domingo, 22 de septiembre de 2019

Educar en el silencio


El ruido se ha convertido en un compañero inseparable de nuestra vida. Lo encontramos natural, lo vivimos como algo cotidiano y nos acostumbramos a él, incluso cuando alcanza niveles excesivos.

Hago una distinción entre sonido y ruido. Hay sonidos naturales que forman parte de nuestro día a día y no podemos evitar: el agua de la ducha, el vapor de la olla y el crepitar del fuego cuando cocinamos, el entrechocar de los platos cuando los lavamos o nuestros mismos pasos al caminar; el sonido de nuestras voces cuando hablamos y los propios de cualquier actividad. Para que el sonido pase a ser ruido tiene que haber un exceso y una cierta violencia: griterío, portazos, tráfico, música estridente, elevación excesiva de decibelios en potentes altavoces… Aquí es cuando estamos traspasando la barrera de lo que podría considerarse normal.

A lo largo del día, no nos damos cuenta de que el ruido martillea nuestras vidas. No paramos de hablar y de gritar, damos empujones y nos movemos entre el rugir de las calles y los zumbidos de las máquinas. Durante todo el día nuestro cerebro soporta esa agresión constante, que poco a poco vuelve frágiles nuestros oídos. Es como estar dando puñetazos continuamente a nuestro sistema auditivo. El ruido, aunque no lo percibamos, genera un estado de alarma en nuestro cuerpo. Nuestras hormonas segregan cortisona y adrenalina, unos neurotransmisores que se activan ante situaciones de peligro y nos ponen en estado de defensa, parálisis o ataque. Esto, de manera continuada, acaba alterando nuestro equilibrio interno.

Consideramos el ruido de las ciudades como algo normal, y nos resignamos. El ruido altera nuestro oído y nuestro cerebro, que no están preparados para soportar ciertos volúmenes. A la larga, se puede producir sordera total o parcial.

Hay un ruido inevitable o que no está en nuestras manos reducir, como el de un avión o el del tráfico. Pero otros ruidos sí podrían reducirse. En algunos casos, son expresamente provocados, como el volumen exagerado de la megafonía durante fiestas y eventos.

El ruido que nos aísla


El ruido dificulta la comunicación y, de rebote, afecta a las relaciones humanas, que se empobrecen. El ruido nos aleja de los demás, de nosotros mismos. Nos desplaza hacia la incomunicación, destruye el diálogo sereno y fecundo. El ruido llega a penetrar tan a fondo en nosotros, que va mermando nuestra capacidad de atender y escuchar. Poco a poco va fracturando el alma para sumirla en el laberinto de la confusión, incapacitándola para pensar.

El ruido a un volumen elevado también puede provocar estados alterados de conciencia. Los expertos en ventas y neuromarketing lo saben; lo saben los organizadores de conciertos y grandes eventos. La música a gran volumen genera sensaciones subjetivas y sentimientos colectivos, tan potentes como los que pueda provocar una droga. El sonido embriaga, causa euforia, aleja de la realidad y anestesia la mente, produciendo aturdimiento y dejando a la persona vulnerable a cualquier manipulación. Es lo que sucede en las discotecas e incluso en muchos centros comerciales, donde la música se utiliza para inducir a la compra compulsiva.

Estamos rindiendo culto al dios ruido. Nos dejamos arrastrar y llevar, porque quizás la vida cotidiana se nos hace demasiado dura, demasiado indigesta. Vivir a veces es un drama y preferimos sumergir la cabeza en un océano de sentimientos contradictorios para paliar el dolor existencial. Preferimos meter todo nuestro ser en el búnquer cerrado de la música que retumba y nos aísla, como un escudo protector. El ruido nos aleja de los problemas, pero también de los demás. El ruido abre una brecha entre el tú y el nosotros, nos desconecta.

El poder del silencio


En cambio, un sonido suave, como la media voz, o una música delicada, nos abre. El silencio todavía es más poderoso. Actúa en la mente y en el corazón como un antídoto terapéutico para volver a reconectarnos con lo esencial de nuestro ser. Se necesita un proceso pedagógico para ir familiarizándonos con algo que también forma parte de nosotros.

