El día empieza a clarear. Son las seis de la mañana. Los
pájaros revolotean con vigor en las copas de las acacias, como si anunciaran el
amanecer. Un concierto de trinos y agitarse de hojas resuena entre las ramas de
los árboles mientras despunta el día y las sombras de la noche van dando paso a
la tenue claridad celeste. Las siluetas de las casas y edificios del entorno se
van perfilando cada vez más. Estoy asistiendo al parto del nuevo día.
El amanecer se desliza con suavidad hasta que todo queda
envuelto en luz y la belleza estalla por todas partes. Cada mañana es un canto
al Creador, ningún cuadro puede semejarse a esta escena diaria, por muy
geniales que sean las manos del pintor. Dios es un artista insuperable que
pinta un cuadro vivo para que descubramos el hábitat que ha dispuesto para
nosotros. Su deseo es que disfrutemos del paraíso de la creación, donde el ser
humano es el culmen.
Cada día amanece con una música diferente, que conmueve y
ensancha el corazón. El silencio matinal invita a saborear el regalo de un
nuevo día, su textura, su sonido, su color. En la gelidez, bajo la luz plateada
de la mañana, el aire huele a inmortalidad.
Camino hacia la morera del patio y me sobrecoge verla
completamente desnuda. El copudo árbol ha dejado atrás su hermoso vestido dorado.
Sus ramas se elevan hacia el cielo. El frío las envuelve y el árbol parece
muerto, o inmerso en un profundo sueño. Yace aletargado, expuesto a merced del
invierno. Frío, lluvia, nieve y humedad lo azotarán, calando hasta sus raíces.
Pero allí está, erguido, fuerte en su aparente fragilidad, esperando que, unos
meses más adelante, los rayos primaverales vuelvan a acariciar sus ramas.
Me acerco más, toco su tronco y casi puedo percibir su
latido lento y sostenido.
Ahora, en este tiempo, no nos puedes dar sombra, brisa y
color pero nos das, en tu silencio, una compañía dulce y la belleza de tus
ramas desnudas. Hoy nos das algo más profundo: el regalo que tienes adentro, en
tus entrañas. Tras la desnudez puedo atisbar la fuerza que late dormida bajo tu
piel rugosa, esa capacidad de contenerte para luego explotar y dar más vida.
Así eres, morera.
Hoy, un día frío de diciembre, te muestras tal como eres,
fuerte y frágil, tan bella desnuda como vestida. Ya no das sombra con tus hojas,
pero dejas transparentarse el cielo entre tus ramas. Un día tus hojas volverán
a crecer y susurrarán el mensaje de la brisa.
El árbol desnudo lleva en sí la promesa de una fidelidad
puesta a prueba por las dificultades. Espera, latente, el momento de volver a vestirse
de hojas verdes. Es necesario este periodo de letargo para renacer con más
fuerza.
Las estaciones vitales
Al igual que las estaciones del año cambian la naturaleza,
también los procesos de crecimiento en el ser humano implican diferentes etapas
que sí o sí tenemos que pasar. Por muy maduros que nos sintamos, el corazón, la
mente y el cerebro están sujetos a cambios emocionales y sicológicos. En el
camino hacia la madurez plena atravesamos diferentes momentos. Nuestra
naturaleza humana es limitada: no somos dioses ni inmortales, topamos con
nuestros límites continuamente y saberlo asumir y abrazar sin angustia nos da
una perspectiva más amplia para poder entender los límites de los demás.
Vernos vulnerables nos hace ser comprensivos con la
vulnerabilidad de los otros. Más allá de superarnos a golpe de voluntad,
necesitamos aceptar que hemos de aprender de nuestros propios límites. En el
conjunto de nuestra realidad hemos de descubrir que también hay belleza en
nuestra desnudez interior, como le sucede a la morera despojada de sus hojas:
el conjunto del patio no sería lo mismo sin ella, que aporta un toque único y
especial.
Descubrir nuestros límites en el fondo es exponernos como se
expone la morera al invierno. Descubrir la grandeza y la belleza de su desnudez
tiene un sentido: somos parte de la naturaleza y nuestros procesos internos
expresan nuestra riqueza humana. La morera puede dar la impresión de estar
muerta o dormida, pero es necesario que pase por esa etapa.
Para nosotros también es necesario que haya inviernos.
Podemos sentirnos poca cosa, podemos sentir que nuestra alma languidece, que el
corazón se nos seca y que nos exponemos a los demás con nuestras
contradicciones y debilidades. Sentimos que nuestro oxígeno vital se reduce y
que muchas veces no podemos controlar nuestra realidad, y esto nos hace
vulnerables.
Hoy contemplo la belleza desnuda de la morera y veo que sus
ramas delgadas dibujan la forma de un corazón abierto hacia el cielo. Ese
corazón no está muerto: llegará un día en que su potencia contenida hará
resucitar al árbol.
Todos somos así: tenemos adentro la vitalidad del Creador
que nos puede resucitar y hacer salir de nuestras muertes interiores. Aunque se
nos vea sin vida, tenemos una fuerza inusitada que, si nos mantenemos fieles a
nosotros mismos, a esa singularidad que Dios nos ha dado, un día nos permitirá
florecer en una primavera existencial.
Hemos de aprender a aceptar nuestras estaciones emocionales
y espirituales y abrir el corazón a la trascendencia. De esta manera, el
invierno de nuestra vida precederá al estallido de nuestra plenitud.
Como siempre, poeta y filósofo.
ResponderEliminarGracias por este hermosísimo escrito. Servirà de reflexión hasta que nos regale, cuando empiece a florecer, otra visión de la morera.
¡Lo espero!