domingo, 17 de noviembre de 2024

Una vida volcada a los demás

Conocí a Ana hace unos años. Es una persona sencilla y cercana, que formaba parte del tejido social del barrio. Muy amable y acogedora, era fácil conectar con ella y quererla.

Bajo su aparente sencillez se escondía una mujer con gran personalidad y profundas raíces religiosas y morales. Frágil de aspecto, era fuerte en sus convicciones. Creía en la fuerza de la oración y rezaba cada día, por su hija y por sus familiares. Como una vela encendida, desprendía luz que iluminaba su entorno más cercano.

Un rasgo muy propio de ella era su alegría vital. Entusiasta y servicial, sabía cuidar a los suyos con gran esmero y cariño. Era una gran cuidadora. Además, atendió a muchas personas enfermas en la Clínica de Lourdes, donde trabajó largos años. La vida no le fue fácil, pero en medio de las dificultades siempre estaba atenta a los demás. En su círculo más íntimo sabían que podían contar con ella cuando la necesitaran.

Pese a su aspecto menudo y frágil, tenía una enorme capacidad de servicio y una energía inagotable. Sabía acoger con serenidad y transmitía esperanza, de ahí que generase vínculos con numerosas personas que le abrían su corazón.

Ana María procedía de Albacete, de un pueblo llamado Villavaliente. Era la segunda de los seis hijos que tuvieron Victorino y Gabriela, y la mayor de las niñas. Muy joven le tocó vivir unas circunstancias difíciles: a temprana edad tuvo que cuidar de sus padres, enfermos, y de sus hermanos menores. Pese a su juventud, mostró una entereza y una madurez asombrosas, asumiendo la responsabilidad de la familia. Nunca se quejó, pues sus padres lo eran todo para ella, y lo demostró con su amor incondicional. Estuvo allí donde le tocó estar y se convirtió en la guardiana y cuidadora de la familia. Sus hermanos menores, Brauli, Matías y Víctor la consideraban como una segunda madre.

Su bondad y humanidad la llevó a cruzarse con muchas otras personas. De manera providencial conoció a Rosa, su amiga del alma, que ahora siente una gran pérdida. Con el paso del tiempo tejieron una sólida amistad con raíces cada vez más hondas. Eran como hermanas y mantuvieron la frescura de su afecto durante cuarenta años. Se ayudaban, se acompañaban, compartían muchas cosas, se querían. Rosa era como parte de su familia y ahora siente un profundo vacío. Solo la esperanza de una vida eterna mantiene su fe en el reencuentro.  

Ana se fue el día 15 de octubre de 2024. Su pérdida ha conmocionado a la familia, los amigos y vecinos del barrio, pues tenía un trato amable y cordial con todos. Era una mujer pequeña de cuerpo, pero grande de alma. La bondad que reflejaba su rostro se traducía en una capacidad especial para empatizar con la gente. No dejaba a nadie indiferente. Dejó huella en el corazón de muchos por su dulzura y su discreción. Se deslizó por la vida sin ruido, creciendo humana y espiritualmente. Hablaba con suavidad y en su voz se traslucía una rica vida interior. Su fe, que la llevó a formar parte de la Legión de María, sostenía su vida y sus valores.

Hoy, su hija Encarna, sus hermanos y familiares sienten una profunda desolación. Su presencia amable se ha convertido en una ausencia difícil de asimilar, y así lo sienten todos los que vivían en su entorno. Los recuerdos pueblan la memoria y aumentan la sensación de pérdida.

Así era Ana, esta mujer sencilla y discreta que supo crear un fuerte tejido social a su alrededor, alimentado con sus muestras de afecto y su incansable entrega, pese a las limitaciones que tenía. Su existencia ha sido un regalo para todos los que la hemos conocido. 

domingo, 10 de noviembre de 2024

«Ens en sortirem!»

Nuria Piqué Viadiu nació el día 8 de agosto de 1942 en Mura, población medieval del Bages, de la que ella guardaba gratos recuerdos de su infancia. Sus padres, Salvador y María, tuvieron cuatro hijos. Uno de ellos falleció siendo pequeño. Pedro, el mayor, está casado y tiene tres hijas: Montserrat, Nuria y Asun, madre de Yusuf y María. Los sobrinos nietos eran la alegría de Nuria. Fina, su hermana menor, murió a causa de un accidente de coche. Su recuerdo era frecuente pues era una persona de mucha valía que dejó un recuerdo imborrable para quienes la conocieron.

