El ser humano constantemente se está topando con sus propios
límites. Pero su fuerza y creatividad son insospechadas, y es capaz de
luchar contra sus miedos. El proceso del crecimiento interior es un combate que a veces deja secuelas de heridas, rasguños y lesiones. No me refiero a las
huellas externas de un accidente o de alguna agresión violenta, sino a las
grietas y cicatrices que a primera vista no se ven, pero que quedan impresas en
lo más hondo de uno mismo: en el alma. Estas pueden ser tan profundas que a
veces ni siquiera sabemos que las tenemos, pero están ahí, y aunque queramos
taparlas, siempre salen en forma de reacciones incontroladas o gestos que no
dominamos ante situaciones que nos cuesta digerir. Muchas veces estas heridas
hipotecan nuestra existencia.
Somos lo que somos, fruto de una historia familiar y de una
educación que nos han llevado a adoptar patrones emocionales y, a
veces, incluso a una cierta bipolaridad. Pero también somos fruto de cómo
gestionamos la realidad en la que vivimos, nos guste o no, y de una
cultura, una sociedad con unos valores y unas instituciones y estructuras. Lo
cierto es que nadie se escapa: todos tenemos fisuras que nos marcan en el día a
día y si alguien cree que no las tiene, es un soberbio o quizás un
inconsciente. Somos fruto de lo bueno y de lo malo, y lo que hemos recibido nos
ha perfilado de una manera determinada. Nadie puede ignorarlo ni escapar de sí
mismo.
Pero, así y todo, lo agrietado tiene un valor inmenso sólo
por el hecho de formar parte de nosotros, que existimos y somos personas. No
importa la profundidad de los agujeros en la psique, tenemos un valor
intrínseco que ninguna cicatriz nos puede quitar.
¿Qué hacer para restaurar estas grietas, heridas o
cicatrices? Una persona muy amiga me hablaba recientemente de la “reparación
dorada”, un arte japonés que se explica con una leyenda. Se cuenta que cierto
emperador recibió como regalo una hermosa taza de porcelana china. La taza se
rompió y el emperador la devolvió para que se la reparasen. Se la retornaron
con unas grapas de bronce que unían los pedazos rotos. No le gustó, y entonces
un artesano le ofreció mejorar la reparación. Se la llevó a su taller de
orfebrería y al poco tiempo se la devolvió al emperador. Este quedó mudo de asombro:
la taza estaba entera, y las grietas habían sido recubiertas por hilos de oro
que trazaban un dibujo sobre la superficie. La taza reparada era más bella aún
que la original.
Esta historia da mucha esperanza. Toda derrota deja grietas
en la persona. Todo aquello que nos produce cansancio, tristeza, desasosiego,
todas aquellas situaciones que nos parten el corazón, pueden convertirse en una
hermosa joya si sabemos extraer un aprendizaje. Nuestra alma puede experimentar
una “reparación dorada”. Podemos aprender a tejer esas grietas y convertir la
experiencia de dolor en oro, tapizando el corazón roto y embelleciendo nuestra
realidad. Los límites ya no serán unas cicatrices, sino la señal dorada de una
experiencia que nos ha hecho crecer. Podríamos hablar de la belleza de los
límites, porque sin ellos no seríamos y gracias a ellos aprendemos a vivir.
Es tan bello un amanecer primaveral como una tormenta de
otoño. Todo forma parte de nuestro paisaje climático, y el paso de las
estaciones permite que la naturaleza se renueve y embellezca cada año.
Lo que nos hace ser cada vez más nosotros mismos es la
capacidad de ver belleza en lo imperfecto, porque forma parte de nuestra
naturaleza. Sólo así descubriremos que, tras una cicatriz, se esconde una
hermosa historia humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario