miércoles, 19 de noviembre de 2025

Correr Caminar Deslizarse

El paso del tiempo nos hace ver que, con la edad, se dan en nosotros cambios vitales, no sólo en el cuerpo, sino en nuestra mentalidad y en nuestra forma de hacer.

Desde la infancia hasta la vejez pasamos por diferentes etapas marcadas por distintos ritmos.

Juventud: correr

El joven, que está en un momento de crecimiento y apertura al mundo, devora la vida. El tiempo se le hace corto, quiere abarcar muchas cosas y exprime las horas para sacarles el máximo jugo. Muchas veces no le importa pagar un precio muy alto, hasta llegar al agotamiento. El joven siempre está corriendo, quiere vivir a tope y disfrutar. Las amistades y el aspecto lúdico tienen un enorme valor para él. Está en esa edad en que su cuerpo, sus emociones y su psique estallan. Está creciendo intelectualmente. Se está formando como adulto, quiere saberlo todo y experimentarlo todo.

Su salud le permite caer en excesos y vivir al límite. En algunos casos, llega a poner en riesgo su vida. Es en esa edad en la que muchos caen presos de las adicciones al alcohol o a los estupefacientes. El joven tiene acceso a todo: desde lo más bello hasta lo más inmoral. Y quiere probarlo todo. Por eso corre como si no hubiera un mañana. Está lejos del disfrute sereno y de valorar el silencio como espacio de encuentro consigo mismo.

Para madurar, necesita equilibrar esta actitud extrema.

Adultez: caminar

Después de haber experimentado y vivido intensamente, cuando el joven entra en la edad adulta, se produce un cambio. Los estudios, el trabajo y la formación de una familia son un baño de realismo. La visión de la realidad se vuelve más honda y pausada. Ahora busca, más que la aventura y el cambio, la estabilidad y el compromiso. El círculo de amigos se reduce, pero conserva a los más fieles.

Ya no quiere hacerlo todo, sino centrarse en su quehacer de cada día, en su propósito, en sus metas. Comienza a valorar no tanto la cantidad, sino la calidad. Aprende el valor de las cosas y se vuelve más reflexivo. Su capacidad de interiorizar aumenta. Comienza a buscar el silencio.

El adulto que madura camina más despacio. Da un paso tras otro, más seguro, saborea el momento. Sus responsabilidades requieren compromiso y esfuerzo. La estabilidad emocional y económica son cruciales.  

Por otra parte, en esta etapa surgirán los conflictos. Ya sean laborales, familiares o personales, el adulto tendrá que afrontar el sufrimiento y el estrés. Verá cómo sus hijos crecen y van aprisa, como él cuando era joven. A veces tomarán rumbos inesperados, y tendrá que ayudarles a seguir su camino. No pocas veces se dará un choque intergeneracional. La responsabilidad y la convivencia irán cargando su mochila.

En esta etapa madura, la capacidad de discernir será clave para tener claro el propósito vital y superar las crisis existenciales que pueden sobrevenir.

Vejez: deslizarse

La entrada a la vejez puede ser dramática; no todos la saben vivir bien. O no aceptan que van envejeciendo y se resisten a ver lo evidente, o bien se abandonan y comienzan un declive que puede ser lento o vertiginoso.

En la vejez cambia la perspectiva sobre la realidad. También cambian el ritmo físico y vital. Para muchos la vejez supone tropezar, cojear o arrastrarse. Pero ahora ya no se trata de correr, ni de caminar a paso rápido, sino de deslizarse por la vida.

La salud marca profundamente esta etapa: el cuerpo, que ha sido explotado y maltratado, comienza a dar señales de agotamiento y deterioro. Muchas personas se dan cuenta de que envejecen cuando ven sus límites y achaques. En algunos casos, esto las lleva a una dependencia de los demás.

No todos somos iguales, pero el desgaste celular y neuronal nos pasará factura y aquí lo más importante es saber que el cuidado, la alimentación y tener una vida llena de sentido son cruciales.

En la vejez, ya no hay que correr, ni pisar fuerte: es el momento en que hay que deslizarse por la vida, con suavidad, con paso sereno y callado. Esto no significa dejar de caminar, pero sí cambiar de velocidad y de talante.