Nuria fue a la escuela de Mura y luego hizo cursos de costura en Manresa. En esta ciudad estableció amistad con una persona del Opus Dei que impartía medios de formación a varias amigas. Más tarde trasladó a Barcelona para matricularse a un curso de corte y confección en la Escuela Pineda, obra corporativa del Opus Dei, situada en la avenida República Argentina. Al terminar los estudios se facilitaba trabajo a las alumnas en establecimientos de prestigio de Barcelona. Pero Nuria, al conocer mejor el Opus Dei en la escuela, pidió la admisión como agregada.

Pronto colaboró en la escuela Pineda dando a conocer todas las ramas de Formación Profesional que se impartían allí, así como la  titulación de Graduado Escolar, necesaria para formalizar un contrato de trabajo. Estos cursos eran becados si accedía a ellos un número determinado de alumnas. Nuria, con su Citroën «dos caballos», recorrió varias ciudades de España dando a conocer esta oportunidad de estudio y empleo en la Escuela Pineda a numerosas alumnas que finalizaban la Educación General Básica.

Por la escasez de espacio se vio la conveniencia de establecerse en Bellvitge, zona de Hospitalet que crecía rápidamente en los años de severa inmigración. Los estudios de Formación Profesional impartidos en Barcelona se trasladaron allí. Nuria colaboró muy activamente en la instalación y luego en el mantenimiento de la Escuela Pineda, que amplió estudios con Enseñanza Primaria y Secundaria, llegando a contar con ochocientas alumnas matriculadas. Nuria contribuía impartiendo educación cristiana a distintos niveles.

Trabajadora incansable, asumía con responsabilidad y un profundo espíritu de servicio su tarea. Allí donde estaba sabía generar un buen clima. Le gustaba que las alumnas estuvieran a gusto; por eso ellas la buscaban para pedirle los menús más apetecibles para ellas.

Otra dedicación laboral se le presentó al ofrecerle el IESE (Escuela Superior de Empresas) la corresponsalía de libros para los alumnos de máster, procedentes de varios países del mundo.  Orientada por los profesores y su gusto por la lectura, facilitaba a los alumnos los ejemplares más adecuados a su especialidad y de formación cristiana en varios idiomas. Se dedicó a estas labor hasta su jubilación.

Su amor por la lectura era extraordinario: disfrutaba leyendo y había en ella una inquietud por el saber y por llegar al fondo de las cosas. Intentaba sacar el máximo jugo de los libros y quería que sus compañeras de vocación también conociesen a fondo los textos que proponía.

Nuria Piqué poseía una fuerte personalidad. Recia y convincente en sus principios morales y religiosos, se distinguía por su entrega y servicio a los demás. Ante las situaciones complejas, siempre sabía ver el lado positivo y extraer algo bueno. Para ella todo sumaba y aprovechaba todo lo que pudiera aportarle la vida. Miraba las cosas con una óptica amplia, como si las viera desde el más allá. Una expresión muy suya definía su actitud vital de total confianza en Dios: «Ens en sortirem!», decía, en su catalán materno.

Tanta era su fe que, aunque pasara por situaciones extremas, tenía la certeza de que Dios actuaría en la historia.

En su última etapa, ya jubilada, padeció una enfermedad que limitó su vida y sus quehaceres, pero supo afrontar con serenidad y lucidez los últimos tiempos, con gran realismo y muy consciente de su situación, incluyendo los cambios anímicos. Poco a poco, a medida que se acercaba su final, añadía a su lema una coletilla de total abandono: «El que Déu vulgui». Especialmente lo decía en los momentos más duros de su enfermedad.

