La realidad del ser humano es rica, compleja y a veces
contradictoria. Tiene un ritmo interno profundo que le hace vivir con mil
matices: vivencias, sensaciones emociones… Es tanto su amor a la vida que le
llevará a situaciones límites, de gozo y de sufrimiento. Fuerza y fragilidad,
convicciones y miedos, coraje e inseguridad hacen del hombre un ser apasionante
y misterioso. Su libertad le llevará a vivir con intensidad el don de la
excelencia y afrontar los diferentes retos para su crecimiento humano y
espiritual.
Un aspecto que me ha ayudado a profundizar sobre el misterio
del dolor han sido las reiteradas visitas que hice a una colaboradora mía en el
hospital, los primeros quince días de enero. Según mis ocupaciones, la iba a ver
en días y horas diferentes. Algunas veces iba por la mañana, otras a mediodía,
otras por la tarde o por la noche. Entonces me di cuenta de que, de la misma
manera que los años tienen sus estaciones y los días sus franjas horarias, la
vida del ser humano también tiene sus ritmos psicológicos y emocionales. Lo
cierto es que no es lo mismo el invierno, con su luz que cae oblicua y pálida
entre los árboles desnudos, que la primavera, cuando los rayos del sol son más
directos y potentes y los árboles empiezan a brotar de nuevo. No podemos negar
nuestra vinculación con la madre naturaleza: somos radicalmente dependientes de
ella desde que nacemos y esto marca nuestros biorritmos, condicionando incluso
nuestro temperamento. No nos afecta igual un día gris y frío de invierno, que
parece llenar de bruma el alma, que un día claro y luminoso acariciado por una
brisa suave de primavera.
Hablo de luz y
oscuridad, de penumbra y claridad. Este es el ritmo de la naturaleza, pero
también de la naturaleza humana. Cuántas veces el ser humano se abruma por el
espesor de su mente; cuántas veces su alma está soleada porque vive una
experiencia luminosa en su corazón.
Al ir al hospital en horas diferentes, pude apreciar la
diferencia entre un paseo matinal, cuando los rayos de sol empezaban a
acariciar las calles de la ciudad, y una caminata a mediodía, en medio del
frenesí urbano, o por la tarde, cuando el crepúsculo oscurece el cielo y la
actividad se va apagando, mientras la oscuridad creciente va anunciando la
noche y la salida de la luna. Algunas veces iba cuando ya estaba totalmente
oscuro y la cortina negra del firmamento cubría la ciudad, ansiosa por alargar
el tiempo con sus focos artificiales. La noche invita a recogerse, nos llama a
una tregua en nuestro ritmo acelerado para retomar fuerzas para el día
siguiente.
Mis idas y venidas al hospital me hicieron valorar que el
ser humano, frente a la enfermedad, también pasa por momentos y etapas en los
que, más que nunca, es consciente de su realidad más profunda. Su fragilidad,
verse tan desvalido y dependiente, le hace ver con más claridad la situación en
que vive. Aunque esté lleno de tubos y cargado de agujas, su consciencia le
hace lúcido e inicia un proceso de profunda introspección. Podría parecer que
la enfermedad dolorosa le está restando vida. Pero en esas crisis de falta de
luz y de razones para explicar lo que le pasa se está gestando, al mismo
tiempo, una corriente interna que le ayuda a verse con más claridad por dentro.
La enfermedad es un claroscuro en el tapiz de la vida. El
enfermo vive momentos de absoluta claridad y otros momentos de cansancio y
dolor; algunos son de inquietud, otros son serenos y de abandono.
Mi colaboradora de la fundación vivía también estas
dificultades; momentos de una claridad mental y con una calma a veces
desconocida y otros momentos de dolor y angustia. Pero no cabía duda de que su
fuerza espiritual nunca se rindió ni sucumbió al desespero. Fue plenamente
consciente de la gravedad de su situación, pero vivió con inesperada serenidad
su enfermedad. Supo extraer de ella un nuevo aprendizaje en su vida. Soltar
lastre que le impedía vivir con paz y sosiego por una tendencia suya a la híper
responsabilidad. Caer del caballo de la autosuficiencia la hizo darse cuenta de
que su estrés la estaba lanzando al abismo. Poco a poco fue aprendiendo a echar
las bridas a su caballo desbocado. Supo gestionar muy bien ese momento que la
vida le regalaba: la oportunidad de ser una nueva mujer. ¿Por qué? Porque ella
supo rentabilizar, en términos espirituales, lo que le había ocurrido. Supo
introducir el silencio y la oración en ese claroscuro de su existencia, cuando
parecía que su vida estaba en juego.
Hay dos momentos al día en que la oración es especialmente
potente: al amanecer, cuando todo es silencio, y en el crepúsculo. Si sabemos
conectar con lo divino, ese diálogo íntimo con Dios tiene unos efectos
especiales de gracia. La intercesión en esos momentos es poderosísima. Quizás
ella supo mecerse entre la luz y la sombra para dejar emerger la nueva persona.
En su diálogo interior, supo moverse entre el crepúsculo y la confianza de un
nuevo amanecer en su existencia. Y esto la llevó a vivir con una elegancia
inusitada los días más dolorosos de su vida. Cada mañana, me explicaba, lo
primero que hacía era deleitarse contemplando el amanecer sobre el mar, que
podía divisar desde un enorme vitral en el extremo del pasillo de su planta.
Desde allí caminaba a la otra punta del pasadizo, donde la vista alcanza al
Tibidabo, y entonces oraba al Sagrado Corazón de Jesús ofreciéndole el día. Así
hacía su primer paseo por el hospital. Empezaba el día alabando a Dios, su
Creador, a Jesús, su Rey de reyes.
Saber admirar es convertir la contemplación en oración. Esto
fue lo que realmente la resucitó y la curó.
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