Estos días, ingresado en el hospital, he vivido largos momentos de soledad y reflexión. Estar postrado en cama me ha ofrecido la oportunidad —rara y valiosa— de observar, escuchar y meditar con detenimiento todo cuanto me rodeaba.
Una paradoja
Una de las cosas que más me ha llamado la atención ha sido
una paradoja constante. En el hospital se da un contraste evidente entre la
carencia de ciertos recursos básicos —personal escaso, equipamiento limitado,
incluso algo tan esencial como mantas o almohadas— y, por otro lado, la inmensa
calidad humana del equipo que trabaja en él. Enfermeros, auxiliares, celadores,
camilleros… todos ellos demuestran una capacidad de servicio admirable, marcada
por el cuidado, la atención, la paciencia y, a menudo, el buen humor. Son
grandes profesionales, y me atrevería a decir que, en muchos casos, verdaderos
vocacionados. Porque cuidar a alguien en condiciones de fragilidad no requiere
sólo conocimientos, sino una profunda empatía. La actitud, en estos casos, se
convierte en una terapia silenciosa y poderosa, que sana tanto el cuerpo como
el ánimo.
Los recursos médicos y tecnológicos son notables, pero
claramente insuficientes para la enorme demanda. He visto pasillos con
pacientes esperando, profesionales desbordados corriendo de un lado a otro,
tiempos de espera excesivos… Y no he podido evitar pensar que estas carencias
no son, en esencia, sanitarias, sino políticas. La salud pública no se prioriza
como merece. Se habla mucho de su importancia, pero los presupuestos no siempre
lo reflejan. Invertir en salud, en la cultura de la vida, debería ser una
prioridad ética. Y más ahora, cuando se destinan ingentes cantidades a
armamento. ¿No sería más humano —y más sabio— invertir en lo que realmente
sostiene y cuida la vida?
Una asignatura pendiente
Otra gran asignatura pendiente que he podido constatar es la
alimentación hospitalaria. Los menús que se sirven suelen ser de escasa calidad
nutricional y, en muchos casos, poco adecuados. Para quienes sufrimos problemas
digestivos, pueden incluso resultar contraproducentes. La alimentación debería
considerarse un pilar fundamental en la recuperación. Así como una mala dieta
puede enfermar, una buena puede sanar.
Tengo la impresión de que la nutrición sigue siendo la
cenicienta de la medicina. Su papel sigue sin ser plenamente integrado en los
protocolos hospitalarios. En mi caso, por ejemplo, al tomarse regularmente mis
constantes, se detectó una tendencia a la hipertensión y se me prescribió una
dieta baja en sal. Sin embargo, me sirvieron platos con salsas y grasas poco
aconsejables, y con una salinidad claramente perceptible. En otro momento, al
detectarme el azúcar elevado, el desayuno que me trajeron consistía en
carbohidratos refinados y dulces. Uno termina comiendo por hambre, sabiendo que
aquello no le beneficia. En cuanto mi familia comenzó a traerme comida cocinada
con mimo, sin sal y suave, tanto la tensión como el azúcar descendieron de
forma natural.
En los hospitales se minimiza la importancia de la
alimentación, y eso es un grave error. La comida servida —de catering barato,
en muchos casos— deja entrever una lógica más económica que médica. Sin
embargo, la digestión está íntimamente ligada a lo emocional, a lo que sentimos
y a lo que comemos. Ambos factores —afectividad y nutrición— son esenciales
para sanar.
El paciente consciente
La medicina del futuro, creo firmemente, debe integrar lo
natural, lo alimentario, lo emocional. Y también promover el conocimiento
personal. El paciente debe ser consciente de su situación, de sus límites, de
la necesidad de asumir la terapia, por incómoda que sea. No desde una pasividad
resignada, sino desde una actitud activa, colaboradora y, en la medida de lo
posible, positiva.
La relación entre médico, paciente y cuidador debe estar
tejida de empatía, sin que ello reste profesionalidad. El enfermo no debe
ignorar lo que le ocurre; debe comprenderlo para aceptar con más serenidad la
incomodidad transitoria de su estado.
En mi caso, el abandono en Dios ha sido fundamental. La
forma en que se vive una enfermedad puede ser, en sí misma, sanadora. No sólo
en el cuerpo, también —y sobre todo— en el alma.
Después de más de cincuenta años sin una sola intervención,
piso por primera vez un hospital. Siempre he procurado cuidarme, pero por
descuidos pasados sufrí una trombosis ocular que aún hoy me recuerda mis
límites. Ahora, estos cólicos pueden ser otra lección vital. Un aviso para
seguir cuidándome. Estar bien es una responsabilidad moral, hacia uno mismo y
hacia los demás. Porque solo si estamos bien, podemos servir bien.
Un aprendizaje
Todo lo que nos ocurre, incluso lo que más duele, puede
enseñarnos algo que aún no sabíamos. Y desde esa perspectiva, la enfermedad se
transforma en una maestra. Una experiencia que, paradójicamente, puede sanar.
También he constatado que los pequeños detalles importan:
respetar la intimidad del paciente, apagar las luces por la noche, evitar voces
estridentes, minimizar el ruido… Todo ello ayuda a descansar, a no sentirse
invadido, a sanar.
Porque, al final, el amor —en su forma más sencilla y
concreta— es profundamente sanador.
Vivimos tiempos de conquistas técnicas admirables: vamos a
la Luna, enviamos sondas a Marte, desarrollamos inteligencia artificial,
computación cuántica, cirugía robótica… Todo eso es fascinante. Pero si
perdemos la calidad humana, si olvidamos el poder de una mirada, una sonrisa,
una palabra de ternura, entonces corremos el riesgo de dejar de ser personas.
La persona humana es única. Y lleva inscrita en su ser una dignidad inviolable. Por eso, en los momentos más frágiles de la vida, no hay nada más necesario que otro ser humano a su lado.