domingo, 15 de diciembre de 2024

Una fe recia

Con su amiga Gabriela, leyendo en un Vía Crucis.

Ha fallecido una feligresa muy querida por la comunidad: María Dolores Herrero. Era una mujer recia, de carácter fuerte y fe sólida e inquebrantable.

No concebía su vida sin la comunidad cristiana de San Félix: participaba asiduamente en las celebraciones y en todos los eventos parroquiales. Era una mujer totalmente integrada que amaba a su parroquia.

La eucaristía estaba en el centro de su vida, y no faltaba cada mes a la Adoración al Santísimo. El rezo del Rosario era su alimento diario, así como el rezo del Vía Crucis en Cuaresma y Semana Santa. Era una mujer profundamente piadosa y vivía con intensidad los tiempos litúrgicos, que marcaban su calendario vital.

María Dolores formó parte del coro durante muchos años, fue miembro del consejo pastoral, animó y promovió el rezo del Rosario y las novenas más señaladas, así como el Vía Crucis, y siempre que se celebraba alguna fecha especial, allí estaba. Una cristiana totalmente comprometida con la comunidad.

Su fe era auténtica y sincera, y esto impregnó toda su vida, dejándonos un legado de valores humanos y cristianos y el testimonio de una persona íntegra y honesta.

Todos sentimos su ausencia, tanto la familia como la comunidad. Ha dejado un vacío muy grande, pero sabemos que la muerte no es el final. Ella creía firmemente en la resurrección. Sabemos que en la eternidad se encontrará con los suyos, con Jesús, su gran amado, y con la Santísima Virgen, a la que tanta devoción tenía.

Y, desde el cielo, también velará por su familia y por su parroquia, mientras esperamos el día del reencuentro ante Dios.

Murió el 14 de diciembre, el día de San Juan de la Cruz. María Dolores estaba muy en sintonía con la mística carmelitana de santa Teresa de Ávila y san Juan. Seguramente Teresa la habrá recibido con alegría en el cielo.

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Jesús conoce nuestra naturaleza. Sabe que nos duele la muerte y que ansiamos una vida eterna junto a los seres amados. Por eso se adelanta y nos promete un lugar a su lado y con aquellos que hemos querido. Porque Dios, que nos ama infinitamente, nos ha dado un alma que no muere y la promesa de una resurrección. Esta esperanza alivia nuestra tristeza y colma nuestro deseo de eternidad.

Los discípulos de Jesús le preguntan: ¿Cómo iremos a donde tú vas? Jesús les responde, a ellos y a nosotros, hoy: Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie va al Padre sino por mí.

María Dolores ha encontrado el camino que la ha llevado a la plenitud espiritual. Ha encontrado la única verdad, que es Jesús. Y ha encontrado la Vida, ahora con mayúscula. Una vida que nunca se acaba, para siempre.

domingo, 8 de diciembre de 2024

El tiempo como terapia sanadora


¡Cuántas veces decimos que nos falta tiempo! No tenemos horas suficientes para hacer todo aquello que queremos. Pero, en realidad, no es tiempo lo que nos falta, sino sabiduría para utilizarlo.

El hombre no sería sin el tiempo y el espacio: existimos en estas dos dimensiones. Sin ellas no sabríamos dónde estamos ni qué hacemos. Sin un uso correcto del tiempo estamos perdidos y desorientados.

Todo necesita del tiempo. Desde nuestra concepción hasta nuestro nacimiento, el embrión necesita el tiempo necesario para culminar su crecimiento y maduración antes del parto. El tiempo de lactancia también es importante. Es maravilloso ver cómo el niño se va desarrollando, cómo sus órganos vitales maduran, sus huesos crecen y se afirman, hasta que llega el momento de aprender a caminar. Mientras tanto, el pequeño se ha ido comunicando con sus padres y con el mundo que tiene alrededor, ha abierto los ojos y los oídos, quizás ya balbucea sus primeras palabras.  Pero pasarán muchos años antes de que se convierta en un adulto.

No sólo necesitamos tiempo para nuestra maduración fisiológica, sino para adquirir una personalidad e ir forjando lazos en nuestro entorno. Padres, hermanos, amigos llenan nuestra infancia, adolescencia y juventud. Cada ciclo es una etapa larga donde se dan complejos procesos emocionales y mentales que contribuyen a reafirmar nuestra identidad. Con la adultez, ya somos capaces de tomar decisiones en nuestra interacción con el mundo.

Como vemos, el tiempo es el océano donde todo se sumerge: nuestra vida, nuestra historia, nuestro presente. Somos herederos del tiempo de nuestros ancestros y estamos poniendo los cimientos al de nuestros sucesores.

El arte de usar bien nuestro tiempo

Pero vayamos a un aspecto más práctico, que es el uso que le damos a nuestro tiempo.

Vivimos inmersos en una cultura del activismo y del estrés. ¡Queremos hacer tantas cosas! Llenamos la agenda de compromisos y nos lanzamos al frenesí. Queremos exprimir tanto el tiempo que al final nos agotamos y acabamos extenuados. El tiempo se nos queda corto. No lo sabemos gestionar bien y esto nos puede llegar a enfermar o a diezmar nuestra vida.

¿Cómo evitar el cansancio y la sensación frustrante de no llegar a todo?

Primero, hemos de priorizar. Hemos de hacer lo que tenemos que hacer, ni más ni menos. Quizás tendremos de decir no a unas cuantas cosas.

Después, hemos de aprender a ir más despacio. Nuestro cuerpo está preparado para soportar la tensión, el peligro y la prisa. Para ello genera cortisol, la llamada hormona del estrés, que nos permite concentrar la energía y reaccionar con rapidez. Pero un constante flujo de cortisol, cuando ya no hay motivo para quedarnos en estado de alarma, mina nuestra salud y a la larga causa dolencias indeseadas. La prisa y el exceso de obligaciones y tareas generan una constante emisión de cortisol en nuestro cuerpo, y esto afecta a cómo funciona nuestra mente.

Repartir nuestro tiempo en las tareas realmente necesarias nos asegura vivir de una manera más serena y confiada. Hay que separar lo que es importante de lo que es urgente y lo que no. Para ello se requiere tener las cosas muy claras, y esto nos permitirá tomar las decisiones acertadas. Una constante tensión nos impide razonar con claridad y nos agobia, porque no sabemos por dónde empezar ni cuándo terminar. Perdemos el tiempo estirándolo como un chicle y luego aflojando, porque estamos agotados. Una excesiva autoexigencia puede romper por dentro a la persona y dañar su desarrollo social.

Perder el tiempo es, en cierto modo, desperdiciar la vida. Para evitarlo, es necesario tener claro un propósito vital y no ir vagando, sin norte, dando vueltas hacia ninguna parte.

Tenemos que dirigirnos. ¡Cuánta gente camina sin rumbo, sólo porque ha sido incapaz de usar bien su tiempo! Cuando uno tiene claro su tiempo y su realidad, hasta llegará un momento en que le sobrará tiempo y podrá emplearlo en aquello que también es importante más allá del trabajar y cumplir con los compromisos.

Tres dimensiones vitales

En la vida hay tres momentos que, sí o sí, hemos de compaginar. El primero es un tiempo para uno mismo: el más importante, pues nos ayuda a definir el sentido de nuestra vida, a familiarizarnos con nosotros mismos y conocer nuestra vocación más genuina. Este es el tiempo para el diálogo con uno mismo, para rezar, contemplar, callar, mirar alrededor. Zambullirnos en la realidad pide tiempo.

Otro momento vital es el tiempo para desarrollar la potencia creativa de cada cual. Descubrir a qué hemos sido llamados, desplegar nuestras capacidades profesionales y sociales y obtener los recursos que nos permitan vivir con dignidad. Ofrecer al mundo lo mejor de nosotros mismos, social y laboralmente, sin que esto lleve a una esclavitud. Hay que dedicar el tiempo necesario a esto, sin quitarlo de otros aspectos fundamentales.

Pero hay otro tiempo que, para mí, es crucial: el tiempo de convivencia para tratar con aquellos que viven en tu entorno más inmediato, aquellos que amas y has elegido para crecer con ellos. Este tiempo intermedio entre el personal y el profesional es el elemento que armoniza nuestra vida social y nuestra vida íntima. Estar solo, desarraigado, o vivir inmerso en mil tareas puede impedirnos tener una perspectiva balanceada. El tiempo con los más cercanos es el eje que equilibra toda la vida. Compartir tiempo con los demás, en la convivencia, nos ayuda a ver más claro, a contrastar y discernir las decisiones que tomamos. Dará luz a todo cuanto hagamos.

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Quien aprende a gestionar su tiempo vive con más libertad, y la libertad es un motor que nos ayuda a vivir de forma coherente desplegando la fuerza de nuestro corazón e inteligencia. Quien vive así, más allá de todo logro, descubre el sentido de la vida y alcanza la plenitud del ser.

domingo, 17 de noviembre de 2024

Una vida volcada a los demás

Conocí a Ana hace unos años. Es una persona sencilla y cercana, que formaba parte del tejido social del barrio. Muy amable y acogedora, era fácil conectar con ella y quererla.