Núria murió el día 15 de octubre de 2024. Todos los que la conocieron y trabajaron con ella la recordarán con enorme cariño y gratitud.

domingo, 3 de noviembre de 2024

En memoria de Pilar González


Pilar nos ha convocado y desde la parroquia de San Félix queremos manifestar nuestra profunda gratitud, primero por haberla conocido. Recuerdo ese día, el 19 de septiembre de 2010, hace catorce años. Ella se interesó mucho por el nuevo cura que tomaba posesión de la parroquia. Era una mujer inquieta, muy abierta. Después de la celebración nos saludamos amigablemente y comentó que había quedado muy contenta de conocer al nuevo párroco. Ese fue el inicio.

Agradezco a Dios haberla conocido porque, ¿qué puedo decir de Pilar? Una mujer apasionada, entregada, servicial. Supo encajar perfectamente en esta parroquia, ofreciendo todo su saber. Inquieta intelectualmente, con una enorme formación académica en psicología de grupos, impartió su conocimiento al grupo de voluntarios del comedor social. Fue una experiencia muy interesante. También estuvo en el consejo pastoral de la parroquia.

Su presencia ya era un valor en sí. Era una mujer activa, no quería quedarse en casa. Participó en el grupo de tertulias y organizó varias charlas. Y mantuvo conversaciones intensas con los voluntarios del comedor, cuando se quedaban un ratito a comer juntos.

Por eso quiero agradecer, como rector, que Pilar haya pasado aquí un tiempo largo y haya dejado su estela. Era una persona que vivía su vida como una auténtica vocación.

También quiero agradecer que tanto ella como Manuel, su esposo, confiaran en mí para la publicación de algunos libros. Entre ellos, Los templos vacíos, de Manuel, e Instantáneas, un libro fresco y precioso que habla de momentos clave de la vida de Pilar, en pinceladas.

Pilar supo sintonizar su amor a las ciencias con su fe. Para ella no era un problema conjugar su enorme capacidad intelectual y su inquietud filosófica con la sencillez en la fe. Sabía estar como una más entre los feligreses, y me gustaba esta normalidad en ella.

Pilar ha dejado un testimonio en esta parroquia. Y, por lo que veo, también en el mundo académico ha dejado una huella profunda entre sus alumnos y en su entorno. Pilar mordía la vida. Su inquietud la llevó a viajar y a ser innovadora en la investigación psicológica.

Sé que es inevitable evocar recuerdos. También era alguien con una enorme personalidad. Defendía sus ideas con vehemencia y empuje. Creía en lo que hacía, vivía y sentía.

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Jesús dice: «Que no tiemble vuestro corazón». Es inevitable que el corazón tiemble cuando alguien muy querido se va. Con él se va la amistad, todo lo que significaba esa persona. Pero Jesús dice que irá a prepararnos un sitio, y cuando vuelva, nos llevará consigo. ¡Qué esperanza nos da! La muerte no es caos, no es vacío, no es absurdo. No es oscuridad y sinsentido, al contrario. Justamente la muerte es el tránsito a una nueva Vida con mayúscula, una vida llena de luz. Así nos ha concebido Dios: no para que muramos y ya está. Es necesaria la transformación para dar un salto y proyectarnos hacia la trascendencia. Qué paz saber que él, cuando se fue, dijo: «Me voy, pero estaré siempre con nosotros».

Ella se ha ido, pero Jesús ya le ha buscado un sitio, una morada preciosa, una estancia junto a Dios, en la eternidad.

«Yo soy el camino», dice Jesús. Es un camino apasionante que Pilar supo vivir con su amor a la ciencia y a la fe.

«Yo soy la verdad.» «La verdad os hará libres.» Pilar era una persona realmente libre. Cuando quería algo, se lanzaba con fuerza y tenacidad. Su verdad, detrás de la psicología de grupos, era el deseo de que los grupos mantuvieran una unidad, sintonizaran, crecieran. Ella aplicaba esta dimensión gregaria de la humanidad a los grupos que formaba, tanto en la empresa como entre amigos, en la iglesia y en la universidad.

La verdad es también unidad, y ella, en su grupo, lo llevó a la práctica.

«Yo soy la vida.» Pilar la ha vivido intensamente, porque más allá de la ciencia, sabía que todo está sostenido por el Creador que ha hecho posible su existencia. Incluso todo aquello que podía dar, porque era una mujer privilegiada, pues sabía comunicar extraordinariamente bien, era un carisma muy especial de ella.

