Cuando llegó la respuesta, me quedé entre sorprendido y
contento. Como era de esperar, una parte importante de mi procedencia es
ibérica, más de un 70 %. La sorpresa estaba en ese 30 % restante: una parte
italiana, otra eslava, de la Europa del Este… ¡un 10 % africano! y un insólito
1,3 % melanesio, es decir, de las islas del Pacífico.
La primera reacción es preguntarse
quiénes debieron ser esos antepasados, de dónde venían y cómo llegaron a
encontrarse unos con otros para ir forjando lo que sería mi linaje. Pero más
allá de esta curiosidad, fui reflexionando con más hondura sobre los resultados
de esta prueba. La memoria familiar se pierde; como mucho, dura dos o tres
generaciones, en algunos casos más, pero no suele ir más lejos de unos pocos
siglos. En cambio, el ADN no miente: nos revela datos que nuestra memoria ha
olvidado hace mucho tiempo, y que están ahí. Más allá del apellido, más allá
del árbol genealógico, el laboratorio nos muestra que en el origen de nuestra
historia hay una mezcla variopinta de culturas y procedencias. Todos somos
mestizos y todos somos hermanos. Nuestra historia se forja sin conocer
fronteras.
Más allá del árbol genealógico
Soy ibérico, soy africano, soy eslavo y soy aborigen del
Pacífico… El mundo es mi hogar. Mi familia, la humanidad. No estoy presumiendo
de cosmopolita: mis genes así lo descubren. La fuerza de la vida trasciende
lugares, países, continentes, ideologías, religiones, culturas y naciones.
Todos somos una unidad, más allá de las abstracciones culturales y filosóficas. Somos parte de este gran mosaico
cultural, social e histórico que es la humanidad.
Y si aún vamos más allá, todos los seres vivos somos fruto de ese impulso que surgió tras el Big Bang. Una corriente de vida nos une desde las
primeras células hasta ahora.
Después de sentir en mí esta hermandad existencial con todos
los seres humanos, con todos los seres vivos, con la misma materia que forma el
universo, me dejo asombrar por otro hecho.
Soy fruto de la unión de dos células. Existo gracias a los
demás. Concretamente, gracias a mis padres. Pero también es cierto que mis
padres pudieron tener otros hijos, en vez de yo. ¿Por qué fui concebido? Mi
vida no sólo es fruto de unos padres, sino de un momento, un lugar, una
situación muy concreta.
Uno solo entre miles de espermatozoides, uno solo entre
cientos de óvulos, dieron lugar a mi ser. Yo soy una posibilidad casi imposible
entre millones, fruto de circunstancias, decisiones, encuentros…
¡Qué poco faltó para que yo nunca llegara a existir! Y, sin embargo, aquí
estoy, preguntándome por mis orígenes y maravillándome de la universalidad de
mis genes.
Solemos decir que el ser humano es nada, apenas una motita
de polvo en medio del inmenso cosmos. Y es cierto, si comparamos nuestro tamaño
con las dimensiones astronómicas del universo. Pero al mismo tiempo, entre no
ser nada y entre ser, ¡hay un abismo infinito! Decía un teólogo que
cada persona es un Himalaya de existencia, una cumbre grandiosa del ser en
medio de la nada.
Sentir esto, la mínima posibilidad de ser que tengo, y la
grandeza de estar existiendo, fruto de tantas coincidencias y de una historia
tan larga, me estremece. Y siento que en mí late una gratitud muy profunda, y
un gozo que nada ni nadie puede apagar. Porque el hecho de ser y estar vivo me
habla de una voluntad amorosa que hizo existir todo: el universo, la vida, el
ser humano, yo.
Miro de nuevo los resultados de mi ADN y siento alegría,
agradecimiento, y ternura hacia el resto de seres humanos que me rodean. Siento
que todos somos padres de todos e hijos de todos. Hermanos, al fin, en esta
gran aventura de la existencia.
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