domingo, 6 de abril de 2025

Reflexiones desde la cama de un hospital


Estos días, ingresado en el hospital, he vivido largos momentos de soledad y reflexión. Estar postrado en cama me ha ofrecido la oportunidad —rara y valiosa— de observar, escuchar y meditar con detenimiento todo cuanto me rodeaba.

Una paradoja

Una de las cosas que más me ha llamado la atención ha sido una paradoja constante. En el hospital se da un contraste evidente entre la carencia de ciertos recursos básicos —personal escaso, equipamiento limitado, incluso algo tan esencial como mantas o almohadas— y, por otro lado, la inmensa calidad humana del equipo que trabaja en él. Enfermeros, auxiliares, celadores, camilleros… todos ellos demuestran una capacidad de servicio admirable, marcada por el cuidado, la atención, la paciencia y, a menudo, el buen humor. Son grandes profesionales, y me atrevería a decir que, en muchos casos, verdaderos vocacionados. Porque cuidar a alguien en condiciones de fragilidad no requiere sólo conocimientos, sino una profunda empatía. La actitud, en estos casos, se convierte en una terapia silenciosa y poderosa, que sana tanto el cuerpo como el ánimo.

Los recursos médicos y tecnológicos son notables, pero claramente insuficientes para la enorme demanda. He visto pasillos con pacientes esperando, profesionales desbordados corriendo de un lado a otro, tiempos de espera excesivos… Y no he podido evitar pensar que estas carencias no son, en esencia, sanitarias, sino políticas. La salud pública no se prioriza como merece. Se habla mucho de su importancia, pero los presupuestos no siempre lo reflejan. Invertir en salud, en la cultura de la vida, debería ser una prioridad ética. Y más ahora, cuando se destinan ingentes cantidades a armamento. ¿No sería más humano —y más sabio— invertir en lo que realmente sostiene y cuida la vida?

Una asignatura pendiente

Otra gran asignatura pendiente que he podido constatar es la alimentación hospitalaria. Los menús que se sirven suelen ser de escasa calidad nutricional y, en muchos casos, poco adecuados. Para quienes sufrimos problemas digestivos, pueden incluso resultar contraproducentes. La alimentación debería considerarse un pilar fundamental en la recuperación. Así como una mala dieta puede enfermar, una buena puede sanar.

Tengo la impresión de que la nutrición sigue siendo la cenicienta de la medicina. Su papel sigue sin ser plenamente integrado en los protocolos hospitalarios. En mi caso, por ejemplo, al tomarse regularmente mis constantes, se detectó una tendencia a la hipertensión y se me prescribió una dieta baja en sal. Sin embargo, me sirvieron platos con salsas y grasas poco aconsejables, y con una salinidad claramente perceptible. En otro momento, al detectarme el azúcar elevado, el desayuno que me trajeron consistía en carbohidratos refinados y dulces. Uno termina comiendo por hambre, sabiendo que aquello no le beneficia. En cuanto mi familia comenzó a traerme comida cocinada con mimo, sin sal y suave, tanto la tensión como el azúcar descendieron de forma natural.

En los hospitales se minimiza la importancia de la alimentación, y eso es un grave error. La comida servida —de catering barato, en muchos casos— deja entrever una lógica más económica que médica. Sin embargo, la digestión está íntimamente ligada a lo emocional, a lo que sentimos y a lo que comemos. Ambos factores —afectividad y nutrición— son esenciales para sanar.

El paciente consciente

La medicina del futuro, creo firmemente, debe integrar lo natural, lo alimentario, lo emocional. Y también promover el conocimiento personal. El paciente debe ser consciente de su situación, de sus límites, de la necesidad de asumir la terapia, por incómoda que sea. No desde una pasividad resignada, sino desde una actitud activa, colaboradora y, en la medida de lo posible, positiva.

La relación entre médico, paciente y cuidador debe estar tejida de empatía, sin que ello reste profesionalidad. El enfermo no debe ignorar lo que le ocurre; debe comprenderlo para aceptar con más serenidad la incomodidad transitoria de su estado.

