
El ser humano, por naturaleza, tiende a buscar la felicidad
en unas relaciones estables y duraderas. Así lo ansía su corazón cuando inicia
un proyecto familiar con otra persona. Ambos quieren vivir con armonía, es su
deseo genuino y están concebidos para esto. Por eso inician su proyecto vital
con ilusión y creatividad ingente, esperando permanecer estables. Su corazón
rebosa de entusiasmo por alcanzar sus metas. Vibran al unísono y comparten
sueños y esfuerzos por mantener aquello que tanto anhelan. Están despiertos a
todo, infundidos de una fuerza que cristaliza sus deseos para llegar a la
cumbre soñada. Pasan unos años y ambos van asumiendo responsabilidades, que en
algunos casos les provocarán estrés añadido: la familia crece, hay que
organizar el tiempo y el trabajo, los hijos piden dedicación y ambos cónyuges
deben tomar decisiones conjuntas, que a veces pueden implicar un desacuerdo a
la hora de educar a los niños y repartirse las tareas domésticas. El cuidado y
la salud de los niños en su larga etapa escolar, el trabajo, la economía, las
dificultades, posibles pérdidas de empleo, escasez y conflictos familiares
pueden ir tensando la convivencia y añadiendo un problema tras otro.
Cuando esto sucede, la relación de la pareja llega a un
estado de estrés emocional y psicológico que puede acabar en una ruptura
dolorosa, en algunos casos agravada por la violencia y el caos emocional de uno
u otro, o de ambos.
Gestionar una ruptura sin llegar a la violencia y sin utilizar
a los hijos como carne de cañón contra el otro cónyuge no siempre es fácil. A
veces la relación no sólo se rompe, sino que la presión recae sobre los niños,
llevándolos a una situación de inseguridad y culpa inmerecida. Los niños sufren
ansiedad y, a veces, depresión. La violencia entre los padres hunde los
fundamentos de su psique: cuando los padres rompen, los hijos se rompen por
dentro. Es el mayor daño que se les puede hacer. Por eso, por el bien de los
niños, hay que saber cerrar de la manera más sana posible la separación, para
que no condiciones su estabilidad ni su crecimiento futuro.
Lo vemos muy a menudo: personas cercanas que viven o han
vivido rupturas con su pareja y han quedado heridas. Los hijos, por más
doloroso que haya sido el proceso, han sobrevivido emocionalmente y han llegado
a la adultez. Llevan impreso el sello del dolor, pero han crecido y han sabido
aceptar e incluso seguir amando a sus padres, pese al daño que les han podido
causar. Hay casos admirables de hijos que han logrado una cierta paz interior.
En cambio, a veces son los padres quienes siguen en la trinchera. No han sabido
o no han querido cerrar la grieta.
Urge, por el bien de ambos cónyuges, aunque su matrimonio
esté roto, hacer un esfuerzo por sanar las heridas. Cuando no se hace, se pone
en riesgo su equilibrio emocional. Estas personas pueden caer en una depresión
cargada de resentimiento, hasta rayar la locura. Pueden caer en el victimismo
constante. O pueden adoptar una actitud agresiva y de control sobre los demás,
una violencia contenida para marcar territorio. Al final, de una manera u otra,
tensarán la relación con sus propios hijos. Pueden echarles en cara todo lo que
han hecho por ellos para exigir su sometimiento y despertar su culpabilidad, haciendo
que se sientan mal y obligándoles a responder a sus exigencias. Es una forma de
manipulación que acaba distorsionando las relaciones y provoca un fuerte estrés
en el entorno familiar. Se cae en un lenguaje hiperbólico, todo se exagera y
las palabras cortantes, consciente o inconscientemente, dañan a los demás.
Las personas que no han superado esta crisis interna incurren
en contradicciones. Aparentan amabilidad, cordialidad, exquisitez en su trato
hacia afuera. Necesitan dar una buena imagen para evitar que nadie sepa sobre
su situación. Pero, de puertas adentro, con los suyos, pueden mostrarse
implacables, duras, exigentes y críticas. Llevan a los demás al límite del
aguante, provocando tensiones, para luego justificar su conducta. Repiten
obsesivamente el ciclo, están “rayadas” en esa rueda emocional que las atrapa y
no hace más que empeorar la situación. Rebasan los límites del respeto y se
creen continuamente atacadas, bloqueando cualquier posibilidad de regeneración.
El perdón como terapia
Cuando esta experiencia produce una honda grieta anímica, la
persona se rompe totalmente. Necesitará una terapia que la lleve a ser
consciente de lo que está ocurriendo. Pero no bastará una intervención
psicológica. Será necesario que trascienda el plano psíquico e inicie un cambio
espiritual, un proceso que vaya más allá de las emociones y se fundamente en
aquello que uno cree como eje central de su vida. Pasa por una profunda
conversión que la lleve a darse cuenta de que la clave de muchos problemas
humanos está en el perdón. Tendrá que aceptar el pasado y liberarse de esos
lastres que la encadenan a la persona que la dañó. Necesitará humildad y
valentía para dar el paso. Tendrá que aceptar la historia y a aquellos que
considera sus enemigos, causantes de su dolor, hasta llegar a perdonarles en lo
más profundo de su corazón.
Solo entonces alcanzará la paz y desaparecerán las tinieblas
del alma. Muchos que han pasado por este camino sienten una profunda libertad:
a su alrededor todo se recoloca. Dejan de ver la realidad teñida de amargura.
Empiezan a renovar su vida, sus relaciones se van armonizando. La ruptura
interna puede sanar. Evidentemente, quedarán cicatrices del pasado, pero
cerradas por el amor y el perdón. Quedarán como señales de un gran dolor, pero
también de un cambio valiente y generoso que les ha permitido dar un salto
trascendente en su vida.
La persona que ha perdonado puede ayudar a otros a liberarse de su cruz.
Puede convertirse en guía y consejera de otros que sufren. Ojalá todos aquellos
que se encuentran en este tipo de situación sepan dar el salto. Dios es el
mejor terapeuta, nos ha creado y nos conoce muy bien. Él desea nuestra plena
felicidad y sólo cuando amamos y perdonamos la liberación es plena y el gozo
incesante.