domingo, 6 de marzo de 2016

Ir despacio

Amanecer sobre el mar


Muchas mañanas me gusta madrugar y caminar hacia el paseo marítimo. El aire es fresco, el día está a punto de nacer y el azul eléctrico del cielo va dando paso a otro azul, pálido y pastel. El sol todavía no ha salido. Poca gente camina por la calle: algunos que han acabado el turno de noche y ansían llegar a su hogar. Observo sus rostros cansados después de bregar toda la noche: enfermeras, médicos, personal del hospital que se recoge cuando el día está a punto de estallar.

Me dirijo hacia la playa y me detengo ante el mar. Está tranquilo, sus aguas parecen un espejo a punto de ser acariciado por el sol naciente. Todo es silencio, calma, sosiego. El aire está limpio y no se oye nada. Camino hasta la orilla, me descalzo y dejo que las olas acaricien mis pies. El frescor me penetra hasta la médula.

Una pátina de luz y colores intensos sirve de preámbulo a la salida del gran astro. Y, de pronto, el sol empieza a despuntar. Como una perla dorada, emerge con suavidad sobre las aguas.

Todo mi ser se estremece ante el cielo iluminando el mar. Los rayos de sol sobre las olas dibujan un camino de luz hasta la playa. Su claridad me envuelve en el misterio de un nuevo día que se inicia. Poco a poco el sol va coronando el mar y queda suspendido en el azul del cielo. Su luz lo baña todo, la oscuridad de la noche se ha desvanecido y ha dado paso a la mañana.

Y allí estoy yo, solo, sintiéndome diminuto ante la inmensidad del mar y la grandeza del sol. Pero siento que la vida corre por mis venas. El sol, el aire, el agua, desbordan mi pequeño granito de ser, capaz de sentir la belleza de un nuevo regalo. Otro día, quizás como el de ayer. Pero para quien ama la vida no hay dos días iguales, porque cada uno se vive como un don lleno de sorpresas inagotables.

Vuelvo la mirada hacia la ciudad y sus bloques y veo una marea de gente que corre en direcciones diferentes, a paso apresurado, como si el tiempo se le escapara de las manos. Nadie mira hacia el mar, nadie ve el sol naciente. Me quedo sobrecogido. ¿Cómo es posible que pasen de largo ante este sublime momento del día? Todo es nuevo. El sol también cae sobre sus rostros y luce para ellos. El viento susurra a sus oídos, pero nadie escucha. ¿A dónde se fue el placer de los sentidos? Sus poros están cerrados y no escuchan la melodía del cielo. Todos corren, todos se dirigen a su trabajo y nadie ve el hermoso espectáculo que el Creador ofrece cada mañana. Nadie contempla ese cuadro vivo desplegando su belleza sin igual.

Abrumado, mi corazón se encoge. No se puede vivir ignorando la belleza que nos envuelve. La prisa nos mutila los sentidos y nos aleja de la realidad y también de la trascendencia, que es lo que da sentido a la vida, a los demás, a lo que hacemos. Sin belleza no se puede vivir. Sin ella el alma se esteriliza y el corazón se empequeñece. Los ojos dejan de ver, los oídos no oyen, las fragancias se escapan, la piel se vuelve de mármol y la lengua deja de saborear la vida.

Abrir los sentidos


Aniquilar los sentidos es ahogar poco a poco el sentido de la vida. La gente va tan aprisa que todo lo hace corriendo: caminar, comer, dormir y, posiblemente, hasta acariciarse. La prisa todo lo aborta y, como siempre se va apurado, intentando hacer más y más, siempre se acaba llegando tarde.

Es necesario ir despacio. Aunque no lo parezca, nuestro biorritmo es mucho más lento. Todo necesita su tiempo y su frecuencia. Lo frenético es antinatural. Pero nuestra cultura, con sus exigencias sociales, nos mete en el ADN el patrón de la prisa. Como una gacela ante un leopardo corremos por supervivencia, pero nuestro estado natural no es este. Cuando nos sentimos amenazados nuestro cerebro da la orden de producir cortisona, la hormona que nos prepara para huir o atacar ante un peligro. Y el estrés continuo acaba provocando una adicción mental que nos aleja de nuestro propio yo. La prisa nos aísla de nuestra identidad. ¿De quién o de qué tenemos miedo, que necesitamos huir? Quizás nuestro gran miedo sea afrontar la realidad de nuestra existencia, con todas sus cargas, tal como es…

Lo cierto es que al amanecer, ante el mar, allí me encuentro, solo en medio de la riada de gente que va y viene sin percibir lo que estoy contemplando. En ese momento de profunda soledad siento una mano amorosa que mece mi existencia y que me guía hacia la gran luz. Miro el camino luminoso sobre las aguas e imagino esa riada de personas sin rumbo que se despeñan por un barranco porque tienen sus sentidos cerrados a la vida. Ya pueden trabajar y ganar dinero, y cubrir todas sus necesidades materiales, emocionales y hasta sicológicas. Si no abren sus sentidos acabarán enfermando, porque nadie puede dejar de respirar la vida, la belleza, la espiritualidad. Quien se cierra acaba convirtiéndose en un cadáver andante, en una sombra a quien le molesta la luz y se esconde en las oscuras grietas del alma para vivir sin vida, sin pasión, a modo de piloto automático, lanzado hacia el abismo.

Tengo un poco de frío y me acerco a la cafetería del Hospital del Mar para tomar una infusión. Sentado en una mesita, vuelvo a perder la mirada hacia el mar. El sol ya entra con todas sus fuerzas por los cristales de la cafetería y se posa en mi mesa. Cojo entre mis manos frías la taza que casi quema y, mientras siendo el calor en los dedos, pienso en la fragilidad del ser humano, llamado a algo grande, que se obstina en no crecer por miedo a descubrir el auténtico valor de su vida. Quizás a algunos la vida los quema por dentro y prefieren vivir anestesiados. Yo les diría: ¡No tengáis miedo! Meteos en las aguas de vuestra existencia y descubriréis un misterioso rayo de luz iluminando vuestra vida y dándole sentido. Parad, respirad, agradeced. Id despacio. Deslizaos por la vida con suavidad. Descubriréis la belleza que hay en vuestro corazón, encontraréis perlas de insospechado valor escondidas en vosotros. Mirad cuando podáis el mar. Contemplad el amanecer y veréis qué emocionante es ver empezar el día. La luz de Dios ha entrado por vuestra alma dándoos un nuevo sentido. Probadlo y os enamoraréis. Vale la pena sentirse amado, acariciado, bañado por él. Abrid vuestros sentidos a la belleza y viviréis.

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