Bajo su aparente sencillez se escondía una mujer con gran personalidad y profundas raíces religiosas y morales. Frágil de aspecto, era fuerte en sus convicciones. Creía en la fuerza de la oración y rezaba cada día, por su hija y por sus familiares. Como una vela encendida, desprendía luz que iluminaba su entorno más cercano.

Un rasgo muy propio de ella era su alegría vital. Entusiasta y servicial, sabía cuidar a los suyos con gran esmero y cariño. Era una gran cuidadora. Además, atendió a muchas personas enfermas en la Clínica de Lourdes, donde trabajó largos años. La vida no le fue fácil, pero en medio de las dificultades siempre estaba atenta a los demás. En su círculo más íntimo sabían que podían contar con ella cuando la necesitaran.

Pese a su aspecto menudo y frágil, tenía una enorme capacidad de servicio y una energía inagotable. Sabía acoger con serenidad y transmitía esperanza, de ahí que generase vínculos con numerosas personas que le abrían su corazón.

Ana María procedía de Albacete, de un pueblo llamado Villavaliente. Era la segunda de los seis hijos que tuvieron Victorino y Gabriela, y la mayor de las niñas. Muy joven le tocó vivir unas circunstancias difíciles: a temprana edad tuvo que cuidar de sus padres, enfermos, y de sus hermanos menores. Pese a su juventud, mostró una entereza y una madurez asombrosas, asumiendo la responsabilidad de la familia. Nunca se quejó, pues sus padres lo eran todo para ella, y lo demostró con su amor incondicional. Estuvo allí donde le tocó estar y se convirtió en la guardiana y cuidadora de la familia. Sus hermanos menores, Brauli, Matías y Víctor la consideraban como una segunda madre.

Su bondad y humanidad la llevó a cruzarse con muchas otras personas. De manera providencial conoció a Rosa, su amiga del alma, que ahora siente una gran pérdida. Con el paso del tiempo tejieron una sólida amistad con raíces cada vez más hondas. Eran como hermanas y mantuvieron la frescura de su afecto durante cuarenta años. Se ayudaban, se acompañaban, compartían muchas cosas, se querían. Rosa era como parte de su familia y ahora siente un profundo vacío. Solo la esperanza de una vida eterna mantiene su fe en el reencuentro.  

Ana se fue el día 15 de octubre de 2024. Su pérdida ha conmocionado a la familia, los amigos y vecinos del barrio, pues tenía un trato amable y cordial con todos. Era una mujer pequeña de cuerpo, pero grande de alma. La bondad que reflejaba su rostro se traducía en una capacidad especial para empatizar con la gente. No dejaba a nadie indiferente. Dejó huella en el corazón de muchos por su dulzura y su discreción. Se deslizó por la vida sin ruido, creciendo humana y espiritualmente. Hablaba con suavidad y en su voz se traslucía una rica vida interior. Su fe, que la llevó a formar parte de la Legión de María, sostenía su vida y sus valores.

Hoy, su hija Encarna, sus hermanos y familiares sienten una profunda desolación. Su presencia amable se ha convertido en una ausencia difícil de asimilar, y así lo sienten todos los que vivían en su entorno. Los recuerdos pueblan la memoria y aumentan la sensación de pérdida.

Así era Ana, esta mujer sencilla y discreta que supo crear un fuerte tejido social a su alrededor, alimentado con sus muestras de afecto y su incansable entrega, pese a las limitaciones que tenía. Su existencia ha sido un regalo para todos los que la hemos conocido. 

domingo, 10 de noviembre de 2024

«Ens en sortirem!»

Nuria Piqué Viadiu nació el día 8 de agosto de 1942 en Mura, población medieval del Bages, de la que ella guardaba gratos recuerdos de su infancia. Sus padres, Salvador y María, tuvieron cuatro hijos. Uno de ellos falleció siendo pequeño. Pedro, el mayor, está casado y tiene tres hijas: Montserrat, Nuria y Asun, madre de Yusuf y María. Los sobrinos nietos eran la alegría de Nuria. Fina, su hermana menor, murió a causa de un accidente de coche. Su recuerdo era frecuente pues era una persona de mucha valía que dejó un recuerdo imborrable para quienes la conocieron.

Nuria fue a la escuela de Mura y luego hizo cursos de costura en Manresa. En esta ciudad estableció amistad con una persona del Opus Dei que impartía medios de formación a varias amigas. Más tarde trasladó a Barcelona para matricularse a un curso de corte y confección en la Escuela Pineda, obra corporativa del Opus Dei, situada en la avenida República Argentina. Al terminar los estudios se facilitaba trabajo a las alumnas en establecimientos de prestigio de Barcelona. Pero Nuria, al conocer mejor el Opus Dei en la escuela, pidió la admisión como agregada.

Pronto colaboró en la escuela Pineda dando a conocer todas las ramas de Formación Profesional que se impartían allí, así como la  titulación de Graduado Escolar, necesaria para formalizar un contrato de trabajo. Estos cursos eran becados si accedía a ellos un número determinado de alumnas. Nuria, con su Citroën «dos caballos», recorrió varias ciudades de España dando a conocer esta oportunidad de estudio y empleo en la Escuela Pineda a numerosas alumnas que finalizaban la Educación General Básica.

Por la escasez de espacio se vio la conveniencia de establecerse en Bellvitge, zona de Hospitalet que crecía rápidamente en los años de severa inmigración. Los estudios de Formación Profesional impartidos en Barcelona se trasladaron allí. Nuria colaboró muy activamente en la instalación y luego en el mantenimiento de la Escuela Pineda, que amplió estudios con Enseñanza Primaria y Secundaria, llegando a contar con ochocientas alumnas matriculadas. Nuria contribuía impartiendo educación cristiana a distintos niveles.

Trabajadora incansable, asumía con responsabilidad y un profundo espíritu de servicio su tarea. Allí donde estaba sabía generar un buen clima. Le gustaba que las alumnas estuvieran a gusto; por eso ellas la buscaban para pedirle los menús más apetecibles para ellas.

Otra dedicación laboral se le presentó al ofrecerle el IESE (Escuela Superior de Empresas) la corresponsalía de libros para los alumnos de máster, procedentes de varios países del mundo.  Orientada por los profesores y su gusto por la lectura, facilitaba a los alumnos los ejemplares más adecuados a su especialidad y de formación cristiana en varios idiomas. Se dedicó a estas labor hasta su jubilación.

Su amor por la lectura era extraordinario: disfrutaba leyendo y había en ella una inquietud por el saber y por llegar al fondo de las cosas. Intentaba sacar el máximo jugo de los libros y quería que sus compañeras de vocación también conociesen a fondo los textos que proponía.

Nuria Piqué poseía una fuerte personalidad. Recia y convincente en sus principios morales y religiosos, se distinguía por su entrega y servicio a los demás. Ante las situaciones complejas, siempre sabía ver el lado positivo y extraer algo bueno. Para ella todo sumaba y aprovechaba todo lo que pudiera aportarle la vida. Miraba las cosas con una óptica amplia, como si las viera desde el más allá. Una expresión muy suya definía su actitud vital de total confianza en Dios: «Ens en sortirem!», decía, en su catalán materno.

Tanta era su fe que, aunque pasara por situaciones extremas, tenía la certeza de que Dios actuaría en la historia.

En su última etapa, ya jubilada, padeció una enfermedad que limitó su vida y sus quehaceres, pero supo afrontar con serenidad y lucidez los últimos tiempos, con gran realismo y muy consciente de su situación, incluyendo los cambios anímicos. Poco a poco, a medida que se acercaba su final, añadía a su lema una coletilla de total abandono: «El que Déu vulgui». Especialmente lo decía en los momentos más duros de su enfermedad.

Núria murió el día 15 de octubre de 2024. Todos los que la conocieron y trabajaron con ella la recordarán con enorme cariño y gratitud.

domingo, 3 de noviembre de 2024

En memoria de Pilar González


Pilar nos ha convocado y desde la parroquia de San Félix queremos manifestar nuestra profunda gratitud, primero por haberla conocido. Recuerdo ese día, el 19 de septiembre de 2010, hace catorce años. Ella se interesó mucho por el nuevo cura que tomaba posesión de la parroquia. Era una mujer inquieta, muy abierta. Después de la celebración nos saludamos amigablemente y comentó que había quedado muy contenta de conocer al nuevo párroco. Ese fue el inicio.

Agradezco a Dios haberla conocido porque, ¿qué puedo decir de Pilar? Una mujer apasionada, entregada, servicial. Supo encajar perfectamente en esta parroquia, ofreciendo todo su saber. Inquieta intelectualmente, con una enorme formación académica en psicología de grupos, impartió su conocimiento al grupo de voluntarios del comedor social. Fue una experiencia muy interesante. También estuvo en el consejo pastoral de la parroquia.

Su presencia ya era un valor en sí. Era una mujer activa, no quería quedarse en casa. Participó en el grupo de tertulias y organizó varias charlas. Y mantuvo conversaciones intensas con los voluntarios del comedor, cuando se quedaban un ratito a comer juntos.

