sábado, 29 de septiembre de 2018

Abrazos en la cárcel


Hoy he tenido la ocasión de visitar a un buen amigo recluido en el centro penitenciario de Brians 2. Puede parecer un contrasentido, pero en esta visita a la cárcel, después de dos horas de charla, he descubierto un mar de bondad inesperada. Quiero explicar las sensaciones que he vivido en medio de más de mil quinientos reclusos que sobreviven como pueden en un entorno aparentemente normal. Pero cada preso conoce muy bien la tormenta interior en la que está sumergido. La dureza de unas leyes muy rígidas, tanto como el pavimento que pisan tus pies y los barrotes de las puertas que atraviesas, es el rostro visible de la autoridad en un centro penitenciario.

Pasé cinco controles antes de llegar a la sala de visitas. Cinco puertas de acero se abrieron y cerraron a mi paso, con un fuerte chasquido. Todo era duro y frío, y los rostros de los controladores con quienes me crucé para mostrarles mi carnet desprendían severidad.

Pude hacer esta visita gracias a un sacerdote amigo responsable del centro de Wad Ras, la cárcel de mujeres del Poblenou. Él me puso en contacto con otro sacerdote, que ejerce la pastoral penitenciaria en la prisión de Brians. Muy amablemente, me acompañó durante la visita, facilitando todos los trámites. Sin él hubiera sido muy difícil poder visitar y conversar cara a cara con mi amigo.

En este ambiente tan gélido mi asombro fue descubrir el cambio que se producía en los presos al ver llegar al sacerdote. El Padre Fabró los saludaba con extrema delicadeza y era capaz, con su talante acogedor, de romper el hielo y disipar la frialdad del ambiente, incluso del personal penitenciario. De él salían una calidez, un afecto y una amabilidad que lo convertían en un imán. Todos se acercaban y él, con gestos de cariño, escuchaba sin prisa a todos. Estas gentes, con el corazón dolorido y las vidas rotas, recibían con gratitud sus abrazos, sus besos y sus palabras de ánimo. Un torrente de ternura salía de su mirada, llena de amor y comprensión. Él, a su vez, se dejaba tocar y abrazar por los presos. ¡Qué palabras tan bellas salían de los labios de los reclusos al saludarle! Dentro de la oscuridad más densa la presencia de este padre iluminaba sus almas. Muchos ojos brillaban cuando se acercaban a este sacerdote que sólo venía a escuchar y a darles aliento, un soplo de oxígeno hasta la próxima visita.

Sí, en la cárcel, un lugar de dureza, de penitencia, he descubierto la ternura. Basta un hombre bueno, capaz de ver la humanidad en los otros. Para él no son convictos, son personas con su dignidad por encima de todo, que en algún momento han cometido un error y lo están pagando. La aplicación de la ley no siempre tiene en cuenta sus circunstancias personales y se encuentran recluidos, a veces de forma injusta, viendo cómo su vida queda partida en dos. Sufren la lejanía de sus familiares, en ocasiones también de sus lugares de origen. Los días transcurren tediosos y una soledad terrible se instala en sus almas.

Recientemente, el papa presidió un congreso sobre la teología de la ternura, en Asís. La resumió en dos aspectos clave: sentirnos amados por Dios y sentir que podemos amar en su nombre. Creo que el padre Fabró ha entendido muy bien en qué consiste esta teología, que no es otra cosa que derramar el amor de Dios, lleno de misericordia, a todas las personas, incluso a aquellas que creemos merecedoras de un castigo. Por muy grave que haya sido el delito cometido, para Dios todos son hijos.

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