Llega el momento de afrontar la vida de forma apacible, serena, paseando más que marchando a ritmo fuerte. Es el tiempo de saborear. El tiempo se convierte en un lugar de deleite cuando se renuncia a los excesos y se aprende a vivir cultivando la riqueza interior y compartiendo las horas con la persona amada. Es el tiempo del sigilo, de la ternura, de los afectos delicados. Tiempo de mirarse de manera contemplativa. Ya no es el tiempo de la risa, sino de la sonrisa.

La ancianidad no es una enfermedad trágica, es una etapa necesaria para aprender que la muerte está en el horizonte y que hay que aprender a aceptarla como un momento de plenitud, aunque parezca lo contrario.

Deslizarse, bailar con suavidad, mecerse y saborear el instante adquieren otra dimensión. El frenesí y la prisa quedaron atrás: la vejez nos invita a pasar esta etapa con suavidad y ternura. No sólo hay que bajar la velocidad externa, sino la interna. Ahora ya no importa correr, sino saber con quién te deslizas, y hacia dónde.

Ya no importa tanto el destino ni el futuro, sino el presente, vivido con plenitud. El ahora se hace eternidad cuando se posa una mirada de gratitud hacia el pasado y otra de admiración y sorpresa hacia el futuro. No vamos hacia el abismo, sino a un reencuentro con nuestros ancestros y con el Creador.

Morir: la cima

Aceptar la muerte nos ayuda a preparar el gran salto de nuestra vida, el paso al más allá. Y esto requiere una gran madurez humana y espiritual. Es un momento cumbre en el que la paz interior ha de tener cabida en nuestro corazón.

¿Qué huella hemos dejado? ¿Hemos construido algo hermoso y digno? ¿Hemos formado una familia? ¿Lo hemos dado todo? Quien puede responder está preparado para irse, de puntillas a esa otra vida desconocida, pero llena de sorpresas.

La muerte no es un final, es el inicio de una nueva etapa que nos trasciende y que va más allá de nuestra comprensión.

Para los creyentes, es una llamada plena a vivir el amor eterno con los tuyos y con Dios.

Puede dar vértigo cruzar la frontera hacia el más allá. Pero una vez atravesada, la luz de un nuevo amanecer penetrará nuestro ser. La otra orilla es tan bella que no podemos imaginarla. Allí el miedo se convierte en alegría y viviremos anclados en un gozo permanente. No caeremos en el vacío, sino que volveremos a nuestro origen, a los brazos de un Dios amoroso que nos ha creado y nos quiere amar para siempre.

jueves, 31 de julio de 2025

Sinfonía del alba


Avanzado el verano, viajo a la comarca de la Noguera para disfrutar de unos días de retiro a los pies del Montsec. Me esperan jornadas de oración, silencio y deleite en paisajes agrestes: montañas escarpadas, lagos y arboledas bañadas por el sol, mientras respiro el aire seco de la Terra Ferma.

En este entorno tan sano, el corazón se desacelera, el ritmo interior cambia y la serenidad me invade. Mi velocidad interna desciende hasta alcanzar una calma envolvente. Del ruido intenso de la ciudad paso al sonido melódico del campo, rico en tonos y matices. En Barcelona, busco el sosiego caminando hacia el mar cada mañana; aquí lo encuentro paseando entre robles y cruzando riachuelos que murmuran entre la frescura de los cañizales.

Al igual que en la ciudad, madrugo y salgo a caminar. También aquí voy en busca del sol. No lo veré sobre el mar, sino emergiendo tras la montaña, siempre anunciado por sus primeros destellos, hasta surgir como un diamante dorado que se eleva con fuerza.

Con la claridad del alba, los pájaros rompen a cantar. Saltando de rama en rama, revoloteando entre las copas de los árboles, cada uno entona su trino.

Si los colores de los sembrados y los bosques, bajo un cielo de azul puro, son un regalo para la vista, el canto de los pájaros es un deleite para los oídos. En medio de esta música, se despierta en mí la conciencia del silencio interior y de la escucha. Callar es abrirse, y solo entonces puede percibirse la sinfonía del bosque. En los campos de cebada, a punto para la siega, sopla una brisa matinal que mece las espigas, agitándolas como un inmenso manto amarillo entre los sotos de robles.

Cada mañana soy testigo de un derroche de luz, sonido y color. El cielo despejado y el aire, fresco y perfumado, ensanchan mis pulmones. A medida que el sol asciende, la luz se desliza hasta los valles más profundos y las zonas umbrías del camino. Respiro, paso a paso, sorbo a sorbo, alimentándome de paz.