Por eso quiero agradecer, como rector, que Pilar haya pasado aquí un tiempo largo y haya dejado su estela. Era una persona que vivía su vida como una auténtica vocación.

También quiero agradecer que tanto ella como Manuel, su esposo, confiaran en mí para la publicación de algunos libros. Entre ellos, Los templos vacíos, de Manuel, e Instantáneas, un libro fresco y precioso que habla de momentos clave de la vida de Pilar, en pinceladas.

Pilar supo sintonizar su amor a las ciencias con su fe. Para ella no era un problema conjugar su enorme capacidad intelectual y su inquietud filosófica con la sencillez en la fe. Sabía estar como una más entre los feligreses, y me gustaba esta normalidad en ella.

Pilar ha dejado un testimonio en esta parroquia. Y, por lo que veo, también en el mundo académico ha dejado una huella profunda entre sus alumnos y en su entorno. Pilar mordía la vida. Su inquietud la llevó a viajar y a ser innovadora en la investigación psicológica.

Sé que es inevitable evocar recuerdos. También era alguien con una enorme personalidad. Defendía sus ideas con vehemencia y empuje. Creía en lo que hacía, vivía y sentía.

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Jesús dice: «Que no tiemble vuestro corazón». Es inevitable que el corazón tiemble cuando alguien muy querido se va. Con él se va la amistad, todo lo que significaba esa persona. Pero Jesús dice que irá a prepararnos un sitio, y cuando vuelva, nos llevará consigo. ¡Qué esperanza nos da! La muerte no es caos, no es vacío, no es absurdo. No es oscuridad y sinsentido, al contrario. Justamente la muerte es el tránsito a una nueva Vida con mayúscula, una vida llena de luz. Así nos ha concebido Dios: no para que muramos y ya está. Es necesaria la transformación para dar un salto y proyectarnos hacia la trascendencia. Qué paz saber que él, cuando se fue, dijo: «Me voy, pero estaré siempre con nosotros».

Ella se ha ido, pero Jesús ya le ha buscado un sitio, una morada preciosa, una estancia junto a Dios, en la eternidad.

«Yo soy el camino», dice Jesús. Es un camino apasionante que Pilar supo vivir con su amor a la ciencia y a la fe.

«Yo soy la verdad.» «La verdad os hará libres.» Pilar era una persona realmente libre. Cuando quería algo, se lanzaba con fuerza y tenacidad. Su verdad, detrás de la psicología de grupos, era el deseo de que los grupos mantuvieran una unidad, sintonizaran, crecieran. Ella aplicaba esta dimensión gregaria de la humanidad a los grupos que formaba, tanto en la empresa como entre amigos, en la iglesia y en la universidad.

La verdad es también unidad, y ella, en su grupo, lo llevó a la práctica.

«Yo soy la vida.» Pilar la ha vivido intensamente, porque más allá de la ciencia, sabía que todo está sostenido por el Creador que ha hecho posible su existencia. Incluso todo aquello que podía dar, porque era una mujer privilegiada, pues sabía comunicar extraordinariamente bien, era un carisma muy especial de ella.

Una vida intensa, apasionada, bella, generosa. Pilar estallaba de plenitud. Ahora, está viviendo la Plenitud en mayúscula. Aquí la vivió entregándose, ahora está allí, disfrutando quizás de una cierta calma, porque su vida fue trepidante; de la paz interior con Aquel que es la fuente de su esencia, de su vida. Me decía esto: «Yo no soy sin Dios, todo me lo ha dado.» Todo el saber, el amor por todo lo que ha hacía vibrar: filosofía, cosmología, ciencia.

Tanto la comunidad como yo estamos muy agradecidos por haber conocido a Pilar y a su familia. Nos ha dejado un legado y ahora disfruta de la presencia amorosa de Dios en la eternidad.

domingo, 27 de octubre de 2024

El arte del Creador


Sentir la creación es detenerse para bucear en las aguas de la belleza. Admirarla es fundirse en ella: respiras, y te sientes vivo en su abrazo.

En mis paseos matinales, avanzo como un nadador en un océano de maravillas. En otoño, al salir a caminar, el mundo aún está sumido en la penumbra. Las farolas permanecen encendidas, y su luz impide distinguir las estrellas en el cielo. Los coches, que ya comienzan a circular, con el roce de sus ruedas sobre el asfalto y el brillo de sus faros, parecen robarle a la noche algo de su magia y misterio.

Pero al acercarme al mar, la calma se instala en mí, y percibo la claridad de la luna extendiendo su luz sobre el manto del amanecer.
El descanso nocturno nos repara, tanto en el cuerpo como en la psique: nuestras células se regeneran y el equilibrio regresa. La mente se vuelve más lúcida y el ánimo florece. Pero más allá de esta renovación física, el paseo matinal despierta en mí una emoción estética. Cuando alcanzo el paseo marítimo y el mar se despliega ante mis ojos, el cielo se tiñe de tonalidades infinitas: nubes oscuras sobre el agua se alzan como montañas escarpadas; el sol, aún oculto, irradia destellos de rojo, salmón y oro en el horizonte, como un preludio del amanecer. Observo este magnífico lienzo y siento la obra del Creador derrochando belleza; un estremecimiento recorre mi ser.

Sigo caminando, flanqueado por luces que parecen antorchas encendidas, señalándome el camino en la penumbra hacia el estallido de luz y color que me espera. A menudo, me encuentro completamente solo, y esa soledad intensifica la experiencia.

En la playa, contemplo cómo cada amanecer es una obra nueva, distinta, trazada por la mano del Creador. Sus pinceladas me ofrecen una vista que ninguna imaginación humana podría replicar. Absorto ante el espectáculo de un nuevo día en ciernes, pienso: ¡Qué regalo tan inagotable! Tanta belleza abundante, y nosotros, en la cúspide de esta creación amorosa. Dios nos ha brindado el mundo como el mejor de los hogares, un don especial. Por eso, debemos aprender a cuidarlo y preservarlo.

Ojalá pudiéramos descubrir en la naturaleza el amor de Dios hacia su criatura. Sumergirnos en el silencio y la calma de la mañana nos hace sentir vivos, recordándonos que la vida cobra sentido cuando saboreamos el pulso de un nuevo día, uno más, entregado para que valoremos lo que tenemos y lo que somos. Solo así podremos vivir en plenitud, agradeciendo y amando todo lo creado, y muy especialmente al ser humano, reflejo de Dios. 

La hermosura que contemplo cada mañana palidece ante el insondable misterio del hombre, consciente de sí mismo y de su Creador. Esa es la diferencia con el cosmos, que carece de consciencia. El hombre, en cambio, sí la tiene, y se estremece cuando sus ojos se recrean ante tanta belleza.

martes, 17 de septiembre de 2024

Un Pilar Sólido

Este escrito quiere recordar a Pilar Socías, una persona con profundas convicciones, compacta y fuerte. Ha sido sostén de su familia, volcada a ella con una entrega sin medida. Para Pilar, su familia era sagrada. Quería siempre lo mejor para los suyos y no escatimaba esfuerzos para cohesionarla. Era lo primero en su vida.

Cuidó especialmente la relación con su hija. Su sintonía y conexión era total. Los sufrimientos que fue padeciendo no rebajaron la intensidad de su amor materno filial. Conservó su madurez y serenidad frente a las diferentes enfermedades que tuvo que soportar. Mujer tenaz y valiente, luchó afrontando las dudas y temores que seguramente surgieron en su interior. Pero su visión trascendente de la vida la ayudó a manejar situaciones límite. Pilar era una auténtica guerrera y jamás decayó en su esperanza. Nos ha dejado el ejemplo de una luchadora incansable hasta el final.

Pero no todo eran luchas: Pilar tenía una sensibilidad especial, que se manifestaba en su amor a la literatura. Pertenecía a un círculo de lectura que semanalmente se reúne a leer obras de los grandes clásicos. Navegando entre sus pasajes ahondaba sobre la realidad humana con extrema finura y penetración.

Roca firme en sus principios y convicciones, mantuvo su elegancia humana durante todas las etapas de su itinerario hasta el final. Demostró su valentía en medio de la incerteza y una tranquilidad última donde se vislumbraba la esperanza. Lo dio todo, hasta en los momentos más duros. Su amor a la familia la sostenía y puso todo su empeño en mejorar su salud, con tenacidad increíble, probando toda clase de remedios.

Pero no fue suficiente. La vida a veces es así, pero el rayo de luz interior que la iluminaba se ha convertido en un legado para todos: su hija Elena, su yerno Víctor, sus nietos Bernat y Aran, para ti, Ferran, para sus amigos.

En las últimas semanas de su vida tuve la oportunidad de hablar con ella. Participaba cuanto podía en la misa dominical y me di cuenta de que, tras su aspecto sencillo y su serena presencia en su corazón se escondían enormes valores. Era un cofre lleno de perlas: amabilidad, atención, deseo de servir y ayudar, amor. El destello de su mirada se iba apagando, pero aún vivía con intensidad. Aunque la vida se le escapaba, su corazón nunca dejó de vibrar.

