domingo, 6 de octubre de 2019

Hijos del mundo

Hace poco me ofrecieron la oportunidad de hacerme un test genético, donde se rastrean los orígenes de la persona tras el análisis de unas muestras de ADN. Acepté, pues siempre me ha inquietado conocer mis raíces y las de mi familia, y esperé con curiosidad e interés los resultados del test.

Cuando llegó la respuesta, me quedé entre sorprendido y contento. Como era de esperar, una parte importante de mi procedencia es ibérica, más de un 70 %. La sorpresa estaba en ese 30 % restante: una parte italiana, otra eslava, de la Europa del Este… ¡un 10 % africano! y un insólito 1,3 % melanesio, es decir, de las islas del Pacífico. 

La primera reacción es preguntarse quiénes debieron ser esos antepasados, de dónde venían y cómo llegaron a encontrarse unos con otros para ir forjando lo que sería mi linaje. Pero más allá de esta curiosidad, fui reflexionando con más hondura sobre los resultados de esta prueba. La memoria familiar se pierde; como mucho, dura dos o tres generaciones, en algunos casos más, pero no suele ir más lejos de unos pocos siglos. En cambio, el ADN no miente: nos revela datos que nuestra memoria ha olvidado hace mucho tiempo, y que están ahí. Más allá del apellido, más allá del árbol genealógico, el laboratorio nos muestra que en el origen de nuestra historia hay una mezcla variopinta de culturas y procedencias. Todos somos mestizos y todos somos hermanos. Nuestra historia se forja sin conocer fronteras.

Más allá del árbol genealógico


Soy ibérico, soy africano, soy eslavo y soy aborigen del Pacífico… El mundo es mi hogar. Mi familia, la humanidad. No estoy presumiendo de cosmopolita: mis genes así lo descubren. La fuerza de la vida trasciende lugares, países, continentes, ideologías, religiones, culturas y naciones. Todos somos una unidad, más allá de las abstracciones culturales y filosóficas. Somos parte de este gran mosaico cultural, social e histórico que es la humanidad.

Y si aún vamos más allá, todos los seres vivos somos fruto de ese impulso que surgió tras el Big Bang. Una corriente de vida nos une desde las primeras células hasta ahora.

Después de sentir en mí esta hermandad existencial con todos los seres humanos, con todos los seres vivos, con la misma materia que forma el universo, me dejo asombrar por otro hecho.

Soy fruto de la unión de dos células. Existo gracias a los demás. Concretamente, gracias a mis padres. Pero también es cierto que mis padres pudieron tener otros hijos, en vez de yo. ¿Por qué fui concebido? Mi vida no sólo es fruto de unos padres, sino de un momento, un lugar, una situación muy concreta. 

Uno solo entre miles de espermatozoides, uno solo entre cientos de óvulos, dieron lugar a mi ser. Yo soy una posibilidad casi imposible entre millones, fruto de circunstancias, decisiones, encuentros… ¡Qué poco faltó para que yo nunca llegara a existir! Y, sin embargo, aquí estoy, preguntándome por mis orígenes y maravillándome de la universalidad de mis genes.

Solemos decir que el ser humano es nada, apenas una motita de polvo en medio del inmenso cosmos. Y es cierto, si comparamos nuestro tamaño con las dimensiones astronómicas del universo. Pero al mismo tiempo, entre no ser nada y entre ser, ¡hay un abismo infinito! Decía un teólogo que cada persona es un Himalaya de existencia, una cumbre grandiosa del ser en medio de la nada.

Sentir esto, la mínima posibilidad de ser que tengo, y la grandeza de estar existiendo, fruto de tantas coincidencias y de una historia tan larga, me estremece. Y siento que en mí late una gratitud muy profunda, y un gozo que nada ni nadie puede apagar. Porque el hecho de ser y estar vivo me habla de una voluntad amorosa que hizo existir todo: el universo, la vida, el ser humano, yo.

Miro de nuevo los resultados de mi ADN y siento alegría, agradecimiento, y ternura hacia el resto de seres humanos que me rodean. Siento que todos somos padres de todos e hijos de todos. Hermanos, al fin, en esta gran aventura de la existencia.

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