domingo, 20 de septiembre de 2020

Un beso en la encrucijada


Era una tarde soleada del mes de julio. Paseaba por aquel camino, entre matorrales de encina y romero, bordeando un inmenso campo de trigo. Una brisa fresca hacía más apetecible el paseo a media tarde. El día era claro, luminoso, y el sol bañaba todo el valle. Pese a la sequía, sobre la aspereza del paisaje explotaba la vida, con toda su belleza. Junto al río crecían los chopos, en medio de la selva de ribera que ocultaba el curso del agua. El intenso azul del cielo se extendía sobre los trigales y las espigas se mecían en el viento, a punto para la siega, su color dorado contrastando con el verde de los bosques y las abruptas montañas grises, vestidas de raíces y matorrales. Junto al camino, los saúcos y las zarzamoras se llenaban de sus primeras bayas.

Todo era esplendoroso y la naturaleza a mi alrededor elevaba un cántico de color, viento, luz. Me sentía como un nuevo Adán en medio del paraíso rústico, respirando aquel aire tan limpio. Estar allí no sólo mejoraba mi salud física y anímica, sino mi alma. Envuelto en ese trocito de creación, me sentía parte de ella, hijo del mismo Creador.

Caminando tranquilo, con aquel aire que reavivaba mis pulmones, la visión se me agudizaba. Es entonces cuando vi a lo lejos a una pareja, en el cruce entre dos caminos, abrazándose con pasión. Me acerqué un poco y vi que no eran jóvenes, sino más bien un matrimonio de mediana edad. Ajenos a mi presencia, su abrazo se prolongó y acabó en un efusivo beso propio de dos enamorados.

Me detuve a cierta distancia, sin atreverme a interrumpir aquel momento, pero sin decidirme a marchar. Me sorprendió ver que no eran dos jovencitos, como los que se inician en la experiencia amorosa, sino dos adultos en su madurez, pero se besaban con la frescura de una joven pareja, expresando su amor en medio de la naturaleza. Era hermoso contemplar la dulzura en sus rostros, la delicadeza en el trato y la sonrisa que hacía brillar sus ojos. No parecía que los años de convivencia hubiera minado o restado alegría e intensidad a su relación. Parecían dos chiquillos experimentando por vez primera el arte del amor. Sus rostros eran maduros, pero el tiempo no había resecado sus almas. El vigor de su abrazo y sus miradas reflejaban un compromiso estable y firme.

No llegué a hablar con ellos, pues no quise seguir en esa dirección y di media vuelta. Pero la escena, en medio de ese bello paisaje, me conmovió. Dos almas se abrazaban bajo la luz del sol de media tarde. En sus rostros se leía la solidez de una vocación al amor para siempre, un compromiso de permanecer unidos más allá del tiempo e incluso de aquel lugar. El tiempo se detuvo para ellos aquella tarde.

Mientras seguía mi camino, fui pensando. Qué importante es para los matrimonios que ese sí que se dieron se renueve continuamente. Que se alimente y hagan crecer ese deseo de una vida plena, vivida con pasión. Ver a esa pareja con tanto vigor, en su madurez, me demostró que ni el tiempo ni el cansancio, ni las dificultades de la convivencia, habían gastado su amor. Juntos, cogidos de la mano, bajo el sol y escuchando el silbido del viento, su corazón latía al unísono y de él fluyó espontáneamente esa efusión de afecto que enlazó sus cuerpos.

El amor de verdad atraviesa las barreras del tiempo, el cansancio y los propios límites humanos; acepta los defectos y los trasciende. Va más allá de la pura psicología y las emociones. Aquella tarde me hizo pensar en tantos matrimonios que, a esa edad, entre los 50 y los 60, ya han agotado su convivencia y se les hace pesado seguir amándose. Se instalan en tedio, sobreviven como pueden, pierden la alegría, resbalan hacia el abismo. De una frialdad afectiva pasan al «ir tirando», como se puede, sin motivación, sin rumbo. Están uno junto al otro, como dos muebles. Viven un destierro en su propio hogar. La incomunicación los aleja el uno del otro y viven entre los conflictos y las treguas. La luz de sus vidas se va apagando y acaban hibernando, con resentimientos acumulados. Dos personas unidas acaban volviéndose extraños que viven bajo el mismo techo. Cada cual «hace su vida».