Dios se recrea, y la creación entera es un canto a Dios. Envuelto en la belleza, una inmensa gratitud llena mi alma, no solo por contemplar lo que veo, sino por ser consciente de ello y poder saborearlo. Es una experiencia que trasciende el intelecto y la mente, sin dejar de pisar la tierra: estoy entrando en el campo de la mística. El impacto estético salta por encima de la razón y se experimenta con el corazón. No hace falta hablar, basta dejarse llenar por el milagro matinal que solo pide ser contemplado. Cuando la mente calla, el silencio habla y el corazón florece.

En el ámbito vocacional hablamos de la respuesta del hombre a Dios. Pero la Creación, vestida con sus mejores galas, es una respuesta de Dios al hombre, anterior a toda llamada. En el libro de la naturaleza, Dios se manifiesta y nos muestra un rostro bello que no grita, sino que susurra; no manda, sino que enamora.

A través de la belleza, nos convierte en aliados y custodios de su obra, otorgándonos creatividad para que podamos alcanzar la cumbre y dialogar con Él en profunda complicidad.

En el Génesis, Dios pasea con Adán en el paraíso. Como dos amigos, caminan al atardecer, hombro con hombro, deleitándose en el jardín. Paseando entre campos y senderos, siento la mano de Dios posarse suavemente sobre mi espalda, regalándome estos cinco días de retiro, de silencio y de compañía, de regalo para mis ojos.

¡Gracias, Dios mío, por tanto don!

domingo, 6 de julio de 2025

Paso a paso, sonriente: celebramos 90 años de Rosa

Rosa, hoy celebramos 90 años de vida intensa y apasionada.

Noventa años vividos con una fuerza poco común, con la energía de quien sabe amar la vida y quiere seguir caminando hacia su plenitud. Paso a paso, con su carrito, su corazón sigue volando, deseando saborear cada instante, sorbo a sorbo. ¡Cuánta energía encierra esta pequeña gran mujer, cuánta profundidad en su alma!

Ha trabajado sin descanso, tejiendo lazos sólidos con su familia, amigos, vecinos y compañeras de trabajo. Se ha entregado generosamente, regalando su tiempo y dedicación a quienes la rodean.

Su vocación sanitaria es reflejo de un corazón entregado al servicio y al amor. Como enfermera, ha dado lo mejor de sí, colocando su trabajo en el centro de su vida —y así sigue, con esa vitalidad que parece desafiar el tiempo.

No importa la edad ni la estatura, sino la capacidad inmensa que tiene para llegar al corazón de tantos. Sencillez, alegría, entrega y generosidad definen a Rosa en toda su dimensión humana.

Desde niña, sus padres la guiaron con cariño, llevándola a la iglesia del pueblo, donde ella misma fue catequista. Su vida ha estado siempre cerca de un entorno espiritual que le ha dado sostén y esperanza. Su vínculo con las Siervas de la Pasión, en especial con Sor Milagros, y su amistad con los sacerdotes espiritanos, son testimonio de esa fe profunda.

Pero Rosa es, ante todo, una mujer libre, independiente, con un deseo constante de crecer y la esperanza de la felicidad. Ha vivido el dulce jugo de la vida y también sus momentos de sufrimiento, pero siempre con valentía y serenidad.

Su madre fue un faro en su camino, y Rosa la cuidó con ternura durante siete años de enfermedad, acompañándola hasta el final, con amor y paz en el hogar familiar.

Otra persona que la acompañó fue su amiga íntima, Ana Jiménez, a quien hemos despedido hace pocos meses.

Hoy, Rosa sigue adelante. Noventa años llenos de experiencias que laten en su corazón. Alcanzar este hito solo es posible cuando se vive guiada por valores firmes, con propósito y sentido. Ella ha cultivado esos valores y se ha ido puliendo, como un diamante, desde su adolescencia hasta esta plenitud.

Ha sabido priorizar lo esencial y conserva, aún hoy, esa sonrisa luminosa que es su sello.

Haciendo honor a su nombre, Rosa ha esparcido a su paso la fragancia de la amistad, ese perfume sutil que da vida y vibración a su entorno.

Hoy, familia, amigos, vecinos y la comunidad de San Félix nos unimos para celebrar contigo este día tan especial. ¡Qué hermosa capacidad de convocatoria! Esta jornada será inolvidable para ti y para todos los que te queremos.

Rosa, te deseamos que sigas avanzando en tu camino, pasito a pasito, con la firmeza y alegría que te caracterizan, hacia una nueva década de plenitud que te acerque aún más a Dios.

