
El ruido se ha convertido en un compañero inseparable de
nuestra vida. Lo encontramos natural, lo vivimos como algo cotidiano y nos
acostumbramos a él, incluso cuando alcanza niveles excesivos.
Hago una distinción entre sonido y ruido. Hay sonidos
naturales que forman parte de nuestro día a día y no podemos evitar: el agua de
la ducha, el vapor de la olla y el crepitar del fuego cuando cocinamos, el
entrechocar de los platos cuando los lavamos o nuestros mismos pasos al
caminar; el sonido de nuestras voces cuando hablamos y los propios de cualquier
actividad. Para que el sonido pase a ser ruido tiene que haber un exceso y una
cierta violencia: griterío, portazos, tráfico, música estridente, elevación
excesiva de decibelios en potentes altavoces… Aquí es cuando estamos traspasando
la barrera de lo que podría considerarse normal.
A lo largo del día, no nos damos cuenta de que el ruido
martillea nuestras vidas. No paramos de hablar y de gritar, damos empujones y
nos movemos entre el rugir de las calles y los zumbidos de las máquinas.
Durante todo el día nuestro cerebro soporta esa agresión constante, que poco a
poco vuelve frágiles nuestros oídos. Es como estar dando puñetazos
continuamente a nuestro sistema auditivo. El ruido, aunque no lo percibamos,
genera un estado de alarma en nuestro cuerpo. Nuestras hormonas segregan
cortisona y adrenalina, unos neurotransmisores que se activan ante situaciones
de peligro y nos ponen en estado de defensa, parálisis o ataque. Esto, de
manera continuada, acaba alterando nuestro equilibrio interno.
Consideramos el ruido de las ciudades como algo normal, y
nos resignamos. El ruido altera nuestro oído y nuestro cerebro, que no están
preparados para soportar ciertos volúmenes. A la larga, se puede producir
sordera total o parcial.
Hay un ruido inevitable o que no está en nuestras manos
reducir, como el de un avión o el del tráfico. Pero otros ruidos sí podrían
reducirse. En algunos casos, son expresamente provocados, como el volumen
exagerado de la megafonía durante fiestas y eventos.
El ruido que nos aísla
El ruido dificulta la comunicación y, de rebote, afecta a
las relaciones humanas, que se empobrecen. El ruido nos aleja de los demás, de
nosotros mismos. Nos desplaza hacia la incomunicación, destruye el diálogo
sereno y fecundo. El ruido llega a penetrar tan a fondo en nosotros, que va
mermando nuestra capacidad de atender y escuchar. Poco a poco va fracturando el
alma para sumirla en el laberinto de la confusión, incapacitándola para pensar.
El ruido a un volumen elevado también puede provocar estados
alterados de conciencia. Los expertos en ventas y neuromarketing lo saben; lo
saben los organizadores de conciertos y grandes eventos. La música a gran
volumen genera sensaciones subjetivas y sentimientos colectivos, tan potentes
como los que pueda provocar una droga. El sonido embriaga, causa euforia, aleja
de la realidad y anestesia la mente, produciendo aturdimiento y dejando a la
persona vulnerable a cualquier manipulación. Es lo que sucede en las discotecas
e incluso en muchos centros comerciales, donde la música se utiliza para
inducir a la compra compulsiva.
Estamos rindiendo culto al dios ruido. Nos dejamos arrastrar
y llevar, porque quizás la vida cotidiana se nos hace demasiado dura, demasiado
indigesta. Vivir a veces es un drama y preferimos sumergir la cabeza en un
océano de sentimientos contradictorios para paliar el dolor existencial.
Preferimos meter todo nuestro ser en el búnquer cerrado de la música que
retumba y nos aísla, como un escudo protector. El ruido nos aleja de los
problemas, pero también de los demás. El ruido abre una brecha entre el tú y el
nosotros, nos desconecta.
El poder del silencio
En cambio, un sonido suave, como la media voz, o una música
delicada, nos abre. El silencio todavía es más poderoso. Actúa en la mente y en
el corazón como un antídoto terapéutico para volver a reconectarnos con lo
esencial de nuestro ser. Se necesita un proceso pedagógico para ir
familiarizándonos con algo que también forma parte de nosotros.
Hay personas que tienen miedo a estar en silencio. Necesitan
hablar y rodearse de sonidos y voces. Para algunos, es angustiante y no
soportan la dulzura del silencio reparador. No estamos acostumbrados a oír nada
durante un tiempo y nos resulta extraño. Cuando logramos callar, entonces el
ruido interior no deja de acecharnos. Cuando queremos desintoxicarnos, es tanta
la dependencia del ruido que nos da vértigo entrar en el silencio y conectar
con el núcleo de nuestra existencia.
