domingo, 23 de febrero de 2025

Cuando el alba disipa la noche

Muchos de mis lectores sabéis que me gusta madrugar y sumergirme en la frescura del amanecer. Caminar hacia el mar a primera hora me permite respirar oxígeno puro, una infusión de energía extraordinaria. Salir del reposo nocturno que regenera y restaura nuestros órganos es esencial para iniciar con fuerza la batalla del nuevo día y emprenderlo con determinación y esperanza.

A partir del 22 de diciembre, tras el solsticio de invierno, comienza un lento avance hacia la claridad. Minuto a minuto, los días crecen y la luz va conquistando la noche. Con el cambio de horario, la oscuridad recuperará una hora, pero el proceso sigue su curso hasta la plenitud del verano, cuando el sol alcanza su cenit y derrama su luz más intensa sobre la ciudad.

Mientras camino, reflexiono sobre la armoniosa oscilación del eje terrestre, cuyo movimiento inclinado nos regala el vaivén de las estaciones. La alternancia del frío y el calor, el estallido de la primavera y el verano, que visten de verde frondoso los árboles, y el invierno silencioso que los despoja de sus hojas, reteniendo en su interior la savia latente que los regenerará.

La naturaleza sigue su ritmo, y también el ser humano tiene sus propios ciclos: biológicos, emocionales y espirituales. Estamos sujetos a cambios internos que influyen en nuestro estado anímico y en nuestras decisiones. Nuestro entorno, el clima, la luz y las circunstancias que nos rodean modelan nuestra percepción de la vida. Somos cuerpo y nuestra materia, a nivel molecular y atómico, está compuesta de los mismos elementos que la tierra que pisamos y el aire que respiramos.

Pero no solo interactuamos con la naturaleza, también con los demás. Nuestra dimensión social nos marca, y nuestras relaciones atraviesan sus propios ciclos de cercanía y distancia, de alegría y prueba.

El amanecer, con su luz creciente, el cielo que se torna de un azul cada vez más intenso y el mar plateado reflejando la calma celeste, me evocan una profunda serenidad. Sin embargo, cuántas veces sentimos que en nuestra alma hay oscuridad, y que esa penumbra tarda en disiparse. Nos angustia no ver con claridad el horizonte de nuestra vida. A veces atravesamos largos inviernos de incertidumbre, noches en las que el amanecer parece no llegar nunca. En esos momentos, el miedo al futuro nos paraliza, la confianza se debilita y la espera se vuelve insoportable.

Pero cuando confiamos verdaderamente, cuando nos abrimos a los demás y aceptamos con humildad nuestra vulnerabilidad, un rayo de luz comienza a filtrarse en nuestra alma. Poco a poco, la claridad desplaza a la tiniebla, el desaliento se disipa y se anuncia una nueva primavera. Se oye el canto de los mirlos, el revuelo de los pájaros entre las ramas, y la luz va cobrando fuerza hasta inundarlo todo.

Del largo y frío invierno pasamos al preludio de una primavera esplendorosa. Cuando aceptamos nuestras noches oscuras con humildad y abandono, aprendiendo de nuestra propia fragilidad, la luz acaba estallando en nosotros. Mientras los árboles se visten de hojas que danzan bajo el sol, también nuestra vida vuelve a ser fecunda y alegre.

Toda noche termina en amanecer. Toda incertidumbre, en certeza. La tristeza se convertirá en gozo, el desánimo en esperanza, y el dolor en júbilo. Es nuestra naturaleza: luchar, buscar sentido, descubrir en medio de la prueba que poseemos un alma con un potencial inmenso, capaz de transformarnos y de emprender grandes hazañas.

2 comentarios:

  1. Gracias padre Joaquín,por compartir está bella reflexion

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  2. El amanecer siempre da esperanza... Comprender los ritmos de la naturaleza y de nuestra vida interior da mucha paz y ayuda a sacar un bien de cada momento. También de los oscuros. ¡Gracias!

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