Una vida intensa, apasionada, bella, generosa. Pilar estallaba de plenitud. Ahora, está viviendo la Plenitud en mayúscula. Aquí la vivió entregándose, ahora está allí, disfrutando quizás de una cierta calma, porque su vida fue trepidante; de la paz interior con Aquel que es la fuente de su esencia, de su vida. Me decía esto: «Yo no soy sin Dios, todo me lo ha dado.» Todo el saber, el amor por todo lo que ha hacía vibrar: filosofía, cosmología, ciencia.

Tanto la comunidad como yo estamos muy agradecidos por haber conocido a Pilar y a su familia. Nos ha dejado un legado y ahora disfruta de la presencia amorosa de Dios en la eternidad.

domingo, 27 de octubre de 2024

El arte del Creador


Sentir la creación es detenerse para bucear en las aguas de la belleza. Admirarla es fundirse en ella: respiras, y te sientes vivo en su abrazo.

En mis paseos matinales, avanzo como un nadador en un océano de maravillas. En otoño, al salir a caminar, el mundo aún está sumido en la penumbra. Las farolas permanecen encendidas, y su luz impide distinguir las estrellas en el cielo. Los coches, que ya comienzan a circular, con el roce de sus ruedas sobre el asfalto y el brillo de sus faros, parecen robarle a la noche algo de su magia y misterio.

Pero al acercarme al mar, la calma se instala en mí, y percibo la claridad de la luna extendiendo su luz sobre el manto del amanecer.
El descanso nocturno nos repara, tanto en el cuerpo como en la psique: nuestras células se regeneran y el equilibrio regresa. La mente se vuelve más lúcida y el ánimo florece. Pero más allá de esta renovación física, el paseo matinal despierta en mí una emoción estética. Cuando alcanzo el paseo marítimo y el mar se despliega ante mis ojos, el cielo se tiñe de tonalidades infinitas: nubes oscuras sobre el agua se alzan como montañas escarpadas; el sol, aún oculto, irradia destellos de rojo, salmón y oro en el horizonte, como un preludio del amanecer. Observo este magnífico lienzo y siento la obra del Creador derrochando belleza; un estremecimiento recorre mi ser.

Sigo caminando, flanqueado por luces que parecen antorchas encendidas, señalándome el camino en la penumbra hacia el estallido de luz y color que me espera. A menudo, me encuentro completamente solo, y esa soledad intensifica la experiencia.

En la playa, contemplo cómo cada amanecer es una obra nueva, distinta, trazada por la mano del Creador. Sus pinceladas me ofrecen una vista que ninguna imaginación humana podría replicar. Absorto ante el espectáculo de un nuevo día en ciernes, pienso: ¡Qué regalo tan inagotable! Tanta belleza abundante, y nosotros, en la cúspide de esta creación amorosa. Dios nos ha brindado el mundo como el mejor de los hogares, un don especial. Por eso, debemos aprender a cuidarlo y preservarlo.

Ojalá pudiéramos descubrir en la naturaleza el amor de Dios hacia su criatura. Sumergirnos en el silencio y la calma de la mañana nos hace sentir vivos, recordándonos que la vida cobra sentido cuando saboreamos el pulso de un nuevo día, uno más, entregado para que valoremos lo que tenemos y lo que somos. Solo así podremos vivir en plenitud, agradeciendo y amando todo lo creado, y muy especialmente al ser humano, reflejo de Dios. 

La hermosura que contemplo cada mañana palidece ante el insondable misterio del hombre, consciente de sí mismo y de su Creador. Esa es la diferencia con el cosmos, que carece de consciencia. El hombre, en cambio, sí la tiene, y se estremece cuando sus ojos se recrean ante tanta belleza.

martes, 17 de septiembre de 2024

Un Pilar Sólido

Este escrito quiere recordar a Pilar Socías, una persona con profundas convicciones, compacta y fuerte. Ha sido sostén de su familia, volcada a ella con una entrega sin medida. Para Pilar, su familia era sagrada. Quería siempre lo mejor para los suyos y no escatimaba esfuerzos para cohesionarla. Era lo primero en su vida.