Ahora, desde el cielo, seguirá protegiendo a los suyos. Como madre, abuela, compañera y amiga, supo dar lo mejor de sí misma. Aunque tuviera dudas, el cielo no es solo para los que creen, sino para los que aman. Esta es la promesa que Jesús nos hizo. Por eso tengo la certeza de que algún día, por encima de lo que nuestra razón pueda entender, Pilar nos estará esperando en un lugar más allá de las estrellas, en la eternidad.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Silencio reparador

Como bien sabéis muchos de mis lectores, en verano procuro pasar unos días lejos de mi lugar habitual de trabajo para descansar, revisar el curso pasado y planificar el que se inicia en septiembre. Es un tiempo de sosiego y calma interior, un cambio de ritmo e intensidad en mis quehaceres, que me ayuda a focalizar y orientar el nuevo curso, con el fin de mejorar y que suponga un mayor crecimiento humano y espiritual. Se trata de perseverar y acertar en mi cometido pastoral. Para esto necesito retirarme para cambiar de perspectiva y ver interiormente dónde estoy y si todo lo que hago está en sintonía con lo que soy y con mi misión. Un profundo análisis se hace necesario para no caer en errores y mejorar toda la labor. La finalidad es dar los frutos deseados en la ardua tarea de dirigir una comunidad llamada a vivir de manera coherente y sintiéndose parte de un proyecto común.   

Un ritmo sosegado

Cuando disfrutas de un espacio en medio de la naturaleza, de inmediato te das cuenta de que el ritmo interior se desacelera y la calma te invade. Te percatas de la velocidad interna y el ritmo frenético que has incorporado vitalmente en tu día a día. Pero en el campo la velocidad disminuye y eres más consciente del presente y hasta de tu propia respiración. La carrera cotidiana se convierte en un caminar; la mirada se vuelve más lúcida y la capacidad de análisis se agudiza. Una mayor clarividencia te ayuda a penetrar con más profundidad en todo cuanto te rodea.

Es entonces cuando estás preparado para bucear y divisar los corales submarinos del mar de tu existencia; descubres el enorme tesoro de tu corazón, que has olvidado con el frenesí diario que te impide ser consciente del potencial espiritual que todos llevamos dentro.

El silencio

La segunda cosa que observo es que no sólo nos hemos acostumbrado a la velocidad, sino al ruido como algo natural. Hemos integrado la contaminación acústica como parte de nuestro día a día y el cerebro se nos ha acostumbrado sin darnos cuenta. Esto afecta no solo a nuestra psique, sino también a los finos capilares de nuestro oído, dejando secuelas neurológicas. El ruido dispersa y aturde; es un ataque directo a la armonía interior. El ruido no nos deja escuchar bien, interfiere en las comunicaciones y mengua la calidad de las relaciones humanas. Pero lo peor es que acabamos necesitando el ruido para no sentirnos solos; nos envolvemos de todo tipo de ruido porque nos asusta vivir el presente de verdad.

Hemos de distinguir entre el ruido provocado por la propia actividad humana y laboral entre el ruido que producen las músicas adictivas que sirven como refugio y escape a tantas personas. La música las ayuda a aislarse del entorno.

Hay otro ruido, que es el que llevamos dentro: es el runrún de nuestra mente que no sabe cómo parar. Todos estos ruidos van fragmentando a la persona y la incapacitan para ver su propia vida con objetividad.

Una vez llegas a un marco natural donde el ruido cesa los únicos sonidos son los propios de la naturaleza: el viento, los pájaros, el murmullo de los árboles, y el silencio del campo. Este silencio, que a los místicos les ayuda a caer en éxtasis, no es un silencio que asusta, sino todo lo contrario. Te hace sentir una experiencia nueva de conexión íntima con Dios y con la creación. Es un silencio que te catapulta hacia la inmensidad del cosmos de tu corazón, una vibración íntima que tiene que ver no sólo con lo que sientes, sino con la certeza de que hay algo más allá de lo empírico y lo racional. Tiene que ver con el descanso del alma, una experiencia sublime que te invita a entrar en comunión con Aquel que es la razón de tu vida.

Dejarse amar

En esta situación no se trata de hacer, sino dejar que te moldee con la dulzura de su amor. Dios, que te ha creado, te hace descubrir la belleza de un amor que te envuelve y que sólo puedes vivir cuando paras, cuando dejas de controlar el tiempo, cuando te dejas mecer por sus manos llenas de ternura, cuando parece que todo se detiene y el centro de tu vida es Él.

Él es quien ha hecho posible mi existencia, mi propósito, mi vocación. Él hace posible que yo pueda amar y dejarme amar. Sólo cuando me dejo penetrar por el silencio que repara me siento, regenerado, resucitado. Puedo nacer de nuevo, soy otro. Ya no soy el mismo ese que toca con sus manos el cielo y que empieza a descifrar el lenguaje del silencio, una melodía que viene de lo alto y que me revela mi indigencia, mi radical dependencia de lo sobrenatural.

Estos sorbos intensos de silencio me ayudan a reafirmarme en mi propia identidad vocacional. Por eso necesito dejar el ruido, apartarme unos días y beber de la fuente de aguas cristalinas de Dios.

domingo, 1 de septiembre de 2024

La vida, un regalo


Existir es más que ser o estar. La existencia es ser consciente de que vives, y eres más que un conjunto de células y reacciones químicas; eres más que un metabolismo que se alimenta; más que una serie de órganos que funcionan sin que tú los orquestes. Sí, eres mucho más que el latido de tu corazón y la riqueza de los cinco sentidos, más que la suma de tus sensaciones y tus reacciones emocionales; más que el asombroso equilibrio físico y mental que te permite vivir y caminar sobre este mundo.

Es verdad que para estar vivo es necesario todo esto. Pero una vez hemos cubierto nuestras necesidades básicas, tanto materiales como emocionales, no podemos quedarnos aquí. Somos más que un cuerpo, y para vivir más allá de lo material necesitamos dar sentido a nuestra vida.

Todos tenemos anhelos y buscamos la felicidad. Es algo innato, y nos hace trascender de la pura necesidad y de las dependencias. Cuando somos conscientes de que la vida se nos ha dado, comprendemos que hay que dar fruto, y este consiste en amar y entregarse mutuamente para hacer posible la vida de otros seres. Nosotros somos fruto del amor y de la generosidad de nuestros padres. Por tanto, vivir y existir es mucho más que «ir tirando» o dejarse llevar hacia no se sabe dónde.

Vivir es experimentar el misterio insondable de la existencia.  Es estremecerse ante la belleza de la creación y admirarse ante el secreto oculto que hay en el corazón humano. Es enamorarse del mundo e instalarse en una gratitud inmensa. Vivir es desafiar tus propios límites y abrazar la realidad tal como es, sabiendo descubrir el tesoro de la amistad como experiencia sublime. Vivir es también aceptar los límites de los demás que a veces te quitan la paz interior. Vivir es siempre aprender.

En su búsqueda incesante de la verdad, la belleza y el amor, todo ser humano mira más allá de sí mismo, trascendiendo de su propio yo y abriéndose a la realidad que le rodea. Se hace consciente del dolor, pero el mal y el dolor no son razones suficientes como para dejar de luchar por su propósito vital.

Vivir es deleitarte ante la inmensidad del cosmos, de las estrellas, del gran lucero nocturno que sale al oscurecer. Su luz te acompaña en las sombras de la noche, donde también puedes contemplar la silueta de las montañas y la claridad de un trigal que se mece en la brisa de la noche. Vivir es respirar, consciente de tu yo más íntimo. Vivir es dejarse mecer por una mano invisible y amorosa que te acuna cuando te invade la tristeza. Vivir es inhalar el oxígeno que te mantiene vivo. Sin él, tu vida se apagaría.

Vivir es mirar el sol al amanecer, cuando surge como diamante luminoso sobre el mar en calma, y emocionarse. El mar, el sol, respirar: despertar en el amor diario, penetrar la belleza: esto es meterte en el corazón de tu existencia. Agradecer los cinco sentidos que te hacen disfrutar es reconocer que detrás de la naturaleza y de tu misma vida hay un Dios que todo lo sostiene, una realidad suprema que, más allá de lo racional, se manifiesta en la gesta del alma humana.

El bien está inmerso en tu corazón, forma parte de tu ADN, aunque ciertas corrientes filosóficas y sicológicas insisten en la maldad congénita del ser humano. El nihilismo y el existencialismo se recrean en el naufragio del hombre en el mar de su existencia.

Pero las hazañas conseguidas por el ser humano no se entienden sin esta bondad que se manifiesta de forma natural si la persona no ha sido dañada y se ha sentido querida.

Vivir es luchar contra la desidia, el desespero, la tristeza, el desamor. Es mantenerse firme y mirar alto, sin perder la brújula de tus valores. Vivir a veces es nadar a contracorriente, escalando hacia la cima de tus propósitos vitales. Allí podrás saborear el aire de la altura y un pequeño sorbo de eternidad.