En mi caso, el abandono en Dios ha sido fundamental. La forma en que se vive una enfermedad puede ser, en sí misma, sanadora. No sólo en el cuerpo, también —y sobre todo— en el alma.

Después de más de cincuenta años sin una sola intervención, piso por primera vez un hospital. Siempre he procurado cuidarme, pero por descuidos pasados sufrí una trombosis ocular que aún hoy me recuerda mis límites. Ahora, estos cólicos pueden ser otra lección vital. Un aviso para seguir cuidándome. Estar bien es una responsabilidad moral, hacia uno mismo y hacia los demás. Porque solo si estamos bien, podemos servir bien.

Un aprendizaje

Todo lo que nos ocurre, incluso lo que más duele, puede enseñarnos algo que aún no sabíamos. Y desde esa perspectiva, la enfermedad se transforma en una maestra. Una experiencia que, paradójicamente, puede sanar.

También he constatado que los pequeños detalles importan: respetar la intimidad del paciente, apagar las luces por la noche, evitar voces estridentes, minimizar el ruido… Todo ello ayuda a descansar, a no sentirse invadido, a sanar.

Porque, al final, el amor —en su forma más sencilla y concreta— es profundamente sanador.

Vivimos tiempos de conquistas técnicas admirables: vamos a la Luna, enviamos sondas a Marte, desarrollamos inteligencia artificial, computación cuántica, cirugía robótica… Todo eso es fascinante. Pero si perdemos la calidad humana, si olvidamos el poder de una mirada, una sonrisa, una palabra de ternura, entonces corremos el riesgo de dejar de ser personas.

La persona humana es única. Y lleva inscrita en su ser una dignidad inviolable. Por eso, en los momentos más frágiles de la vida, no hay nada más necesario que otro ser humano a su lado.

domingo, 23 de febrero de 2025

Cuando el alba disipa la noche

Muchos de mis lectores sabéis que me gusta madrugar y sumergirme en la frescura del amanecer. Caminar hacia el mar a primera hora me permite respirar oxígeno puro, una infusión de energía extraordinaria. Salir del reposo nocturno que regenera y restaura nuestros órganos es esencial para iniciar con fuerza la batalla del nuevo día y emprenderlo con determinación y esperanza.

A partir del 22 de diciembre, tras el solsticio de invierno, comienza un lento avance hacia la claridad. Minuto a minuto, los días crecen y la luz va conquistando la noche. Con el cambio de horario, la oscuridad recuperará una hora, pero el proceso sigue su curso hasta la plenitud del verano, cuando el sol alcanza su cenit y derrama su luz más intensa sobre la ciudad.

Mientras camino, reflexiono sobre la armoniosa oscilación del eje terrestre, cuyo movimiento inclinado nos regala el vaivén de las estaciones. La alternancia del frío y el calor, el estallido de la primavera y el verano, que visten de verde frondoso los árboles, y el invierno silencioso que los despoja de sus hojas, reteniendo en su interior la savia latente que los regenerará.

La naturaleza sigue su ritmo, y también el ser humano tiene sus propios ciclos: biológicos, emocionales y espirituales. Estamos sujetos a cambios internos que influyen en nuestro estado anímico y en nuestras decisiones. Nuestro entorno, el clima, la luz y las circunstancias que nos rodean modelan nuestra percepción de la vida. Somos cuerpo y nuestra materia, a nivel molecular y atómico, está compuesta de los mismos elementos que la tierra que pisamos y el aire que respiramos.

Pero no solo interactuamos con la naturaleza, también con los demás. Nuestra dimensión social nos marca, y nuestras relaciones atraviesan sus propios ciclos de cercanía y distancia, de alegría y prueba.

El amanecer, con su luz creciente, el cielo que se torna de un azul cada vez más intenso y el mar plateado reflejando la calma celeste, me evocan una profunda serenidad. Sin embargo, cuántas veces sentimos que en nuestra alma hay oscuridad, y que esa penumbra tarda en disiparse. Nos angustia no ver con claridad el horizonte de nuestra vida. A veces atravesamos largos inviernos de incertidumbre, noches en las que el amanecer parece no llegar nunca. En esos momentos, el miedo al futuro nos paraliza, la confianza se debilita y la espera se vuelve insoportable.