Sí o sí necesitamos parar y escuchar el silencio. Son cada
vez más los psicólogos y terapeutas que lo recomiendan. Ni siquiera hablamos de
la oración, que en un cristiano es fundamental, sino simplemente de la armonía
del ser que se atreve a nadar en su océano interior.
Crecer en el silencio
Es necesario que, desde niños, se nos eduque en el silencio
para poder dar valor al diálogo con uno mismo. Al niño se le educa en otros
muchos valores que le harán crecer, pero la brújula que le orientará para ir
discerniendo en su vida es el silencio. Los niños son lúdicos y racionales, y
su motricidad debe ser estimulada para que crezcan con salud. Pero justamente
por eso el niño también tiene que ir descubriendo que, desde el silencio, puede
conocerse y tomar decisiones. No se trata de silenciar al niño, sino de
prepararlo para que sea libre y pueda saborear la vida en su máxima plenitud.
Cuando se acostumbre al silencio, ya no se tragará la cápsula del ruido sin
más, sino que tendrá una perspectiva de la realidad que le permitirá mirar más
lejos; su horizonte se le hará pequeño porque buscará la amplitud con ojos de
águila.
Cuando vas introduciendo espacios de silencio en tu día a
día, como algo natural, la dimensión de la realidad irá adquiriendo riqueza y matices
diferentes. Es como poner un foco luminoso sobre tu vida: te ayudará a ver más
allá de lo que ve la gente, oxigenará tu alma. Verás todo lo que acontece de
manera trascendida. Estar en silencio no es sólo no decir nada, o no hacer
nada. Estar en silencio es convertir ese momento en un tiempo fecundo que te
ayudará a descubrir el sentido de tu vida. No puedes tomar grandes decisiones si
no sales de los raíles del frenesí. Las decisiones cruciales necesitan de
largos silencios que te ayuden a descubrir quién eres y para qué estás en este
mundo. Tus grandes elecciones, la persona de tu vida, tus amigos, el propósito
vital, tus valores, tu vocación. Por eso, el silencio tiene un enorme valor
pedagógico porque, desde la experiencia, irás penetrando en lo más profundo de
ti mismo para encontrar la razón última de tu vida.
Sólo desde el silencio se puede discernir esa misteriosa
llamada a la que todos estamos invitados. Y sólo desde una apertura a lo
trascendente iremos descubriendo, poco a poco, nuestra misión en la vida. Es
una pena que el valor del silencio no se cultive más, no sólo en los espacios
religiosos, sino en el ámbito escolar, laboral y social.
Un minuto de silencio
Impresiona cuando vemos a una multitud haciendo unos minutos
de silencio en un campo de fútbol o en una plaza. Ver la inmensidad de personas
que guardan silencio sobrecoge. El sentido de fraternidad, respeto y
solidaridad crece y rompe barreras entre las personas. El silencio consciente
nos ayuda a generar una energía tan beneficiosa que empezamos a sentir un
profundo bienestar y una serenidad desconocida. En un espacio abierto y colectivo
tiene su importancia, aunque el tiempo sea corto.
Ahora imagina ese espacio como algo ordinario en tu vida.
Aunque sólo sea un minuto, puedes llegar a multiplicar sus beneficios. No, no
es un tsunami, es una brisa oceánica que envuelve todo tu ser. Déjate bañar en
la corriente de las caricias del silencio. Tu alma brillará más que nunca,
porque el silencio no es omisión de palabras ni de ruidos. El silencio es nadar
en tu mar interior para encontrarte con Aquel que te ha hecho existir, vivir,
amar; con Aquel que es la fuente de tu gozo pleno; Aquel que pone orden en tu
caos interno haciendo de tu alma una nueva creación, con hermosas cumbres y un
cielo lleno de estrellas que dan aliento, luz y alegría.
El silencio, en el fondo, nos lleva a nuestras raíces más
primigenias. Somos fruto de una profunda intención amorosa de un Dios que crea
porque ama. Sólo desde el silencio podremos entablar una estrecha relación con
el maestro del silencio, que es Jesús. Vivir del silencio es apostar por la
Vida en mayúsculas. No tengas miedo a
dejarte llevar por el viento del silencio. Este viento te ayudará a disfrutar
de los maravillosos paisajes de tu alma.
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