Vivir es ser conscientes de que somos la cumbre de la creación. Sí: ante la inmensidad del cielo, conscientes de nuestra pequeñez, hemos de reconocer la grandeza del ser humano, Himalaya de la existencia.

Vivir es conocer nuestros biorritmos, saber descansar y deslizarse por los misterios del sueño. Es saber abandonarse, dejarlo todo para repararse y renacer al día siguiente, con esperanza y ánimo renovado. Vivir es cabalgar sobre el tiempo sin que envejezca el alma. Es saber dar gracias por tus orígenes, que han hecho posible tu existencia; por el presente, que hace posible tu realidad; y por el futuro que, aunque incierto, te impulsa con pasión a vivir el presente, con la esperanza de crecer espiritualmente y llegar a una ancianidad vivida con gozo. Cuando la sabiduría se acumula puedes convertirte en consejero de muchos otros.

Vivir es instalarte en el amor y en el servicio. Vivir es construir armonía en tu entorno. Vivir es volcarse a los demás, ayudarles a crecer y crecer con ellos. Vivir es hacer el bien. Vivir es amar la libertad, volar alto y conseguir tus metas.

Vivir es, en definitiva, ser consciente del aquí y del ahora.

domingo, 18 de agosto de 2024

Un naufragio estremecedor


Días atrás salí a caminar temprano, sobre las siete. El sol había despuntado y me acercaba al mar cuando vi una escena sobrecogedora. En una explanada que desciende hasta la playa vi un inmenso número de jóvenes tendidos en tierra. Más chicos que chicas, de un vistazo calculé que debía haber unos ciento cincuenta jóvenes, tumbados, completamente rendidos.

Muchos dormían, otros despertaban de su resaca, tras pasar la noche bebiendo. Algunos abrían los ojos con mirada perdida, quizás bajo el efecto de alguna droga. Pero lo que más me impresionó es que unos cuantos movían las manos con gestos extraños, mientras proferían sonidos inconexos, como si estuvieran fuera de sí. ¿Qué habían tomado? Su cerebro, sin duda, estaba sometido a fuertes reacciones químicas, sufriendo un terrible daño neuronal. Sin control ni conciencia, flotaban en un universo artificial, fruto de sus alucinaciones.

Me detuve unos instantes a contemplar aquella escena inusual, un ejército de jóvenes arrojados en aquella rampa como un residuo social, un desecho. Y pensé que cada uno de ellos tenía un nombre, y una historia familiar que quizás lo ha llevado a este lento suicidio, noche tras noche.

Víctimas del nihilismo

¿Lo hacen porque quieren fabricarse un cielo artificial, sometidos a la tiranía de un falso discurso de felicidad? Quizás muchos de ellos buscan sinceramente su camino, pero la dirección que han tomado los lleva a las tinieblas y a la soledad. En su culto hedonista, están ebrios de ese nihilismo filosófico que lleva a muchos a perder el sentido hermoso que tiene la vida. «Nada vale nada; nada tiene sentido, no vale la pena vivir; todo es mentira, todo es falso.» Pensar así conduce a una profunda crisis existencial. Si no mueres, vas arrastrando tu vida como puedes y tu último refugio es la alteración cerebral, que por sobredosis puede llevarte a la muerte.

Los médicos y los agentes sociales están alertando: la proliferación de drogas sintéticas en Barcelona es alarmante, y más aún porque son potencialmente letales. Entre los jóvenes frágiles emocionalmente y sin horizontes es una auténtica pandemia que está alimentando un negocio enorme. No se puede explicar esto sin atisbar detrás una organización muy bien implantada cuya víctima son los jóvenes.

A veces me pregunto si esta lacra no será una especie de genocidio planificado por las élites financieras y corruptas, que quieren reducir la población truncando la vida de muchos jóvenes. En una etapa de crecimiento e inestabilidad emocional, no se les ofrece apoyo psicológico ni ayuda para ir superando esta fase, que tanto afecta a su identidad. Faltan recursos sociales y sanitarios, pero sobre todo faltan familias bien estructuradas que proporcionen el entorno adecuado para su desarrollo.

En busca del falso paraíso

La salida fácil es inocularse dopamina y otros neurotransmisores que aumentan la sensación de felicidad de forma química, pero una sobrecarga de seudo bienestar también es lesiva para su salud. Hay estudios que revelan que casi el 80 % de los jóvenes, en algún momento de su vida, han tomado alguna droga, aunque sólo fuera para probar. Lo peligroso de ese «probar» es que rápidamente crea adicción y dependencia. Cuando quieren darse cuenta, ya están enganchados.

Ciento cincuenta jóvenes derrotados, junto a la playa, me evocaban la desoladora imagen de un naufragio. Las olas del desespero han depositado en la orilla sus cuerpos sin vida, agonizantes, sedientos o convulsos. Alguien ha querido aprovecharse de su debilidad, ellos han probado el veneno y ahora están atrapados en un mundo de sensaciones irreales. Quizás la vida real, la de cada día, se les hace insoportable, carecen de fuerza y valor y quizás tampoco tienen apoyo para reorientar su camino. Están deteriorados como ancianos dementes cuando apenas han entrado en la flor de la vida.

Me alejé de allí, impresionado, para acercarme a la orilla del mar y sentir la brisa y la calidez del sol. Allí el aire era más claro. Mirando al cielo, recé por ellos y por sus familias. El sol cayendo sobre sus cuerpos hacía más visible aún el drama. Cientos de jóvenes están muriendo, anímica y moralmente, cada noche. Me pesaba ver aquello. ¡Ojalá Dios escuche mi oración de aquella mañana!

Al regresar, vi que algunos intentaban levantarse, pero no podían; les faltaba la fuerza. Otros, al ponerse en pie, perdían el equilibrio y caían de nuevo. Zombis, muertos vivientes perdidos en la nada... Es una de las escenas más impactantes que he visto.

Revolución de valores

Regresé a casa compungido. No sé cómo acabaría la escena. Lo terrible es que ese drama se repite una y otra vez, aquí y en otros lugares. De noche, de antro en antro, viajan por el mundo del placer artificial para caer en el abismo de madrugada. ¿Cuántos jóvenes se pierden en sus falsos paraísos, que los llevan a las puertas del infierno? El fuego del mal está esperando para devorar a los inocentes y convertirlos en ceniza.

Ante estas escenas, debemos preguntarnos: ¿Qué hacen las familias? ¿Qué ambiente se vive en sus hogares? ¿Qué ocurre en los entornos universitarios y en el mundo del ocio? ¿Acaso entablan relaciones tóxicas que aún degradan más su persona?

Sólo la bondad, el amor y la compasión pueden actuar como antídotos de tanto mal. Es necesaria mucha entrega y espíritu de servicio para iniciar una revolución cultural y social basada en los valores cristianos que edifican a la persona.

Cuando somos capaces de mirar más allá de nosotros mismos, es decir, hacia la trascendencia, es cuando podemos regenerarnos y regenerar a los demás. El ser humano se descubre saliendo de sí mismo y caminando hacia el otro: es entonces cuando descubre el inmenso potencial de su alma. Un potencial que le permitirá cambiar de rumbo y nacer de nuevo.

domingo, 4 de agosto de 2024

Una psicóloga humanitaria

Pilar González nació en Andalucía, en los años de la postguerra. Vivió a nado entre el el cortijo de su familia, donde pasaba las vacaciones, y Montilla, la ciudad donde se educó, estudiando como interna en un colegio religioso. Desde muy joven tuvo claro que no quería limitarse a ser un ama de casa: después de cursar el bachillerato en un instituto donde era prácticamente la única mujer, emprendió su carrera universitaria. Inclinada al principio por la literatura, finalmente se decantó por la psicología al escuchar una conferencia del psicólogo Wukmir, que la fascinó y le abrió las puertas del estudio del alma humana.

En la universidad de Barcelona pasó unos años inolvidables, compaginando los estudios con el activismo y conociendo, de primera mano, la censura de aquellos tiempos y la vigilancia policial del agitado mundo estudiantil. También viajó con sus amigos, recorriendo media Europa y explorando los países al otro lado del telón de acero. Cuando terminó la carrera, se quedó dando clases en la universidad y tuvo la oportunidad de viajar a los Estados Unidos para estudiar psicología de grupos con el eminente Carl Rogers. Su formación ampliada le permitió, en los años siguientes, continuar viajando para compartir su saber y abrir nuevos campos de investigación a la psicología.

Fue entonces cuando conoció a Manuel, el que sería su esposo. Ambos ya tenían cierta experiencia de la vida y navegaban en solitario. Cuando se conocieron, algo surgió entre ellos, una conexión profunda que iba más allá de lo físico. Desde entonces, ya nunca volvieron a caminar solos.

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Pilar era una mujer que vivía con intensidad la vida. Su entrega y pasión en el ámbito universitario generó muchísimos contactos, una auténtica red de amigos que le permitió investigar y difundir los últimos hallazgos en psicología grupal. Junto con otros psicólogos y su compañero de batallas, Manuel, compartían su pasión por el estudio de la mente y el ser humano.

