domingo, 27 de marzo de 2016

A los pies del Crucificado

Estaba en la fila caminando a paso sosegado, mirando al Cristo crucificado. Su rostro sereno revelaba una unción profunda. Sin prisa, se acercó con suavidad, la mirada puesta en la cruz. Sus ojos ligeramente apagados manifestaban un dolor compungido.

Se acercó y la intensidad de su mirada aumentó. Conmovida ante la cruz, sus manos se posaron sobre los pies del Crucificado. Con mirada tierna besó suavemente los clavos de los pies. Se detuvo, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla, y mantuvo su mirada firme sobre el rostro de Cristo, como si necesitara más tiempo.

Es una mujer de extraordinaria delicadeza. Recientemente perdió a su esposo, el amor de su vida. Ahora la veía agarrar los pies de la cruz, como si el sufrimiento del hombre en el madero evocara la pasión dolorosa de su familia: la muerte de un hijo joven y la de un marido a quien quería con todas sus fuerzas.

Esculpida por el sufrimiento, vive su experiencia con emoción contenida. Tal vez encontrarse cara a cara con la cruz le despertó preguntas sin respuestas. Tal vez ante la cruz experimentó con mayor hondura la ausencia de los suyos y su sentimiento de soledad y abandono. Fue un minuto intenso, durante el cual su mirada penetró en la mía. Con su semblante sereno, me miró durante unos instantes. No necesitó articular ninguna palabra, la expresión de su rostro era lo bastante clara. Su mirada clavada en la mía buscaba algo. Y yo, sin decirle nada, intentaba expresar con mi silencio que la respuesta a tanto sufrimiento se la estaba dando la cruz: la entrega sublime de Jesús por amor. Esa es la clave. El misterio del dolor solo tiene sentido cuando el corazón humano se abre al amor incondicional de un Dios que entrega a su Hijo. Ni el sufrimiento ni la muerte son la última palabra para los cristianos.

El mismo Dios, en Jesús, se expone ante el mundo y asume la fragilidad humana. El mismo Dios se somete al misterio del dolor y asume la dureza y la crueldad de aquellos que lo sentencian a muerte. El sufrimiento de Jesús es la respuesta a nuestro sufrimiento. Y aunque el duelo a veces nos deje sin aliento cada vez vamos penetrando más en la realidad más profunda del ser humano, preguntándonos por el sentido último de la existencia, que nos enfrenta cara a cara con la cruda realidad de la muerte.
Mis ojos hablaban a esta mujer, y entendí que ese beso, esa mirada y ese rostro lleno de delicadeza hacia el Cristo eran en realidad un reflejo de la mirada cálida y serena del Crucificado hacia ella. Cristo, desde su cruz, sigue mirándonos con ternura desmedida y compasión. Su corazón muere en la cruz, como hombre, pero dentro de él sigue latiendo el corazón vivo de Dios.

En su largo silencio, ella recibió la dulzura de Jesús en la cruz. Conmovida y absorta, su rostro se apartó lentamente, lleno de paz y profunda serenidad. Una mujer ante la cruz. Quizás le supo a poco el beso y quería eternizar ese momento. Otros se apresuraban, pero ella, sin prisa, quería saborear aquel momento junto a Jesús.

Me miró de nuevo, sonriendo levemente, y parpadeó. Murmuró algo y retiró sus manos de los pies de Cristo. En su mirada se atisbaba una nueva luz, una vida nueva, como si una paz muy especial invadiera su corazón. Terminó ese momento tan denso, y ella se alejó caminando hacia su asiento.
La dulzura de una mujer pude deshelar los corazones más duros. Las caricias de sus manos se convierten en bálsamo para los que sufren. Su mirada delicada llega hasta las entrañas y el corazón de aquellos que se sienten solos y abandonados. Las lágrimas de una mujer expresan que la intensidad y la capacidad de amor no tienen límites. Su corazón revela una sensibilidad solidaria capaz de abrazar a toda la humanidad, tantas veces falta de misericordia. Y el coraje de la mujer que ama no tiene límites: ni el miedo puede impedirle seguir amando.

El gesto de esta señora ha sido para mí un canto a la mujer que, a pesar de estar sumergida en un profundo dolor, es capaz de convertirse en un torrente de ternura inagotable. A pesar de sus pérdidas, su corazón sigue amando incondicionalmente, desde su más honda soledad. Nunca olvidaré su beso y su mirada al Cristo.

Ella es imagen de muchas mujeres que, en medio del sufrimiento angustioso son capaces de seguir mirando, besando, acariciando el rostro de quienes no tienen nada, porque lo han perdido todo. Las lágrimas no les impiden sacar de adentro una enorme capacidad de amor para suavizar tanto dolor. Hoy, viernes santo, el Cristo ha cruzado sus ojos con los ojos de esta mujer: un destello de luz invisible ha atravesado su alma como un anticipo de la resurrección.

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