Da gracias a Dios por todo lo vivido, por la huella que has dejado y porque hoy no te arrastras hacia donde no quieres, sino que caminas con la fuerza de tu voluntad hacia donde tú deseas. Has visto cumplidos muchos de tus sueños y sabes que la vida aún vale la pena, rodeada de amigos y guiada por el gran tesoro de tu vida: Dios, el creador amoroso que te regaló el don de la existencia, llenándola de sentido y esperanza.

¡Felicidades, Rosa! Que estos 90 años sean solo el comienzo de una nueva aventura llena de luz y bendiciones.

lunes, 23 de junio de 2025

Una pandemia mundial

La crítica es una constante en la sociedad, tanto, que podríamos decir que forma parte de nuestra naturaleza. Criticar al otro, empezando por el vecino, el compañero o algún miembro de la familia, está arraigado en nuestra cultura más ancestral. ¿Por qué nos gusta tanto hablar mal de un tercero, cuando no está delante de nosotros? ¿Cuál es el origen de esta tendencia? ¿Dónde se sostiene? ¿Por qué es tan difícil de erradicar, cuando puede causar tanto daño en las relaciones?

Las críticas pueden generar enormes problemas y conflictos difíciles de resolver. Media humanidad critica a la otra media; las mujeres critican a otras mujeres, y también lo hacen los hombres. Es una pandemia mundial.

¿Cuál es la terapia? No conozco otra que el ayuno: ayuno de lengua, y disciplina en la mente. Como dice el proverbio bíblico, quien domina su lengua domina su vida; tiene las riendas en la mano. Pero ¡cuánto nos cuesta!

Intentaré desgranar este fenómeno, para atisbar dónde puede estar su origen. La verdad es que en la crítica confluyen varios factores. Voy a señalar algunos.

Más allá de la imagen que podemos dar a los demás, para quedar bien y aparentar quizás lo que no somos, detrás de la crítica suele haber un gran vacío interior. La persona se siente hueca y tiene que llenarlo. ¿Con qué? Con rumores, con palabras, con situaciones externas que le den algo qué pensar y de qué hablar.

Pero cuando se habla de los demás, de inmediato surge la tendencia a criticar. ¿Por qué? Porque a menudo nos quedamos con la apariencia. No conocemos a la persona a fondo, vemos su aspecto superficial, lo que hace y dice en público, y sin saber qué le ocurre ni por qué actúa así, ya la estamos juzgando y condenando. Como no está delante, no dejamos que se defienda o que justifique su conducta. Ni siquiera se nos ocurre escucharla. Antes de dejarla hablar, ya la estamos sentenciando.

También tendemos a exagerar los defectos de los demás, minimizando los propios. Cuando alguien no piensa como nosotros, ya le estamos cuestionando. Lo vemos todo a través de nuestras lentes de aumento.

A veces, detrás de una crítica hay celos. Nos comparamos con el otro y, sintiéndonos menos, lo compensamos hablando mal de él.

Cuando nos acostumbramos al comadreo, nos hacemos adictos y perdemos el control, de la lengua y de la mente. Ya no podemos vivir sin criticar, porque nos falta vida propia y necesitamos saber siempre qué hacen los otros, dónde están y con quién. Sacamos información de sus vidas, como sea y de donde sea. Y vamos guardando todo ese arsenal para utilizarlo en el momento oportuno, para causar daño o conseguir algo en interés propio.

Pero ¿qué ocurre cuando la otra persona se percata de nuestro afán de control y nos rechaza? Entonces llega la rabia interior y el deseo de destruir. Como no podemos hacerlo físicamente, lo hacemos verbalmente y echamos una montaña de basura sobre esa persona, matándola socialmente, ensuciando su imagen y cuestionando su moralidad.

Esto sucede, cerca de nosotros. Tal vez somos causantes de daño, sin calibrar hasta qué punto podemos herir. O tal vez somos víctimas, y alguien muy cerca de nosotros nos está «confeccionando un traje», como suele decirse. Las personas que más daño nos hacen pueden estar muy cerca.

La crítica se agrava cuando ya no sólo es de una persona a otra, sino de un grupo a otro, o de una familia a otra. Entonces el daño es más letal, porque las críticas se multiplican; son un cáncer que va diezmando la paz y la alegría de nuestro entorno.