Pilar y Manuel supieron vivir esta doble pasión: se amaron como esposos y se apoyaron como científicos en su área. Sus libros aportaron nuevos enfoques a la psicología. Reunieron una enorme biblioteca, de más de 5000 volúmenes, que quisieron dedicar como lugar de estudio y encuentro, creando el espacio Orego.

El paso del tiempo nunca apagó el deseo de saber en Pilar. Además de acumular enormes conocimientos sobre psicología de grupos, trató de difundirlos y aplicarlos en su trabajo. Mujer incansable, verdadero pilar de sabiduría, supo integrarse en la cultura catalana y en el mundo universitario, donde obtuvo una cátedra. Tenaz y persistente, con una gran capacidad de trabajo, su vida era la universidad, pero no olvidaba a los amigos. Las relaciones humanas y el cultivo de la amistad siempre fueron prioritarios para Manuel y Pilar. Así, trabaron vínculos con un nutrido grupo de amigos, también catedráticos, con los que compartían trabajo y viajes, y que los acompañaron hasta la jubilación. Para Pilar, el grupo era importante no sólo como materia de estudio, sino como realidad vital. Ella misma creaba grupos allí donde estaba, con el fin de dinamizar la comunicación entre las personas y mejorar el trabajo en equipo.

Ya jubilada, se ofreció como voluntaria del comedor social de su parroquia, San Félix. Formó un grupo y trabajó para que hubiera una mayor calidad en este servicio humanitario, así como una mayor cohesión entre los voluntarios. Su vinculación con la parroquia ha sido intensa y comprometida. También se integró en el grupo de tertulias.

Pilar se preocupaba por la juventud, desposeída de valores y perdiendo su potencial en una sociedad y una cultura que no ayudan a crecer. Para ella era muy importante una buena formación intelectual y filosófica, de la que carecen hoy muchos jóvenes. Le inquietaba que se dilapiden tantas energías y tanta creatividad.

En su libro Instantáneas, una recopilación de recuerdos preciosos de su vida, descubrimos a una Pilar amante del arte, de la música y la danza, del cine, del buen sabor de las cosas. Siempre atenta a cuanto sucedía a su alrededor, Pilar sabía penetrar en la realidad con la agudeza de un científico, pero también sabía abandonarse: era una enamorada de la belleza y su entusiasmo no dejaba a nadie indiferente.

Siendo tan intelectuales, Manuel y Pilar jamás perdieron la fe: Jesús era para ellos un gran referente que iluminó sus vidas hasta el final. En los últimos años tuvieron que afrontar el mayor desafío: la fragilidad del cuerpo y la enfermedad, que fue minando sus vidas. Pero ambos han sabido irse con sencillez y humildad, dejándose cuidar. Pusieron en práctica aquello que Manuel había tratado en algunos de sus libros: es importante cuidar, pero también ser cuidado. En este tiempo de más dolor, sus amigos siempre han estado atentos y cercanos a ellos (Marisa, Pilar Barón y tantos otros...), así como su familia, en especial Palmira y Abelardo, hermanos de Pilar. Oscar Valdez ha sido un gran cuidador, tanto de Manuel como de Pilar, atendiéndolos y llevándoles la comunión y el consuelo de una compañía amable. Saloua ha visitado y apoyado a Pilar casi a diario, durante los últimos meses. Y Gloria, otra voluntaria de la parroquia, ha acompañado a Pilar en sus últimos días, con extrema delicadeza, rezando con ella y animándola.

Todos, y muy en especial su último grupo, los voluntarios del comedor social, sentimos su pérdida y la recordaremos mucho, porque ha dejado en nosotros una huella profunda.

Para mí, conocerla y trabajar con ella ha significado un enorme aprendizaje sobre la realidad humana. Pilar ha sabido dar mucho y lo mejor de sí misma. Agradezco a Dios haber tenido dos feligreses tan magníficos como ella y su esposo Manuel, que supieron formar parte, con humildad y alegría, de esta familia variopinta que compone la comunidad parroquial.

domingo, 30 de junio de 2024

Una escena insólita

En uno de mis paseos matutinos observé algo insólito. Una anciana mendiga, a horas bien tempranas, se dirigía a pedir limosna a un grupo de jóvenes que volvían de su ocio nocturno. Vi a la mujer en medio de aquella jauría de muchachos recién salidos de sus antros. De tez morena, bajita de estatura y sosteniéndose con un bastón, alargaba su mano hacia ellos hablándoles con voz ronca.

Como era de esperar, algunos la ignoraron por completo. Otros se burlaban de ella. Alguna muchacha parecía compungida ante la escena. La mendiga insistía en pedir, pero nadie le daba nada.

Me quedé asombrado ante la tenacidad de aquella frágil viejecita, su insistencia y la agilidad con que se movía. Por fin, se desplazó a un lado y comenzó a alejarse del grupo, pensando, quizás, que lo volvería a intentar otro día.

Me produjo ternura ver a aquella mujer, sola en medio de una manada de jóvenes, sin reparo ni temor a que la pudieran agredir. Su necesidad era más fuerte que el miedo.

Después, mientras seguía mi caminata, pensé que ella, como los muchachos, busca la manera de sobrevivir. Ella pide para echarse algo a la boca; ellos intentan salir de su angustia vital lanzándose a una ola de frivolidad. Por motivos diferentes, una anciana de ochenta años y un puñado de jóvenes de dieciocho se encontraron en la madrugada. Ella carente de lo necesario para vivir; ellos, que quizás lo tienen todo, derrochando su tiempo y su dinero.

Esta escena surrealista y dramática me dejó pensativo. ¿Qué hacía esta mujer, a su edad, en medio de aquellos «cachorros»? Podían hacerle daño, estando la mayoría de ellos completamente bebidos. Sabido es que el alcohol altera el sentido de la realidad y activa impulsos descontrolados que pueden causar estragos. ¿Qué hacía esta señora, que podía estar en casa, cuidada por algún familiar? ¿Qué drama hay detrás de una mujer que se expone a salir en un ambiente turbio e incierto? Quizás la suya sea una historia muy compleja, de entornos difíciles; tal vez esté desatendida o sufra algún problema mental. Me dije a mí mismo que una anciana no podía estar deambulando a esas horas exponiéndose a cualquier peligro. Sólo de pensarlo se me encogía el corazón. Por eso me mantuve a una cierta distancia, observándola, y con el teléfono a mano por si pasaba algo. Nada sucedió, y me alejé aliviado.

Luego pensé en la familia de esta mujer y en las familias de los jóvenes. ¡Qué dolor tan grande para ellos! ¿Qué ha fallado en sus entornos para que unos y otra lleguen a esa situación? ¿Qué estamos haciendo, como sociedad, para que se den escenas como esta? ¿Qué educación están recibiendo los jóvenes en sus casas, y cuál ha sido la trayectoria familiar que lleva a una anciana a salir de madrugada a pedir?

La situación clamaba al cielo. Hay un terrible silencio ante el dolor humano y tenemos poca capacidad de respuesta ante la pobreza y la soledad. Pero, sobre todo, hay una enorme miopía por parte de los que sí tienen la capacidad de hacer, la responsabilidad y los recursos para emprender una acción eficaz.

Un compromiso urgente

Nos encontramos con dos problemas muy graves: las crecientes bolsas de pobreza en la ciudad y una generación de jóvenes sin futuro que se dedican a explotar su presente, sin un proyecto claro en sus vidas. Tal vez un día algunos de esos jóvenes se convertirán en ancianos indigentes que tendrán que salir, con el sol, y encararse a otras manadas de muchachos para pedir. Solos, vulnerables y sin rumbo.

Urge diseñar políticas sociales y eficaces para prevenir estos riesgos que amenazan y fragmentan la sociedad. Es cuestión de voluntad política, no tanto de recursos.  

Es necesario que la sociedad civil y las instituciones ejerzan mayor presión, exigiendo con contundencia acciones que reduzcan o frenen la pobreza. De lo contrario, escenas como esta que he presenciado serán cada vez más frecuentes. Necesitamos estar despiertos y actuar. Los que detentan el poder han de trabajar por el bien común y real de las personas. De lo contrario, el poder del mal abrirá aún más las grietas sociales. Urge un gran compromiso para erradicar la pobreza y el dolor social y para ayudar a los jóvenes a encontrar motivos sanos para vivir y orientar sus vidas.

domingo, 23 de junio de 2024

Rosas marchitas

Por las mañanas, temprano, me gusta caminar hacia la playa. Es mi primer paseo, y cada día observo cómo amanece sobre el mar: no hay dos días iguales. Esta vez, el día está gris; las nubes tapan el cielo. Como tantos fines de semana, un ejército de jóvenes sale de los antros del paseo marítimo, que los arrojan de sus fauces oscuras tras haberles robado un pedazo de sus vidas. Salen aturdidos y extenuados, con la mirada perdida, presos del último instinto que pierden: el de sobrevivir. Salen de sus madrigueras nocturnas hacia sus hogares, donde se refugiarán en la cama para repararse físicamente, pero donde quizás no puedan aliviar el vacío interior que viven. No podrán llenarlo hasta que enfoquen de una manera nueva sus vidas.  

