domingo, 5 de agosto de 2018

Una luz que se apaga


Lucía. Su nombre significa luz. Era menuda y de ojos vivos, y su corazón irradiaba fuerza. Intuitiva y de extrema sensibilidad, era amiga de sus amigos, inteligente y capaz de atravesar la realidad con extrema finura. Constantemente se preguntaba cosas, se hacía cuestiones sobre la vida y aún más allá, sobre la realidad espiritual. Buscaba en el universo respuestas que la acercaran al misterio que quería desentrañar, pero en su búsqueda siempre se topaba con la imposibilidad de penetrarlo. Su relación con el mundo trascendía paradigmas culturales y sicológicos. Persona con grandes capacidades y talentos tenía que ir lidiando con su cruda realidad: su preocupación por Diego, su hijo, por su trabajo e incluso por ella misma.

Hablé con ella en muchas ocasiones. A pesar de nuestras posiciones opuestas en cuestiones religiosas y filosóficas, y de una cierta cosmovisión sobre los acontecimientos, desde el aprecio y el respeto sintonizábamos en aspectos éticos y sociales, que hicieron crecer nuestra amistad hasta llegar a un vínculo de fraternidad y profunda escucha mutua. Algunas tardes se acercaba a este templo, me decía que necesitaba estar en silencio, sola, para meditar tranquila. Aunque su motivación no fuera religiosa, sentía la necesidad de encontrarse con ella misma, aclararse y encontrar respuestas a su situación. Me sonreía y me daba las gracias, y hablábamos un poco de todo: familia, política, sociedad, religión y educación. Siempre con suma delicadeza y respeto. La verdad es que su mente y su corazón vivían un terremoto interior, y deseaba que las olas de su alma se calmaran; necesitaba certezas y no siempre las tenía. Así se fue acostumbrando a la incertidumbre del futuro respecto a su hijo, sus recursos, el trabajo.

En medio de esta zozobra existencial le apareció la enfermedad, que poco a poco la fue minando, generando en ella más inseguridad y un terrible vértigo ante la muerte. Inició un proceso largo de quimioterapia, que le fue consumiendo las defensas hasta agotar su sistema inmune. Todo se precipitó: las dificultades para comer, problemas gastrointestinales, incapacidad para metabolizar el alimento… La quimio destrozó su sistema digestivo y fue entonces cuando se inició la caída pendiente abajo. En su extrema delgadez la muerte la iba acechando.

Conservo la impactante imagen de verla por última vez, exhausta y consumida. Acompañé a su familia y apoyé a su madre, Milagros. Ya sólo era una cuestión de horas o algún día más. Aquel cuerpo frágil empezaba a irse de este mundo.

Recordé nuestras largas conversaciones, tan densas y sustanciosas. Eran ejercicios de apertura a una mente inquieta, pródiga y creativa. Quería verla por última vez. Me senté a su lado, ella yacía en cama, con una respiración lenta y suave. Empecé a hablarle de nuestras cosas y le agradecí poder tenerla como amiga. Su visión de la realidad había dado un matiz nuevo a mi trabajo de escucha a las personas con otros paradigmas religiosos; la suya era una forma de concebir el mundo de una manera diferente. Le tomé la mano, no sé si me oía, pero notaba sintonía en ella. Su respiración se aceleró y sus párpados se movían. El rostro permanecía sereno.

Aquel cuerpo completamente castigado era un ser humano que, como todos, necesitaba amor, dulzura, calidez y escucha. Quería que sintiera que era querida por los suyos, y también por sus amigos.

No sé si logré comunicarme con ella, pero sentí leves signos de respuesta. Tras la respiración acelerada, sobrevino la calma. La muerte la tenía próxima. Un ser humano a punto de trascender, una intensa vida se deslizaba entre mis manos.

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