Nadie es perfecto. Todos hemos criticado alguna vez, y todos somos objeto de crítica. Nadie se escapa, estamos condenados. Tiramos piedras y recibimos piedras.

Nos hemos habituado a vivir en un infierno social y familiar, entre conflictos y habladurías, silencios y murmullos a la espalda. Esto causa un daño en nuestra psique, llegando, en algunos casos, a la patología. Inocular este veneno letal a nuestra vida nos roba la paz.  Es una inclinación humana que cuesta depurar.

¿Cómo sanarla?

Quizás un primer paso sea reconocernos como somos: limitados y con defectos. Asumirlo, sin que esto sea un problema y nos quite la paz.

Nadie es mejor que nadie. No podemos juzgar porque no estamos en el corazón de la otra persona. Si la conociéramos, quizás no la criticaríamos, porque nos daríamos cuenta de que, en su lugar, haríamos igual o peor.

Salir de esta rueda de críticas requiere dar un paso valiente para cortar. Nos puede motivar una actitud de comprensión y aceptación del otro. Nos acostumbramos al veneno de la crítica y cada vez necesitamos más. Cuando decidimos dejarlo y aceptar a los demás como son, empezaremos a quedar libres de sus efectos.

Nos puede sanar vivir nuestra propia vida, la que tenemos ahora, con sus circunstancias buenas y malas, con intensidad y aceptación. Tomar las riendas de nuestros propios asuntos e intentar contribuir a mejorar la sociedad, a hacer más felices a los que viven cerca, a nuestro lado.

Nos sana una mirada serena y limpia hacia el mundo que nos rodea. Cuando dejamos de ser el centro de todo y nos abrimos a los demás, nos daremos cuenta de que somos más felices y tenemos más paz.

Y de la paz surge la alegría vital. El sosiego y la calma para ver con claridad, escuchando y comprendiendo, a los demás y a nosotros mismos, nos permitirá llevar una existencia que valga la pena, que nos entusiasme, y que despierte en nosotros la alegría de vivir. 

domingo, 13 de abril de 2025

Amanecer en el hospital

 

Ver la luz del día

Tras varios días postrado en la cama del hospital, entre tubos y sueros, por fin puedo incorporarme. Empiezo a ingerir alimentos sólidos y recupero lentamente el movimiento.

Durante tres días he permanecido encamado, apenas sin poder moverme ni ver la luz del sol. En el box de urgencias, donde la luz artificial no distinguía el día de la noche y el sueño se veía interrumpido por el ir y venir constante de médicos y enfermeros, descansar era una tarea imposible.

Me han sometido a múltiples pruebas y analíticas en busca del origen del cólico que me trajo hasta aquí, sin resultados concluyentes. Sin embargo, he comenzado a mejorar. Mis constantes vitales son buenas, el dolor ha remitido, y cada día me siento un poco más fuerte.

La noche del tercer día me trasladan a planta, y todo cambia.

Salir del encierro de las cuatro paredes del box es un alivio indescriptible. Incluso mi ánimo da un vuelco. Me instalan en una habitación de la nueva ala recién construida, con luz natural y vistas al mar. Anhelaba profundamente volver a contemplar la claridad del sol derramándose generosamente sobre calles y edificios.

Cada mañana, al amanecer, me gusta caminar hasta el mar para ver salir el sol. Ahora, en el hospital, me desplazo hasta una sala con un amplio ventanal desde donde puedo contemplar ese espectáculo que tanto me nutre.

Mis ojos se pierden en el cielo, que va dejando atrás la oscuridad de la noche para vestirse de aurora. Las siluetas de las palmeras se recortan sobre el mar en calma, teñido de un azul pálido. El silencio me envuelve; ningún paciente se ha levantado todavía.

A medida que la luz crece, el suave celeste se transforma en rosa, iluminándose con mil matices. Un pintor disfrutaría retratando esta sinfonía cromática con sus acuarelas; un fotógrafo querría eternizarla en su cámara. Este carrusel de colores es un canto grandioso al Creador, el mejor preludio para un nuevo día. Un gozo para los sentidos… y para el alma.

Son las ocho de la mañana, aunque con el reciente cambio de hora, apenas han dado las siete solares. Embelesado ante tanta belleza, puedo pasar una hora entera contemplando el mar.

Cuando el sol asoma sobre el horizonte, todo estalla: sus rayos disipan la oscuridad, y también mi alma se llena de claridad. Doy gracias a Dios por este regalo luminoso.