Es verdad que el cuerpo humano tiene una enorme capacidad de recuperación; pese al martilleo al que se somete, resiste noche tras noche. Pero la salud mental se resiente y la identidad de la persona poco a poco se va fragmentando. Con el tiempo aparecerán diversas patologías, físicas, pero sobre todo existenciales. Perderán el enorme potencial que albergan en su ser.

Paso junto a ellos y me dirijo a la playa para contemplar la belleza del mar y el horizonte donde, esta vez, no veo salir el sol, cubierto por oscuras nubes. La luz es tenue y, en la orilla, las olas parecen susurrar a mis pies con tristeza.  

Después de unos ejercicios de respiración, moviendo brazos y piernas, reemprendo a paso firme mi camino de vuelta. Al regreso reparo en dos muchachas que caminan hacia mí, vestidas con ropa extremada y ligera que modela sus cuerpos, marcando silueta. Cada una de ellas lleva en la mano una rosa que sostiene con delicadeza. Al acercarme, no puedo evitar fijarme en sus rostros. Son bellos, pero castigados por una noche vertiginosa. Se acercan un poco más, a paso lento, agotadas, y percibo la fragancia de las rosas al pasar; flores lozanas en manos de dos muchachas que son la viva imagen de la desesperación y el desamparo. Los pétalos de rojo intenso contrastan con los rostros marchitos de las jóvenes.

Pensé: si estas rosas, tan frágiles, mantienen su aroma y su color en la intemperie, ¿qué ha sucedido con estas chicas que han perdido su brillo y ofrecen un aspecto tan decrépito? Si estuvieran serenas, descansadas, serían aún más hermosas que las flores. Pero el frenesí de la noche les arrebata su belleza natural.  Son dos rosas preciosas, pero su forma de vivir las está llevando al naufragio. Perdidas en alta mar, flotando a la deriva a merced de las olas que amenazan con hundirlas, sus vidas ahora son como este amanecer gris, sin color, impregnado de nostalgia.

Se alejan de mí y observo la silueta de sus cuerpos vacilantes. No se mueven ágiles como la brisa, sino que avanzan penosamente hacia la nada, como zombis que se encaminan hacia el féretro.

Cuántos jóvenes viven así, sin nada que los anime existencial y espiritualmente. Viven sin vivir, mueren despacio y el tiempo pasa veloz. Desearía que pudieran descubrir la belleza que hay en su corazón, que pudieran atisbar y paladear, por un instante, el regalo de existir, de poder contemplar un nuevo amanecer. Que pudieran enamorarse del bien, de la belleza y de la auténtica libertad.

No puede ser que se acuesten al amanecer y que salgan cuando anochece. Este no es el ritmo vital propio que mantiene nuestra salud y da sentido a la vida. Es necesario enseñarles a conectar con su yo más profundo, que les permitirá conectar con el tú y con el nosotros. Solo así vivirán en plenitud, deslizándose como bailarinas por el escenario de su existencia.

Realismo, belleza, orden, valores: todo esto forma parte de la hermosa, rica y compleja grandeza del ser humano. Solo nos falta escuchar nuestra música interior.

Somos cumbre de una creación salida de las manos amorosas de un Dios que nos ha concebido para la felicidad. No una felicidad artificial, con sucedáneos de paraíso. Nos ha creado para una felicidad inagotable que no necesita de ningún artilugio, que surge de la gratitud por el don excelso de la vida.

domingo, 19 de mayo de 2024

Ver más allá de la sombra


Algunas veces se dan situaciones inesperadas que afectan a nuestra salud: una enfermedad, un accidente o una lesión que durante un tiempo limita nuestras actividades. En estos casos se da una especie de duelo: hemos perdido algo de nosotros mismos, se ha reducido nuestra calidad de vida, nuestras capacidades, nuestra energía.

Conozco muy bien estas situaciones porque las estoy viviendo desde hace años, y tienen que ver con mi visión.

Perder visión

La pérdida o mengua de la agudeza visual afecta mucho, dado que la vista es un sentido que utilizamos para mil aspectos de nuestra vida diaria. Mi problema está en la retina: se me ha formado una membrana cuyos vasos sanguíneos de tanto en tanto se rompen o exudan, y esto provoca deformación y pérdida de la visión. La única solución es inyectar un fármaco especial para frenar la hemorragia.

Aunque me sucede de tanto en tanto, la experiencia es distinta cada vez. Llevo años familiarizándome con este problema, pero el miedo y la incerteza están ahí. El impacto psicológico de la inyección, con el ingreso en el quirófano, hacen que la inseguridad se adueñe de mí. Siempre surgen dudas y preguntas. ¿Saldrá todo bien? ¿Qué puede llegar a pasar?

Poder ver es un auténtico milagro. He leído mucho sobre este tema y me admira el proceso de la visión en el ojo humano. Una serie de reacciones químicas, provocadas por el impacto de la luz sobre la vitamina A, generan las señales eléctricas que hacen posible la creación de una imagen en la retina; de allí las señales serán enviadas por el nervio óptico y, en milésimas de segundo, el cerebro las descifra: ¡estás viendo! Sin ser consciente del complejísimo proceso químico y eléctrico que hay detrás de algo tan simple como abrir los ojos y mirar.

Es algo extraordinario que pide un esfuerzo extra a las células de esta diminuta parte de nuestro cuerpo, la retina. Sus requerimientos de oxígeno son 25 veces mayores que los del resto del cuerpo. Por eso, hay una fina malla densamente irrigada por capilares sanguíneos que alimentan y oxigenan la retina y, en especial, su área central, la mácula, responsable de la visión precisa y en color.

Si por algún problema vascular unas cuantas células dejan de recibir su aporte de sangre y oxígeno, morirán y esa zona de la mácula quedará ciega; con lo cual se puede ir perdiendo la visión.

La naturaleza humana es un enorme misterio. Los ojos no sólo ven, sino que comunican. Forman parte del cerebro y conectan las neuronas con el mundo exterior.  

Mi problema ocular tiene su raíz en un trombo venoso que sufrí hace casi veinte años. Después se formó la membrana en la retina. Todo a causa de la fragilidad de los capilares que, al romperse, provocan hemorragias o exudaciones. Cuando esto sucede, todo cuanto veo ante mí queda difuminado en una bruma, o bien veo las rectas curvadas y deformes. No puedo centrar la vista, ni percibir los detalles, ni leer.

Gracias a las inyecciones en el ojo, la actividad de la membrana se va inhibiendo hasta cesar del todo. El líquido retenido se va drenando poco a poco y en unas tres o cuatro semanas recupero la visión. Durante ese tiempo, es inevitable preocuparse, esperando que todo se normalice y no surjan complicaciones.

Aprender del sufrimiento

Sin embargo, pienso que todo lo que nos sucede puede llegar a ser una gran experiencia humana y espiritual. Todo lo que ocurre, dependiendo de cómo se vive, es un aprendizaje. Si uno está abierto, la lección añade valor a tu vida. Las cosas siempre ocurren por algo.

Si estamos atentos y despiertos, podemos convertir cada experiencia en algo que marque de manera profunda y definitiva nuestra vida. Ahondar en los propios límites es importante. La vida es hermosa, pero también efímera y frágil. Estamos sujetos a nuestra vulnerabilidad y hemos de estar preparados para afrontar los vaivenes que surgen cuando menos lo esperamos.

Es necesaria una madurez emocional y espiritual para lidiar con nuestros límites y miedos y vivirlos con cierta paz. Así se darán las condiciones necesarias para regenerar el cuerpo y recobrar la salud.

Es entonces, cuando se asume la situación con paz y sosiego, cuando el cerebro conecta con el alma y se pone en marcha un mecanismo que va más allá de lo físico y lo químico. Somos más que una explosión de procesos biológicos; nuestra voluntad puede iniciar un camino de recuperación por otras vías. Más allá del cuerpo, el espíritu juega un papel decisivo que no debe minimizarse. Frente a la fuerza de la medicina, que a veces se endiosa y no siempre es efectiva, la fuerza de un poder divino lo trasciende todo. La vivencia espiritual es la base de nuestra salud, y es decisiva en el proceso de curación.

Ojalá todos aprendamos y sepamos que no somos sólo materia, conexiones nerviosas y reacciones químicas. Tenemos un alma con un enorme poder. En mi experiencia he aprendido que el cuerpo tiene la capacidad de sanar y somos capaces de mirar más allá de lo que se ve.

domingo, 12 de mayo de 2024

Borrando el futuro

 Cómo el alcoholismo juvenil está robando vidas y sueños



De buena mañana me gusta pasear con los primeros destellos del sol cuando amanece. Me alegra ver a personas que han madrugado para capturar la luz de ese hermoso diamante que despunta sobre el horizonte. Cada día nos ofrece una visión de belleza inigualable: la bola de fuego parece emerger desde las profundidades del mar hasta quedar suspendida en medio del cielo azul, resplandeciendo con toda su fuerza y dando vida y color a todo. Contemplar el sol naciente es un ritual diario que ensancha el corazón. Uno se siente diminuto y sobrecogido ante la grandeza de este parto de un nuevo día.

