudar.

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