Cuidó especialmente la relación con su hija. Su sintonía y conexión era total. Los sufrimientos que fue padeciendo no rebajaron la intensidad de su amor materno filial. Conservó su madurez y serenidad frente a las diferentes enfermedades que tuvo que soportar. Mujer tenaz y valiente, luchó afrontando las dudas y temores que seguramente surgieron en su interior. Pero su visión trascendente de la vida la ayudó a manejar situaciones límite. Pilar era una auténtica guerrera y jamás decayó en su esperanza. Nos ha dejado el ejemplo de una luchadora incansable hasta el final.

Pero no todo eran luchas: Pilar tenía una sensibilidad especial, que se manifestaba en su amor a la literatura. Pertenecía a un círculo de lectura que semanalmente se reúne a leer obras de los grandes clásicos. Navegando entre sus pasajes ahondaba sobre la realidad humana con extrema finura y penetración.

Roca firme en sus principios y convicciones, mantuvo su elegancia humana durante todas las etapas de su itinerario hasta el final. Demostró su valentía en medio de la incerteza y una tranquilidad última donde se vislumbraba la esperanza. Lo dio todo, hasta en los momentos más duros. Su amor a la familia la sostenía y puso todo su empeño en mejorar su salud, con tenacidad increíble, probando toda clase de remedios.

Pero no fue suficiente. La vida a veces es así, pero el rayo de luz interior que la iluminaba se ha convertido en un legado para todos: su hija Elena, su yerno Víctor, sus nietos Bernat y Aran, para ti, Ferran, para sus amigos.

En las últimas semanas de su vida tuve la oportunidad de hablar con ella. Participaba cuanto podía en la misa dominical y me di cuenta de que, tras su aspecto sencillo y su serena presencia en su corazón se escondían enormes valores. Era un cofre lleno de perlas: amabilidad, atención, deseo de servir y ayudar, amor. El destello de su mirada se iba apagando, pero aún vivía con intensidad. Aunque la vida se le escapaba, su corazón nunca dejó de vibrar.

Ahora, desde el cielo, seguirá protegiendo a los suyos. Como madre, abuela, compañera y amiga, supo dar lo mejor de sí misma. Aunque tuviera dudas, el cielo no es solo para los que creen, sino para los que aman. Esta es la promesa que Jesús nos hizo. Por eso tengo la certeza de que algún día, por encima de lo que nuestra razón pueda entender, Pilar nos estará esperando en un lugar más allá de las estrellas, en la eternidad.

domingo, 8 de septiembre de 2024

Silencio reparador

Como bien sabéis muchos de mis lectores, en verano procuro pasar unos días lejos de mi lugar habitual de trabajo para descansar, revisar el curso pasado y planificar el que se inicia en septiembre. Es un tiempo de sosiego y calma interior, un cambio de ritmo e intensidad en mis quehaceres, que me ayuda a focalizar y orientar el nuevo curso, con el fin de mejorar y que suponga un mayor crecimiento humano y espiritual. Se trata de perseverar y acertar en mi cometido pastoral. Para esto necesito retirarme para cambiar de perspectiva y ver interiormente dónde estoy y si todo lo que hago está en sintonía con lo que soy y con mi misión. Un profundo análisis se hace necesario para no caer en errores y mejorar toda la labor. La finalidad es dar los frutos deseados en la ardua tarea de dirigir una comunidad llamada a vivir de manera coherente y sintiéndose parte de un proyecto común.   

Un ritmo sosegado

Cuando disfrutas de un espacio en medio de la naturaleza, de inmediato te das cuenta de que el ritmo interior se desacelera y la calma te invade. Te percatas de la velocidad interna y el ritmo frenético que has incorporado vitalmente en tu día a día. Pero en el campo la velocidad disminuye y eres más consciente del presente y hasta de tu propia respiración. La carrera cotidiana se convierte en un caminar; la mirada se vuelve más lúcida y la capacidad de análisis se agudiza. Una mayor clarividencia te ayuda a penetrar con más profundidad en todo cuanto te rodea.