Pero cuando confiamos verdaderamente, cuando nos abrimos a los demás y aceptamos con humildad nuestra vulnerabilidad, un rayo de luz comienza a filtrarse en nuestra alma. Poco a poco, la claridad desplaza a la tiniebla, el desaliento se disipa y se anuncia una nueva primavera. Se oye el canto de los mirlos, el revuelo de los pájaros entre las ramas, y la luz va cobrando fuerza hasta inundarlo todo.

Del largo y frío invierno pasamos al preludio de una primavera esplendorosa. Cuando aceptamos nuestras noches oscuras con humildad y abandono, aprendiendo de nuestra propia fragilidad, la luz acaba estallando en nosotros. Mientras los árboles se visten de hojas que danzan bajo el sol, también nuestra vida vuelve a ser fecunda y alegre.

Toda noche termina en amanecer. Toda incertidumbre, en certeza. La tristeza se convertirá en gozo, el desánimo en esperanza, y el dolor en júbilo. Es nuestra naturaleza: luchar, buscar sentido, descubrir en medio de la prueba que poseemos un alma con un potencial inmenso, capaz de transformarnos y de emprender grandes hazañas.

miércoles, 12 de febrero de 2025

La morera y el arte de renacer


Como muchos sabéis, gran parte de mis escritos nacen bajo la morera que crece en el patio de mi parroquia. Es un árbol que ha resistido el embate de los vientos, la caricia de la lluvia y el fuego del sol, el frío gélido y la sed de las sequías. Los años han curtido su corteza y debilitado sus ramas, pero sigue ahí, firme y generoso, otorgando al patio ese aire de remanso de paz. Su sombra cobija encuentros y confidencias; su presencia oxigena la vida.

Bajo su copa se han celebrado reuniones de trabajo, fiestas y eventos de toda índole. ¡Cuántos secretos guarda en su corazón! Cuántas palabras de novios, de amigos, de parejas que sellan un compromiso o celebran su aniversario han quedado suspendidas en el aire, cobijadas por su follaje. Sus hojas verdes son guardianas de recuerdos imborrables y testigos de sueños y anhelos pastorales que desgrano junto a ella.

Pero nuestra morera no es solo un árbol; es parte del alma de la parroquia. Con su ritmo, acompasa el tiempo de la comunidad y es fuente de inspiración para muchos de mis escritos. Siempre he querido cuidarla, velar por su salud y buscar los medios para su tratamiento, porque ella simboliza algo más profundo: la unión de quienes comparten su sombra.

Después de años sin poda, había crecido exuberante, pero muchas de sus ramas estaban secas y enmarañadas. El exceso de ramaje la debilitaba, dispersando su savia y agotando su energía vital. Era urgente una poda drástica, aunque dolorosa, para limpiar su copa y permitirle recuperar fuerza y armonía.

Un jardinero experto me explicó que los árboles también sufren, aunque en silencio. Sus raíces los sostienen, pero pueden manifestar su malestar de múltiples formas: crecen menos, pierden hojas o cambian de color, como los plátanos de Barcelona, cuyos troncos, normalmente gris plateado, se volvieron amarillos tras los veranos de intensa sequía. Es su manera de protegerse para no morir deshidratados.

Los árboles, discretos y resistentes, requieren atención y cuidado, como cualquier ser vivo. No son meras piezas del paisaje; cumplen una función esencial: embellecen, oxigenan, refrescan. Cuidarlos es un deber, parte de nuestra responsabilidad como custodios de la creación.

Una poda necesaria

Y, sin embargo, ellos nos enseñan algo más. Mientras observaba al jardinero manejar la motosierra con destreza y veía la montaña de ramas caídas en el suelo, pensé en cuánto nos parecemos a los árboles. También nosotros necesitamos, a veces, ser podados. Necesitamos soltar lo que nos debilita, desprendernos de lo superfluo, tomarnos pausas de silencio y regeneración para recuperar la claridad y la fuerza interior.

Cuando nos sentimos extraviados, sobrecargados de tareas o fragmentados por preocupaciones, es señal de que nuestras ramas están demasiado dispersas. Demasiada ocupación nos desgasta; demasiadas inquietudes nos enferman. Es necesario encontrar dirección y sosiego para evitar que nuestras raíces se debiliten.

