Bajo su aparente sencillez se escondía una mujer con gran
personalidad y profundas raíces religiosas y morales. Frágil de aspecto, era
fuerte en sus convicciones. Creía en la fuerza de la oración y rezaba cada día,
por su hija y por sus familiares. Como una vela encendida, desprendía luz que
iluminaba su entorno más cercano.
Un rasgo muy propio de ella era su alegría vital. Entusiasta
y servicial, sabía cuidar a los suyos con gran esmero y cariño. Era una gran
cuidadora. Además, atendió a muchas personas enfermas en la Clínica de Lourdes,
donde trabajó largos años. La vida no le fue fácil, pero en medio de las
dificultades siempre estaba atenta a los demás. En su círculo más íntimo sabían
que podían contar con ella cuando la necesitaran.
Pese a su aspecto menudo y frágil, tenía una enorme
capacidad de servicio y una energía inagotable. Sabía acoger con serenidad y
transmitía esperanza, de ahí que generase vínculos con numerosas personas que
le abrían su corazón.
Ana María procedía de Albacete, de un pueblo llamado
Villavaliente. Era la segunda de los seis hijos que tuvieron Victorino y
Gabriela, y la mayor de las niñas. Muy joven le tocó vivir unas circunstancias
difíciles: a temprana edad tuvo que cuidar de sus padres, enfermos, y de sus
hermanos menores. Pese a su juventud, mostró una entereza y una madurez
asombrosas, asumiendo la responsabilidad de la familia. Nunca se quejó, pues
sus padres lo eran todo para ella, y lo demostró con su amor incondicional.
Estuvo allí donde le tocó estar y se convirtió en la guardiana y cuidadora de
la familia. Sus hermanos menores, Brauli, Matías y Víctor la consideraban como
una segunda madre.
Su bondad y humanidad la llevó a cruzarse con muchas otras
personas. De manera providencial conoció a Rosa, su amiga del alma, que ahora
siente una gran pérdida. Con el paso del tiempo tejieron una sólida amistad con
raíces cada vez más hondas. Eran como hermanas y mantuvieron la frescura de su afecto
durante cuarenta años. Se ayudaban, se acompañaban, compartían muchas cosas, se
querían. Rosa era como parte de su familia y ahora siente un profundo vacío.
Solo la esperanza de una vida eterna mantiene su fe en el reencuentro.
Ana se fue el día 15 de octubre de 2024. Su pérdida ha
conmocionado a la familia, los amigos y vecinos del barrio, pues tenía un trato
amable y cordial con todos. Era una mujer pequeña de cuerpo, pero grande de
alma. La bondad que reflejaba su rostro se traducía en una capacidad especial
para empatizar con la gente. No dejaba a nadie indiferente. Dejó huella en el
corazón de muchos por su dulzura y su discreción. Se deslizó por la vida sin
ruido, creciendo humana y espiritualmente. Hablaba con suavidad y en su voz se
traslucía una rica vida interior. Su fe, que la llevó a formar parte de la
Legión de María, sostenía su vida y sus valores.
Hoy, su hija Encarna, sus hermanos y familiares sienten una profunda desolación. Su presencia amable se ha convertido en una ausencia difícil de asimilar, y así lo sienten todos los que vivían en su entorno. Los recuerdos pueblan la memoria y aumentan la sensación de pérdida.
Así era Ana, esta mujer sencilla y discreta que supo crear un fuerte tejido social a su alrededor, alimentado con sus muestras de afecto y su incansable entrega, pese a las limitaciones que tenía. Su existencia ha sido un regalo para todos los que la hemos conocido.