domingo, 20 de marzo de 2016

Entre la luz y la sombra

La realidad del ser humano es rica, compleja y a veces contradictoria. Tiene un ritmo interno profundo que le hace vivir con mil matices: vivencias, sensaciones emociones… Es tanto su amor a la vida que le llevará a situaciones límites, de gozo y de sufrimiento. Fuerza y fragilidad, convicciones y miedos, coraje e inseguridad hacen del hombre un ser apasionante y misterioso. Su libertad le llevará a vivir con intensidad el don de la excelencia y afrontar los diferentes retos para su crecimiento humano y espiritual.

Un aspecto que me ha ayudado a profundizar sobre el misterio del dolor han sido las reiteradas visitas que hice a una colaboradora mía en el hospital, los primeros quince días de enero. Según mis ocupaciones, la iba a ver en días y horas diferentes. Algunas veces iba por la mañana, otras a mediodía, otras por la tarde o por la noche. Entonces me di cuenta de que, de la misma manera que los años tienen sus estaciones y los días sus franjas horarias, la vida del ser humano también tiene sus ritmos psicológicos y emocionales. Lo cierto es que no es lo mismo el invierno, con su luz que cae oblicua y pálida entre los árboles desnudos, que la primavera, cuando los rayos del sol son más directos y potentes y los árboles empiezan a brotar de nuevo. No podemos negar nuestra vinculación con la madre naturaleza: somos radicalmente dependientes de ella desde que nacemos y esto marca nuestros biorritmos, condicionando incluso nuestro temperamento. No nos afecta igual un día gris y frío de invierno, que parece llenar de bruma el alma, que un día claro y luminoso acariciado por una brisa suave de primavera.

Hablo de  luz y oscuridad, de penumbra y claridad. Este es el ritmo de la naturaleza, pero también de la naturaleza humana. Cuántas veces el ser humano se abruma por el espesor de su mente; cuántas veces su alma está soleada porque vive una experiencia luminosa en su corazón.

Al ir al hospital en horas diferentes, pude apreciar la diferencia entre un paseo matinal, cuando los rayos de sol empezaban a acariciar las calles de la ciudad, y una caminata a mediodía, en medio del frenesí urbano, o por la tarde, cuando el crepúsculo oscurece el cielo y la actividad se va apagando, mientras la oscuridad creciente va anunciando la noche y la salida de la luna. Algunas veces iba cuando ya estaba totalmente oscuro y la cortina negra del firmamento cubría la ciudad, ansiosa por alargar el tiempo con sus focos artificiales. La noche invita a recogerse, nos llama a una tregua en nuestro ritmo acelerado para retomar fuerzas para el día siguiente.

Mis idas y venidas al hospital me hicieron valorar que el ser humano, frente a la enfermedad, también pasa por momentos y etapas en los que, más que nunca, es consciente de su realidad más profunda. Su fragilidad, verse tan desvalido y dependiente, le hace ver con más claridad la situación en que vive. Aunque esté lleno de tubos y cargado de agujas, su consciencia le hace lúcido e inicia un proceso de profunda introspección. Podría parecer que la enfermedad dolorosa le está restando vida. Pero en esas crisis de falta de luz y de razones para explicar lo que le pasa se está gestando, al mismo tiempo, una corriente interna que le ayuda a verse con más claridad por dentro.

La enfermedad es un claroscuro en el tapiz de la vida. El enfermo vive momentos de absoluta claridad y otros momentos de cansancio y dolor; algunos son de inquietud, otros son serenos y de abandono.

Mi colaboradora de la fundación vivía también estas dificultades; momentos de una claridad mental y con una calma a veces desconocida y otros momentos de dolor y angustia. Pero no cabía duda de que su fuerza espiritual nunca se rindió ni sucumbió al desespero. Fue plenamente consciente de la gravedad de su situación, pero vivió con inesperada serenidad su enfermedad. Supo extraer de ella un nuevo aprendizaje en su vida. Soltar lastre que le impedía vivir con paz y sosiego por una tendencia suya a la híper responsabilidad. Caer del caballo de la autosuficiencia la hizo darse cuenta de que su estrés la estaba lanzando al abismo. Poco a poco fue aprendiendo a echar las bridas a su caballo desbocado. Supo gestionar muy bien ese momento que la vida le regalaba: la oportunidad de ser una nueva mujer. ¿Por qué? Porque ella supo rentabilizar, en términos espirituales, lo que le había ocurrido. Supo introducir el silencio y la oración en ese claroscuro de su existencia, cuando parecía que su vida estaba en juego.

Hay dos momentos al día en que la oración es especialmente potente: al amanecer, cuando todo es silencio, y en el crepúsculo. Si sabemos conectar con lo divino, ese diálogo íntimo con Dios tiene unos efectos especiales de gracia. La intercesión en esos momentos es poderosísima. Quizás ella supo mecerse entre la luz y la sombra para dejar emerger la nueva persona. En su diálogo interior, supo moverse entre el crepúsculo y la confianza de un nuevo amanecer en su existencia. Y esto la llevó a vivir con una elegancia inusitada los días más dolorosos de su vida. Cada mañana, me explicaba, lo primero que hacía era deleitarse contemplando el amanecer sobre el mar, que podía divisar desde un enorme vitral en el extremo del pasillo de su planta. Desde allí caminaba a la otra punta del pasadizo, donde la vista alcanza al Tibidabo, y entonces oraba al Sagrado Corazón de Jesús ofreciéndole el día. Así hacía su primer paseo por el hospital. Empezaba el día alabando a Dios, su Creador, a Jesús, su Rey de reyes.

Saber admirar es convertir la contemplación en oración. Esto fue lo que realmente la resucitó y la curó.

No hay comentarios:

Publicar un comentario