Cuando el cuerpo grita
Dicen que la salud es el silencio del cuerpo. Cuando nos
encontramos bien, no sentimos dolor, ni molestias, nuestro maravilloso
organismo responde y funciona sin que nos demos cuenta. ¡Cuántos procesos,
cuánta actividad sucede dentro de nosotros sin que seamos conscientes!
Pero si las cosas no van bien, el cuerpo tiene su propio
sistema de alarma para avisarnos. ¡Nunca nos traiciona! El cuerpo siempre nos
habla.
Primero susurra, luego levanta la voz; al final, si lo
ignoras, grita. El grito del cuerpo puede ser una enfermedad, un dolor súbito y
paralizante, una fiebre, un ataque. Es su manera de decirte: ¡Para! Has estado
haciendo algo erróneo durante mucho tiempo, y ya no puedo más. Te grito porque
necesitas detenerte y cambiar de rumbo.
La verdad es que no siempre sabemos cuidarnos. Puede pasar
mucho tiempo mientras una patología silenciosa se va incubando dentro de
nosotros. Hasta que un día comenzamos a tener sensaciones extrañas. Algo no funciona.
Poco a poco, comienza el dolor, primero leve y esporádico, pero con el paso del
tiempo cada vez más frecuente e intenso, hasta hacerse insoportable. A veces
dejamos pasar demasiado tiempo sin tomar decisiones y puede llegar a ser
demasiado tarde. Hay enfermedades de gravedad que pueden poner en peligro
nuestra vida.
Conectar con uno mismo
Con esto quiero reflexionar. Estamos tan desconectados de
nosotros mismos que no calibramos nuestro estado de salud. Al igual que ciertas
enfermedades mentales pueden llevar a confundir lo imaginado con lo real, disociándonos
de la realidad, también nos puede suceder lo mismo con el cuerpo. La
desconexión física nos lleva a ignorar sus mensajes, hasta que éste nos avisa
de forma contundente. La alarma del cuerpo es una experiencia dolorosa, y de
riesgo.
Por eso es necesario un centraje existencial. ¿Qué quiero
decir con esto? Centrarnos, enfocarnos, y ser muy conscientes de lo que sucede
en nosotros, en nuestro cuerpo, en nuestra mente y en nuestro espíritu. Debemos
caminar por la vida como el conductor atento para evitar accidentes que nos
llevan a la tragedia, tanto para nosotros como para nuestros seres queridos.
Cuando Jesús en el evangelio nos llama a vivir despiertos,
nos está diciendo: Estad siempre atentos a lo que sucede. Y también a lo que
hacéis: lo que pensáis, decís, hacéis y coméis. No llevéis una vida sin
sentido, dejándoos arrastrar por las circunstancias, lo que os distrae o
absorbe. Mirad lo que ocurre a vuestro alrededor y en vuestro interior, porque
todo esto os afecta.
Tómate el pulso. Vigila qué comes, cómo duermes, cómo te
mueves, cómo te sientes. Toma decisiones. Un pequeño cambio a favor de tu
salud, sostenido en el tiempo, puede marcar un antes y un después en tu armonía
física y psicológica.
Más adelante hablaré de la medicación, de la que a menudo se
abusa y que provoca efectos indeseados. A veces los mejores remedios no
consisten tanto en tomar pastillas, sino en cambiar hábitos. Y esto está en
nuestras manos.
Una conversión profunda
Un amigo nutricionista siempre me dice que los cambios
alimentarios son como una conversión espiritual. Estamos tan enganchados a
ciertos alimentos, sobre todo a los azúcares y a las grasas saladas, que la
comida se convierte en una adicción que genera dependencia más allá de las
necesidades nutricionales. Comemos más de la cuenta, y comemos lo que no
debemos. Esto, con el tiempo, causa estragos en nuestra salud. La mayor parte
de enfermedades de los países desarrollados tienen aquí su origen. Son
dolencias que prácticamente no existían en los países llamados pobres, hasta
hace poco.
Rechazar lo que sabemos que no es bueno implica esfuerzo.
Pide una gran consciencia y sensibilidad para detectar qué conviene y qué no
conviene a tu cuerpo. Un cambio puede empezar valorando qué ingieres y cómo lo
ingieres. Es un auténtico desafío, pues estamos habituados a comer productos
adictivos, a cualquier hora y de cualquier manera, de pie, en un sofá o ante la
pantalla, incluso en la cama, sin sentarnos a una mesa bien puesta, con mantel
y cubiertos, sirviendo con esmero los platos y saboreando despacio. Lo triste
es que cada vez más personas comen en exceso, no por hambre, sino para hacer
frente al estrés o anestesiar el dolor emocional ante los problemas que les
aquejan. La comida se convierte en paliativo y antidepresivo, aunque, como toda
droga, tiene su contraparte, generando otras patologías en el cuerpo.
Recaída y aprendizaje
La caída: una enfermedad, con sus achaques y dolores, nos
puede hacer reaccionar y replantearnos qué estamos haciendo.
Pienso en mi pancreatitis. Me sobrevino como algo
inesperado, pero pensándolo mejor, debo reconocer que mi cuerpo llevaba tiempo
avisándome. Después del ataque agudo y de pasar mes y medio en el hospital,
salí, bastante recuperado, pero no del todo.
Quizás salí con tantas ganas que quise correr, y no presté
suficiente atención a lo que comía. No estuve lo bastante atento, no escuché mi
ritmo interno, que me pedía más calma, más descanso, una dieta más suave.
No fui capaz de detectarlo y la reacción no se hizo esperar.
La infección se reprodujo y tuve que volver al hospital, quince días más.
Es cierto que en una pancreatitis hay factores que uno no controla.
Sabiendo que en mi abdomen quedó un pequeño resto de foco necrosado, que no se
pudo eliminar mediante el drenaje, el riesgo de reinfección estaba ahí.
La recaída ha sido leve y he vuelto a salir del hospital sin
infección ni líquido, y con mucha más energía que la primera vez.
Otra lección más, para agudizar el autoconocimiento y vivir
despierto, vigilante a cualquier señal del cuerpo. Un nuevo aprendizaje para
afinar más mi atención. Espero seguir aprendiendo y ser humilde para saber cuáles
son mis límites y dónde está esa línea roja que no debo traspasar.








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