Es una experiencia estética y espiritual que me colma y me renueva. Aunque siga en el hospital, me siento vivo, con el deseo intacto de seguir descubriendo maravillas.

Belleza terapéutica

En un escrito anterior afirmaba que una dieta casera y esmerada favorecía buenos niveles de azúcar y tensión arterial. Hoy añado que esta vivencia matinal también es terapéutica. Cuando mejora el ánimo, mejora todo el ser. Desde que llegué a esta habitación, mis constantes vitales han mejorado tanto que han decidido darme el alta… sin haber hallado aún el origen de mis cólicos.

Contemplar, respirar con conciencia, y sentirme unido a Alguien que me trasciende ha sido decisivo en este tiempo de fragilidad y dolor. Todo lo vivido ha contribuido a armonizar mi estado físico, anímico y espiritual.

Somos un todo: con los demás, con la naturaleza y con Dios, la fuente que da sentido a nuestro caminar.

Así como contemplar la belleza de un nuevo día nos sostiene, también lo hace el recogimiento al atardecer. Si por la mañana la luz vence a la oscuridad, al anochecer su declinar deja un poso de serenidad. El cielo, al volverse malva, invita a recogerse. La intensa claridad da paso a una luz tenue y envolvente. Cuando cae la noche, me invade una paz profunda: el día termina y me dispongo a saborear la tregua del descanso.

Necesitamos aprender que nuestro ritmo vital está íntimamente ligado al ritmo de la naturaleza. El anochecer nos ofrece otra tonalidad, otra mirada: invita al silencio, a la oración, al abandono. El cuerpo y el tiempo nos ponen límites, como lo hacen las estaciones. Comprender este ritmo es también comprendernos a nosotros mismos. Solo si habitamos cada momento con plena presencia, aprendemos a estar realmente, ante nosotros y ante los demás.

La grandeza del ser humano

Aprender a detenerse y seguir el compás de la vida es parte del crecimiento humano. Somos parte de la naturaleza, y nuestra ecología humana se cultiva con el cuidado que todos necesitamos.

Todos aspiramos a estar sanos y a vivir con plenitud y sentido. Pero todo comienza con la salud integral: no solo la del cuerpo, sino también la de nuestras emociones, sentimientos y relaciones. Debemos cuidar lo que sentimos, lo que hacemos, lo que comemos, lo que vivimos. También hemos de atender nuestra psique, nuestra vida social y, sobre todo, nuestra dimensión espiritual. Así, todo nuestro ser se regenera y florece, aunando salud, belleza y armonía.

Si la contemplación de un amanecer o un crepúsculo nos sobrecoge ante la inmensidad del cosmos, cuánto más debería asombrarnos la criatura humana, capaz de amar, de sentir, de entregarse… incluso de morir por amor. La belleza suprema es tomar conciencia de la riqueza que llevamos dentro.

El ser humano, cumbre de todo lo querido y soñado por Dios, puede imitar a su Creador. Si el universo estalla en belleza, un solo ser humano encierra un misterio aún mayor. Porque, además de vivir y actuar, somos semejantes a la fuerza divina que nos creó. En lo profundo de nuestro castillo interior descubrimos la grandeza y el sentido de nuestra vida.

Tener plena consciencia de lo que nos distingue del reino mineral, vegetal y animal debería llenarnos de asombro: somos imagen de Dios, llamados a una experiencia sublime con Aquel que es nuestro origen.

Ahí radica la verdadera salud, con mayúsculas. No solo en estar bien, sino en ser, y ser para los demás. La vida enferma cuando pierde su sentido. Cuando falta el propósito, el sistema inmunológico se desploma. Y no solo enferma el cuerpo, también el alma.

Cuidar es amar, y amar es ser libre. Y solo quien es libre puede gozar de una vida plena.

domingo, 6 de abril de 2025

Reflexiones desde la cama de un hospital


Estos días, ingresado en el hospital, he vivido largos momentos de soledad y reflexión. Estar postrado en cama me ha ofrecido la oportunidad —rara y valiosa— de observar, escuchar y meditar con detenimiento todo cuanto me rodeaba.