Hay personas que tienen miedo a estar en silencio. Necesitan hablar y rodearse de sonidos y voces. Para algunos, es angustiante y no soportan la dulzura del silencio reparador. No estamos acostumbrados a oír nada durante un tiempo y nos resulta extraño. Cuando logramos callar, entonces el ruido interior no deja de acecharnos. Cuando queremos desintoxicarnos, es tanta la dependencia del ruido que nos da vértigo entrar en el silencio y conectar con el núcleo de nuestra existencia.

Sí o sí necesitamos parar y escuchar el silencio. Son cada vez más los psicólogos y terapeutas que lo recomiendan. Ni siquiera hablamos de la oración, que en un cristiano es fundamental, sino simplemente de la armonía del ser que se atreve a nadar en su océano interior.

Crecer en el silencio


Es necesario que, desde niños, se nos eduque en el silencio para poder dar valor al diálogo con uno mismo. Al niño se le educa en otros muchos valores que le harán crecer, pero la brújula que le orientará para ir discerniendo en su vida es el silencio. Los niños son lúdicos y racionales, y su motricidad debe ser estimulada para que crezcan con salud. Pero justamente por eso el niño también tiene que ir descubriendo que, desde el silencio, puede conocerse y tomar decisiones. No se trata de silenciar al niño, sino de prepararlo para que sea libre y pueda saborear la vida en su máxima plenitud. Cuando se acostumbre al silencio, ya no se tragará la cápsula del ruido sin más, sino que tendrá una perspectiva de la realidad que le permitirá mirar más lejos; su horizonte se le hará pequeño porque buscará la amplitud con ojos de águila.

Cuando vas introduciendo espacios de silencio en tu día a día, como algo natural, la dimensión de la realidad irá adquiriendo riqueza y matices diferentes. Es como poner un foco luminoso sobre tu vida: te ayudará a ver más allá de lo que ve la gente, oxigenará tu alma. Verás todo lo que acontece de manera trascendida. Estar en silencio no es sólo no decir nada, o no hacer nada. Estar en silencio es convertir ese momento en un tiempo fecundo que te ayudará a descubrir el sentido de tu vida. No puedes tomar grandes decisiones si no sales de los raíles del frenesí. Las decisiones cruciales necesitan de largos silencios que te ayuden a descubrir quién eres y para qué estás en este mundo. Tus grandes elecciones, la persona de tu vida, tus amigos, el propósito vital, tus valores, tu vocación. Por eso, el silencio tiene un enorme valor pedagógico porque, desde la experiencia, irás penetrando en lo más profundo de ti mismo para encontrar la razón última de tu vida.

Sólo desde el silencio se puede discernir esa misteriosa llamada a la que todos estamos invitados. Y sólo desde una apertura a lo trascendente iremos descubriendo, poco a poco, nuestra misión en la vida. Es una pena que el valor del silencio no se cultive más, no sólo en los espacios religiosos, sino en el ámbito escolar, laboral y social.

Un minuto de silencio


Impresiona cuando vemos a una multitud haciendo unos minutos de silencio en un campo de fútbol o en una plaza. Ver la inmensidad de personas que guardan silencio sobrecoge. El sentido de fraternidad, respeto y solidaridad crece y rompe barreras entre las personas. El silencio consciente nos ayuda a generar una energía tan beneficiosa que empezamos a sentir un profundo bienestar y una serenidad desconocida. En un espacio abierto y colectivo tiene su importancia, aunque el tiempo sea corto.

Ahora imagina ese espacio como algo ordinario en tu vida. Aunque sólo sea un minuto, puedes llegar a multiplicar sus beneficios. No, no es un tsunami, es una brisa oceánica que envuelve todo tu ser. Déjate bañar en la corriente de las caricias del silencio. Tu alma brillará más que nunca, porque el silencio no es omisión de palabras ni de ruidos. El silencio es nadar en tu mar interior para encontrarte con Aquel que te ha hecho existir, vivir, amar; con Aquel que es la fuente de tu gozo pleno; Aquel que pone orden en tu caos interno haciendo de tu alma una nueva creación, con hermosas cumbres y un cielo lleno de estrellas que dan aliento, luz y alegría.

El silencio, en el fondo, nos lleva a nuestras raíces más primigenias. Somos fruto de una profunda intención amorosa de un Dios que crea porque ama. Sólo desde el silencio podremos entablar una estrecha relación con el maestro del silencio, que es Jesús. Vivir del silencio es apostar por la Vida en mayúsculas.  No tengas miedo a dejarte llevar por el viento del silencio. Este viento te ayudará a disfrutar de los maravillosos paisajes de tu alma.

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