Es cierto que la vida nos zarandea, que los vientos de la incertidumbre nos azotan. Pero si nuestras raíces están ancladas en valores sólidos, resistiremos. Si cultivamos el silencio y la oración, podremos florecer de nuevo. Aceptemos la poda cuando sea necesaria; aunque duela, es el camino para renacer con más vigor.

¿Dónde están nuestras raíces? ¿Cuál es nuestro tronco, nuestro propósito esencial?

Recuperar la esencia

Vivimos expuestos a mil influencias, pero urge reencontrarnos con lo que realmente nos sostiene. Descubrir la brisa interior que nos da paz y firmeza es vital para seguir adelante sin perder nuestro rumbo.

Si la morera tiene su función en este patio, ¡cuánto más el corazón humano cuando encuentra su verdadero lugar! Nada en la naturaleza, ni el árbol más majestuoso ni el bosque más frondoso, supera la belleza de un alma que ama. Un sacerdote amigo decía que un solo ser humano es más valioso que todas las estrellas del universo. En su pequeñez, es más grande que el cosmos entero, porque es cumbre de la existencia, imagen del Creador.

Hoy, si la contempláis, veréis a la morera desnuda, con pocas ramas extendidas como brazos amputados hacia el cielo. Pero en pocos meses brotará de nuevo, se vestirá de hojas verdes y renacerá más fuerte que nunca.

Así ocurre también con nosotros. Cuando tenemos el valor de retirarnos, de hacer silencio, de dejar que nos poden y nutrir nuestras raíces con el agua viva, volvemos a florecer. Y cuando llegue nuestra próxima primavera, estaremos listos para abrazar la vida con renovada plenitud. 

domingo, 2 de febrero de 2025

Escribir: edificar o destruir


A lo largo de mi vida, siempre he otorgado un profundo valor a la palabra como una herramienta sublime de comunicación. Sin embargo, también he afirmado que puede ser una espada de doble filo. La palabra tiene el poder de animar, construir, aconsejar, enriquecer las relaciones y forjar un diálogo lleno de valores. Puede ensanchar el alma. Pero también puede hacer lo contrario.

La palabra puede causar un dolor inmenso, abrir grietas irreparables y sembrar distancias. Cuando se usa para romper, herir, manipular u odiar, deja de ser un medio para construir y se convierte en un instrumento de destrucción. Entonces, ya no contribuye a nuestro crecimiento.

La palabra es sagrada y, como tal, debería estar siempre orientada hacia el bien. «De lo que está lleno el corazón, habla la boca». La palabra refleja lo que somos por dentro: si hay violencia en nuestro interior, sus efectos pueden ser letales.

Lo mismo ocurre con la escritura. Al escribir, podemos abordar temas y relatar historias que eleven la vida de las personas, que nutran la psique y el corazón. Pero también podemos convertir la escritura en un arma cargada de sesgo y manipulación. Las palabras pueden herir tanto como los gritos, las discusiones o la violencia verbal.

Los ataques, ya sean hablados o escritos, desgarran a quien los recibe. Pero en la escritura el daño puede ser aún mayor, pues la pluma, cuando es afilada por el rencor, se convierte en un bisturí implacable. Un grito puede surgir sin control, pero una frase escrita con intención destructiva ordena el pensamiento y canaliza el resentimiento con precisión. La pluma, en manos de una persona resentida, se transforma en un arma letal que apunta a donde más duele, con el propósito de destrozar.

Incluso puede disfrazarse de benevolencia, justificando la agresión con la excusa de que es "por el bien" del otro, cuando en realidad solo canaliza un fuego interior que no se domina. Un grito impacta por su estridencia, pero la palabra escrita penetra hasta el tuétano. El silencio de un escrito puede ser más atronador que un grito descontrolado; la suavidad de las letras, más mortífera que la rudeza de la voz.

Por eso, tanto al hablar como al escribir, debemos preguntarnos si estamos construyendo o destruyendo, si nuestras palabras harán crecer al otro con amor o si, por el contrario, sembrarán ruinas en su interior.