Una paradoja

Una de las cosas que más me ha llamado la atención ha sido una paradoja constante. En el hospital se da un contraste evidente entre la carencia de ciertos recursos básicos —personal escaso, equipamiento limitado, incluso algo tan esencial como mantas o almohadas— y, por otro lado, la inmensa calidad humana del equipo que trabaja en él. Enfermeros, auxiliares, celadores, camilleros… todos ellos demuestran una capacidad de servicio admirable, marcada por el cuidado, la atención, la paciencia y, a menudo, el buen humor. Son grandes profesionales, y me atrevería a decir que, en muchos casos, verdaderos vocacionados. Porque cuidar a alguien en condiciones de fragilidad no requiere sólo conocimientos, sino una profunda empatía. La actitud, en estos casos, se convierte en una terapia silenciosa y poderosa, que sana tanto el cuerpo como el ánimo.

Los recursos médicos y tecnológicos son notables, pero claramente insuficientes para la enorme demanda. He visto pasillos con pacientes esperando, profesionales desbordados corriendo de un lado a otro, tiempos de espera excesivos… Y no he podido evitar pensar que estas carencias no son, en esencia, sanitarias, sino políticas. La salud pública no se prioriza como merece. Se habla mucho de su importancia, pero los presupuestos no siempre lo reflejan. Invertir en salud, en la cultura de la vida, debería ser una prioridad ética. Y más ahora, cuando se destinan ingentes cantidades a armamento. ¿No sería más humano —y más sabio— invertir en lo que realmente sostiene y cuida la vida?

Una asignatura pendiente

Otra gran asignatura pendiente que he podido constatar es la alimentación hospitalaria. Los menús que se sirven suelen ser de escasa calidad nutricional y, en muchos casos, poco adecuados. Para quienes sufrimos problemas digestivos, pueden incluso resultar contraproducentes. La alimentación debería considerarse un pilar fundamental en la recuperación. Así como una mala dieta puede enfermar, una buena puede sanar.

Tengo la impresión de que la nutrición sigue siendo la cenicienta de la medicina. Su papel sigue sin ser plenamente integrado en los protocolos hospitalarios. En mi caso, por ejemplo, al tomarse regularmente mis constantes, se detectó una tendencia a la hipertensión y se me prescribió una dieta baja en sal. Sin embargo, me sirvieron platos con salsas y grasas poco aconsejables, y con una salinidad claramente perceptible. En otro momento, al detectarme el azúcar elevado, el desayuno que me trajeron consistía en carbohidratos refinados y dulces. Uno termina comiendo por hambre, sabiendo que aquello no le beneficia. En cuanto mi familia comenzó a traerme comida cocinada con mimo, sin sal y suave, tanto la tensión como el azúcar descendieron de forma natural.

En los hospitales se minimiza la importancia de la alimentación, y eso es un grave error. La comida servida —de catering barato, en muchos casos— deja entrever una lógica más económica que médica. Sin embargo, la digestión está íntimamente ligada a lo emocional, a lo que sentimos y a lo que comemos. Ambos factores —afectividad y nutrición— son esenciales para sanar.

El paciente consciente

La medicina del futuro, creo firmemente, debe integrar lo natural, lo alimentario, lo emocional. Y también promover el conocimiento personal. El paciente debe ser consciente de su situación, de sus límites, de la necesidad de asumir la terapia, por incómoda que sea. No desde una pasividad resignada, sino desde una actitud activa, colaboradora y, en la medida de lo posible, positiva.

La relación entre médico, paciente y cuidador debe estar tejida de empatía, sin que ello reste profesionalidad. El enfermo no debe ignorar lo que le ocurre; debe comprenderlo para aceptar con más serenidad la incomodidad transitoria de su estado.

En mi caso, el abandono en Dios ha sido fundamental. La forma en que se vive una enfermedad puede ser, en sí misma, sanadora. No sólo en el cuerpo, también —y sobre todo— en el alma.

Después de más de cincuenta años sin una sola intervención, piso por primera vez un hospital. Siempre he procurado cuidarme, pero por descuidos pasados sufrí una trombosis ocular que aún hoy me recuerda mis límites. Ahora, estos cólicos pueden ser otra lección vital. Un aviso para seguir cuidándome. Estar bien es una responsabilidad moral, hacia uno mismo y hacia los demás. Porque solo si estamos bien, podemos servir bien.

Un aprendizaje

Todo lo que nos ocurre, incluso lo que más duele, puede enseñarnos algo que aún no sabíamos. Y desde esa perspectiva, la enfermedad se transforma en una maestra. Una experiencia que, paradójicamente, puede sanar.