Pero la deliciosa experiencia matinal se vuelve agridulce cuando, al mismo tiempo que contemplo el sol naciente sobre el mar, observo numerosos grupos de personas que regresan de su ocio nocturno. Tras frivolizar durante toda la noche, vuelven gritando, balanceándose de un lado a otro, mareados y bebidos. Me produce una enorme tristeza verlos así: algunos caídos en el suelo, otros chillando, otros peleándose. Los veo desaliñados, con los ojos vidriosos y la ropa arrugada, desprendiendo un fuerte olor a alcohol, con la mirada absolutamente perdida.

Me dirijo a contemplar la belleza de la primera luz y me encuentro con la miseria humana de todos esos jóvenes que vuelven, no sé de dónde, tras explotar la noche y reventar sus vidas. Siento una profunda pena, porque veo que han llegado hasta el extremo de sus capacidades físicas y mentales para lograr una catarsis que los lleva al sinsentido, vaciándose por completo de su propia identidad. Dejan de ser ellos mismos, quedan rotos, sin aliento y casi sin vida, zombies que a duras penas pueden emprender el camino de regreso, ¿a dónde?, dando vueltas y deteniéndose porque apenas les quedan fuerzas.

Quedo impresionado cada fin de semana cuando contrasto la belleza del horizonte con lo que veo por las calles. Se me encoge el corazón y me pregunto: ¿por qué? ¿Qué les sucede a estos jóvenes que son capaces de ir mermando su vida y jugarse la salud de esta manera? Muchos de ellos sufrirán serios problemas, psicológicos y neurológicos, a edades tempranas. Otros experimentarán patologías diversas. Incapaces de sobrellevar su presente y de afrontar un futuro lleno de incertezas, se lanzan a una huida adelante. Golpeándose a sí mismos, están maltratando al anciano que tal vez llegarán a ser. Y van a convertir una etapa vital plena y creativa, como lo es la madurez, en un suplicio plagado de enfermedades.

A veces asociamos la vejez a enfermedad, y es verdad que con los años hay un deterioro progresivo de las células y los procesos del cuerpo. Esto hay que vivirlo con paz y serenidad, pero no necesariamente significa que debamos estar enfermos. Si cuando somos jóvenes no nos cuidamos, la enfermedad aparecerá mucho antes, y será pesada y difícil de sobrellevar. La ancianidad no es una patología, es una etapa de la vida. Se puede convertir en enfermedad cuando no hemos sabido cuidar nuestro cuerpo en su momento.

Estamos ante una terrible pandemia, que repercute en un innumerable grupo de jóvenes y adultos en todo el mundo: el alcoholismo.

Socialmente está adquiriendo una dimensión enorme y no sólo en jóvenes y en adultos, sino ya en niños y adolescentes que empiezan a frivolizar, creyéndose adultos y por miedo a ser rechazados en su grupo. El sentimiento de pertenencia es muy fuerte entre los jóvenes, no quieren quedarse al margen de las corrientes y tienen que atreverse con todo, aunque suponga un riesgo para su vida.

De aquí la urgencia de hacer un abordaje acertado hacia los adolescentes. Un tratamiento terapéutico y psicológico es un remedio, pero la prevención está en una buena formación en salud y hábitos. Y la solución no está solamente en los centros médicos ni en los profesionales sanitarios, sino en las familias, en la escuela y también en la administración.  

Sí, se puede hablar de una pandemia global: este ejército de sonámbulos caminando sin rumbo al amanecer debería hacer saltar todas las alarmas. Los educadores hemos de avisar: se trata de un suicidio lento a nivel planetario. Jóvenes y adultos convertidos en muertos vivientes, vagando en sus noches existenciales, chapoteando en la nada. Es una auténtica tragedia que diezmará y enfermará a una generación entera, sobrecargando el sistema sanitario y dejando secuelas enormes en sus vidas. ¿Qué futuro espera a un joven adicto? Dolor, soledad, rechazo social, incapacidad para trabajar y decidir. Y lo más profundo: un vacío de identidad. El alma le ha sido arrebatada y se convierte en uno más dentro de un rebaño manipulado, sin valores, sin referencias, sin otra ética que seguir sus impulsos ciegos. Estos jóvenes están a merced de sus adicciones y de quienes las promueven. En nombre de una seudo libertad, del culto al yo y a su propia dignidad, caen en una espantosa esclavitud.

Todo esto voy pensando mientras regreso de mi paseo matinal, donde se mezclan la belleza luminosa del sol naciente con la sordidez de los noctámbulos que regresan. Veo en estos chicos la oscuridad que anida en su corazón y una profunda soledad, disfrazada bajo los gritos.

Llego a casa, el sol ya está alto y la ciudad está bañada de luz. Rezo por ellos y pido que algún día estos rayos de sol también iluminen sus almas y descubran el sentido de su existencia. Cuando uno es capaz de mirar más allá de sí mismo brota la esperanza. Después de una noche oscura siempre hay un amanecer, y el sol llega a todos.

Ojalá esta marea de jóvenes pueda abrirse a la calma sosegada del mar, que yace plácido bajo la inmensidad del cielo, espejo de la luz solar que centellea en sus aguas.

sábado, 13 de abril de 2024

Saber escucharse


Estamos en un mundo donde la prisa, lo inmediato, está marcando nuestra trayectoria vital. Vivimos lanzados al frenesí constante. La dictadura del hacer nos carga de compromisos más allá de lo necesario. La exigencia externa nos lleva por un camino de actividad incesante, lanzándonos hacia el «superhombre». Si no estamos ahí presentes, haciendo muchas cosas o activos en redes sociales, es como si no fuéramos nada.

La constante exposición supone a la larga un gran cansancio. Estar siempre a modo de hiperactividad, haciendo cada vez más y más, nos arrastra y nos hace creer que estamos creciendo, cuando en realidad nos estamos agotando y perdemos capacidad y reflejos para el autoanálisis.

Cuando llegamos a esta situación, poco a poco vamos desconectando de nuestra propia identidad, hasta quedar a merced de los impulsos de nuestra vanidad. Estar siempre pendiente de lo que ocurre ahí afuera genera un profundo estrés. La velocidad mental nos aparta del propio cuerpo, desoyendo los avisos que, primero como un susurro, van apareciendo. Llegamos a una disociación total entre cuerpo y mente.

Estar en el cuerpo

Estar en el propio cuerpo es nuestra forma natural de ser. El cuerpo, con su fisiología y sus necesidades básicas de alimento y descanso, nos alerta a veces suavemente, pero otras con urgencia, de que algo está pasando. Pero el poco hábito que tenemos de escucharnos y sentirnos nos impide calibrar y entender el lenguaje del cuerpo. Cuando sufrimos por algún problema de salud, aunque sea leve, nos está indicando que hemos de estar atentos para que esa sensación inicial de malestar o dolor no se convierta en un profundo trauma que puede cambiarnos totalmente la vida.

El cuerpo sabe lo que necesita y sabe hacer sus demandas, pero el divorcio entre mente y cuerpo a veces hace imposible la comunicación interna entre ambos. El cuerpo grita; la mente no escucha. Finalmente, esto desemboca en alguna patología.

Por eso es necesario ir más despacio, para poder detenernos y familiarizarnos con la propia esencia. La prisa nos aleja de nosotros mismos, pero ahí está el cuerpo, con rotundo realismo, para alertarnos de que estamos perdiendo la brújula que nos orienta hacia la plenitud de nuestro ser.

La sociedad siempre nos empuja a la hiperactividad. No dejemos que interfiera en aquello que es genuino y propio de nuestro ser humano. Vivir armónicamente, teniendo en cuenta esta tríada: descanso, alimento y movimiento, nos ayuda a centrarnos en el eje de nuestra vida y a no salirnos de la trayectoria que tenemos inscrita en nuestro ADN. Que no es otra cosa que conocernos a nosotros mismos para proyectarnos hacia los demás y descubrir nuestra auténtica naturaleza y la vocación a la que estamos llamados. En el fondo, escucharse y sentir el cuerpo es conectar con nuestra indigencia, reconociendo que necesitamos cuidarnos y que nos cuiden: ¡es parte de nuestra realidad humana!

Armonía vital

No somos dioses, estamos condicionados por nuestra biología, nuestras limitaciones psíquicas y por un corazón que hay que cuidar emocionalmente. Cuando, más allá de armonizar cuerpo y mente, subimos otro peldaño, que es el alma, llegaremos a definir nuestros anhelos más profundos. Mirar la vida y el mundo desde un alma sosegada, sabiendo que hay una realidad que sostiene nuestro ser, es ver desde la trascendencia. Entonces todo se coloca en su sitio.

Vivimos sujetos a un cuerpo, pero con el deseo de que el espíritu, ese soplo de Dios dentro de nosotros, nos impulse a iniciar un viaje de conocimiento hasta la infinitud que desea el alma. Aquí será cuando cuerpo, mente y alma se fundan para vibrar en una eterna armonía. Estaremos llegando a nuestra madurez humana y espiritual. Esta es la clave de la felicidad.