Es entonces cuando estás preparado para bucear y divisar los corales submarinos del mar de tu existencia; descubres el enorme tesoro de tu corazón, que has olvidado con el frenesí diario que te impide ser consciente del potencial espiritual que todos llevamos dentro.

El silencio

La segunda cosa que observo es que no sólo nos hemos acostumbrado a la velocidad, sino al ruido como algo natural. Hemos integrado la contaminación acústica como parte de nuestro día a día y el cerebro se nos ha acostumbrado sin darnos cuenta. Esto afecta no solo a nuestra psique, sino también a los finos capilares de nuestro oído, dejando secuelas neurológicas. El ruido dispersa y aturde; es un ataque directo a la armonía interior. El ruido no nos deja escuchar bien, interfiere en las comunicaciones y mengua la calidad de las relaciones humanas. Pero lo peor es que acabamos necesitando el ruido para no sentirnos solos; nos envolvemos de todo tipo de ruido porque nos asusta vivir el presente de verdad.

Hemos de distinguir entre el ruido provocado por la propia actividad humana y laboral entre el ruido que producen las músicas adictivas que sirven como refugio y escape a tantas personas. La música las ayuda a aislarse del entorno.

Hay otro ruido, que es el que llevamos dentro: es el runrún de nuestra mente que no sabe cómo parar. Todos estos ruidos van fragmentando a la persona y la incapacitan para ver su propia vida con objetividad.

Una vez llegas a un marco natural donde el ruido cesa los únicos sonidos son los propios de la naturaleza: el viento, los pájaros, el murmullo de los árboles, y el silencio del campo. Este silencio, que a los místicos les ayuda a caer en éxtasis, no es un silencio que asusta, sino todo lo contrario. Te hace sentir una experiencia nueva de conexión íntima con Dios y con la creación. Es un silencio que te catapulta hacia la inmensidad del cosmos de tu corazón, una vibración íntima que tiene que ver no sólo con lo que sientes, sino con la certeza de que hay algo más allá de lo empírico y lo racional. Tiene que ver con el descanso del alma, una experiencia sublime que te invita a entrar en comunión con Aquel que es la razón de tu vida.

Dejarse amar

En esta situación no se trata de hacer, sino dejar que te moldee con la dulzura de su amor. Dios, que te ha creado, te hace descubrir la belleza de un amor que te envuelve y que sólo puedes vivir cuando paras, cuando dejas de controlar el tiempo, cuando te dejas mecer por sus manos llenas de ternura, cuando parece que todo se detiene y el centro de tu vida es Él.

Él es quien ha hecho posible mi existencia, mi propósito, mi vocación. Él hace posible que yo pueda amar y dejarme amar. Sólo cuando me dejo penetrar por el silencio que repara me siento, regenerado, resucitado. Puedo nacer de nuevo, soy otro. Ya no soy el mismo ese que toca con sus manos el cielo y que empieza a descifrar el lenguaje del silencio, una melodía que viene de lo alto y que me revela mi indigencia, mi radical dependencia de lo sobrenatural.

Estos sorbos intensos de silencio me ayudan a reafirmarme en mi propia identidad vocacional. Por eso necesito dejar el ruido, apartarme unos días y beber de la fuente de aguas cristalinas de Dios.

domingo, 1 de septiembre de 2024

La vida, un regalo


Existir es más que ser o estar. La existencia es ser consciente de que vives, y eres más que un conjunto de células y reacciones químicas; eres más que un metabolismo que se alimenta; más que una serie de órganos que funcionan sin que tú los orquestes. Sí, eres mucho más que el latido de tu corazón y la riqueza de los cinco sentidos, más que la suma de tus sensaciones y tus reacciones emocionales; más que el asombroso equilibrio físico y mental que te permite vivir y caminar sobre este mundo.

Es verdad que para estar vivo es necesario todo esto. Pero una vez hemos cubierto nuestras necesidades básicas, tanto materiales como emocionales, no podemos quedarnos aquí. Somos más que un cuerpo, y para vivir más allá de lo material necesitamos dar sentido a nuestra vida.