También he constatado que los pequeños detalles importan: respetar la intimidad del paciente, apagar las luces por la noche, evitar voces estridentes, minimizar el ruido… Todo ello ayuda a descansar, a no sentirse invadido, a sanar.

Porque, al final, el amor —en su forma más sencilla y concreta— es profundamente sanador.

Vivimos tiempos de conquistas técnicas admirables: vamos a la Luna, enviamos sondas a Marte, desarrollamos inteligencia artificial, computación cuántica, cirugía robótica… Todo eso es fascinante. Pero si perdemos la calidad humana, si olvidamos el poder de una mirada, una sonrisa, una palabra de ternura, entonces corremos el riesgo de dejar de ser personas.

La persona humana es única. Y lleva inscrita en su ser una dignidad inviolable. Por eso, en los momentos más frágiles de la vida, no hay nada más necesario que otro ser humano a su lado.

domingo, 23 de febrero de 2025

Cuando el alba disipa la noche

Muchos de mis lectores sabéis que me gusta madrugar y sumergirme en la frescura del amanecer. Caminar hacia el mar a primera hora me permite respirar oxígeno puro, una infusión de energía extraordinaria. Salir del reposo nocturno que regenera y restaura nuestros órganos es esencial para iniciar con fuerza la batalla del nuevo día y emprenderlo con determinación y esperanza.

A partir del 22 de diciembre, tras el solsticio de invierno, comienza un lento avance hacia la claridad. Minuto a minuto, los días crecen y la luz va conquistando la noche. Con el cambio de horario, la oscuridad recuperará una hora, pero el proceso sigue su curso hasta la plenitud del verano, cuando el sol alcanza su cenit y derrama su luz más intensa sobre la ciudad.

Mientras camino, reflexiono sobre la armoniosa oscilación del eje terrestre, cuyo movimiento inclinado nos regala el vaivén de las estaciones. La alternancia del frío y el calor, el estallido de la primavera y el verano, que visten de verde frondoso los árboles, y el invierno silencioso que los despoja de sus hojas, reteniendo en su interior la savia latente que los regenerará.

La naturaleza sigue su ritmo, y también el ser humano tiene sus propios ciclos: biológicos, emocionales y espirituales. Estamos sujetos a cambios internos que influyen en nuestro estado anímico y en nuestras decisiones. Nuestro entorno, el clima, la luz y las circunstancias que nos rodean modelan nuestra percepción de la vida. Somos cuerpo y nuestra materia, a nivel molecular y atómico, está compuesta de los mismos elementos que la tierra que pisamos y el aire que respiramos.

Pero no solo interactuamos con la naturaleza, también con los demás. Nuestra dimensión social nos marca, y nuestras relaciones atraviesan sus propios ciclos de cercanía y distancia, de alegría y prueba.

El amanecer, con su luz creciente, el cielo que se torna de un azul cada vez más intenso y el mar plateado reflejando la calma celeste, me evocan una profunda serenidad. Sin embargo, cuántas veces sentimos que en nuestra alma hay oscuridad, y que esa penumbra tarda en disiparse. Nos angustia no ver con claridad el horizonte de nuestra vida. A veces atravesamos largos inviernos de incertidumbre, noches en las que el amanecer parece no llegar nunca. En esos momentos, el miedo al futuro nos paraliza, la confianza se debilita y la espera se vuelve insoportable.

Pero cuando confiamos verdaderamente, cuando nos abrimos a los demás y aceptamos con humildad nuestra vulnerabilidad, un rayo de luz comienza a filtrarse en nuestra alma. Poco a poco, la claridad desplaza a la tiniebla, el desaliento se disipa y se anuncia una nueva primavera. Se oye el canto de los mirlos, el revuelo de los pájaros entre las ramas, y la luz va cobrando fuerza hasta inundarlo todo.

Del largo y frío invierno pasamos al preludio de una primavera esplendorosa. Cuando aceptamos nuestras noches oscuras con humildad y abandono, aprendiendo de nuestra propia fragilidad, la luz acaba estallando en nosotros. Mientras los árboles se visten de hojas que danzan bajo el sol, también nuestra vida vuelve a ser fecunda y alegre.

Toda noche termina en amanecer. Toda incertidumbre, en certeza. La tristeza se convertirá en gozo, el desánimo en esperanza, y el dolor en júbilo. Es nuestra naturaleza: luchar, buscar sentido, descubrir en medio de la prueba que poseemos un alma con un potencial inmenso, capaz de transformarnos y de emprender grandes hazañas.