Todos tenemos anhelos y buscamos la felicidad. Es algo innato, y nos hace trascender de la pura necesidad y de las dependencias. Cuando somos conscientes de que la vida se nos ha dado, comprendemos que hay que dar fruto, y este consiste en amar y entregarse mutuamente para hacer posible la vida de otros seres. Nosotros somos fruto del amor y de la generosidad de nuestros padres. Por tanto, vivir y existir es mucho más que «ir tirando» o dejarse llevar hacia no se sabe dónde.

Vivir es experimentar el misterio insondable de la existencia.  Es estremecerse ante la belleza de la creación y admirarse ante el secreto oculto que hay en el corazón humano. Es enamorarse del mundo e instalarse en una gratitud inmensa. Vivir es desafiar tus propios límites y abrazar la realidad tal como es, sabiendo descubrir el tesoro de la amistad como experiencia sublime. Vivir es también aceptar los límites de los demás que a veces te quitan la paz interior. Vivir es siempre aprender.

En su búsqueda incesante de la verdad, la belleza y el amor, todo ser humano mira más allá de sí mismo, trascendiendo de su propio yo y abriéndose a la realidad que le rodea. Se hace consciente del dolor, pero el mal y el dolor no son razones suficientes como para dejar de luchar por su propósito vital.

Vivir es deleitarte ante la inmensidad del cosmos, de las estrellas, del gran lucero nocturno que sale al oscurecer. Su luz te acompaña en las sombras de la noche, donde también puedes contemplar la silueta de las montañas y la claridad de un trigal que se mece en la brisa de la noche. Vivir es respirar, consciente de tu yo más íntimo. Vivir es dejarse mecer por una mano invisible y amorosa que te acuna cuando te invade la tristeza. Vivir es inhalar el oxígeno que te mantiene vivo. Sin él, tu vida se apagaría.

Vivir es mirar el sol al amanecer, cuando surge como diamante luminoso sobre el mar en calma, y emocionarse. El mar, el sol, respirar: despertar en el amor diario, penetrar la belleza: esto es meterte en el corazón de tu existencia. Agradecer los cinco sentidos que te hacen disfrutar es reconocer que detrás de la naturaleza y de tu misma vida hay un Dios que todo lo sostiene, una realidad suprema que, más allá de lo racional, se manifiesta en la gesta del alma humana.

El bien está inmerso en tu corazón, forma parte de tu ADN, aunque ciertas corrientes filosóficas y sicológicas insisten en la maldad congénita del ser humano. El nihilismo y el existencialismo se recrean en el naufragio del hombre en el mar de su existencia.

Pero las hazañas conseguidas por el ser humano no se entienden sin esta bondad que se manifiesta de forma natural si la persona no ha sido dañada y se ha sentido querida.

Vivir es luchar contra la desidia, el desespero, la tristeza, el desamor. Es mantenerse firme y mirar alto, sin perder la brújula de tus valores. Vivir a veces es nadar a contracorriente, escalando hacia la cima de tus propósitos vitales. Allí podrás saborear el aire de la altura y un pequeño sorbo de eternidad.

Vivir es ser conscientes de que somos la cumbre de la creación. Sí: ante la inmensidad del cielo, conscientes de nuestra pequeñez, hemos de reconocer la grandeza del ser humano, Himalaya de la existencia.

Vivir es conocer nuestros biorritmos, saber descansar y deslizarse por los misterios del sueño. Es saber abandonarse, dejarlo todo para repararse y renacer al día siguiente, con esperanza y ánimo renovado. Vivir es cabalgar sobre el tiempo sin que envejezca el alma. Es saber dar gracias por tus orígenes, que han hecho posible tu existencia; por el presente, que hace posible tu realidad; y por el futuro que, aunque incierto, te impulsa con pasión a vivir el presente, con la esperanza de crecer espiritualmente y llegar a una ancianidad vivida con gozo. Cuando la sabiduría se acumula puedes convertirte en consejero de muchos otros.

Vivir es instalarte en el amor y en el servicio. Vivir es construir armonía en tu entorno. Vivir es volcarse a los demás, ayudarles a crecer y crecer con ellos. Vivir es hacer el bien. Vivir es amar la libertad, volar alto y conseguir tus metas.

Vivir es, en definitiva, ser consciente del aquí y del ahora.