He tenido la ocasión de hablar con muchas parejas que se encuentran en esta situación de invierno conyugal. La visión de aquel matrimonio, esa tarde luminosa, me hizo pensar que, si se mantiene vivo el deseo de amarse, pese a los tropiezos, todo es posible.

Hacer que cada día todo sea nuevo. Mirar con ojos de sorpresa al otro, más allá de sus defectos. Desear amar y crecer. Basta volver a mirar al otro con mirada limpia y hacer el esfuerzo, como aquella pareja que encontró tiempo para cambiar de escenario, salir, pasear, soñar y buscar nuevos espacios donde el corazón se ensanche, se calme y se sienta bien, sin prisa. Espacios donde caminar dulcemente susurrándose al oído, diciéndose palabras bonitas, agradeciendo.

Hay que saber entrar en la dimensión del amor, cambiar de ritmo y entrar en un ambiente de ternura y diálogo sosegado, lleno de miradas cómplices. Hay que saber mirar más allá de los límites. Os aseguro que se puede mantener el fuego del amor, vivo y ardiente, para que ilumine vuestra vida. Así lo percibí en aquellos dos adultos. No vale escudarse en que «cada uno es como es», y no se puede cambiar al otro. Eso es cierto, pero también puede ser una excusa para rendirse y dejar la lucha. Digo esto con rotundidad: he visto matrimonios en situaciones límite de ruptura. Sólo con que haya unas pocas brasas aún incandescentes, se puede reavivar el amor si se quiere y se ponen los medios.

Vivir al margen del amor, o desamorados, no es parte de nuestra naturaleza. El pez necesita del agua para vivir, y el caballo necesita campo para trotar; el ser humano necesita el amor para poderse desarrollar y ahondar en su propio misterio. Sólo así será feliz.

Ojalá me encuentre muchas más almas por los caminos, que se prometan fidelidad, y que el paso del tiempo no marchite las rosas de su corazón.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Educar desde la libertad


La tarea de educar es un reto cada vez más complejo y difícil. Sobre todo, por la fuerte carga ideológica que hoy permea la educación pública, tanto en el ámbito escolar como universitario. En este sentido, creo que todo está muy mediatizado.

La educación en la familia

Pero ¿qué sucede en otros ámbitos? Hoy quiero reflexionar sobre la educación en el ámbito de la familia. Somos muy críticos con la influencia política en la educación pública, pero somos muy complacientes en la forma de educar a nuestros hijos. Creemos que tal vez estamos haciendo lo mejor por el bien de los niños, pero en el entorno familiar también se hace muy difícil educar. En primer lugar, porque nosotros también fuimos educados de una cierta manera por nuestros padres. A veces el hijo ha vivido la experiencia educativa como una pesada carga que le ha impedido crecer según sus talentos y capacidades. Educar no es clonar al hijo según los criterios de los padres, no es modelar en función de unos ideales. Ser unos buenos padres implica asumir que la educación debe darse desde la libertad y por la libertad. No pueden encerrar al hijo en sus esquemas ideológicos, filosóficos y religiosos. Pero da miedo asumir que tener un hijo no significa moldearlo según sus gustos y sentimientos.

Cada hijo es singular e irrepetible. No se puede hacer un asalto a su legítima libertad. A veces los padres cargan sobre ellos todo el peso de su propia estructura psíquica, familiar, emocional y cultural. Muchos proyectan sobre los niños sus miedos y quisieran protegerlos y apartarlos, sin darse cuenta de que esto impide también su crecimiento natural. Cuando son pequeños es más fácil, porque los niños adoran a sus padres. Pero cuando van creciendo y desarrollan su criterio propio, en el inicio de la adolescencia, cada vez se producirán más choques y desencuentros.

El adolescente puede entrar en un círculo de autoculpa, porque no quiere romper con sus padres, pero su fuerza interior lo empuja lentamente a ir soltando esos vínculos que se forjaron en la infancia. Ya no ve la realidad a través del filtro paterno, sino que empieza a sumergirse en ella desde su propia experiencia y conocimientos. Su intelecto crece a gran velocidad. Está luchando por gestionar sus emociones y su proyección social. Empieza a pensar por sí mismo. Su discurse se aleja del de sus padres. Quiere tomar decisiones, asumiendo los riesgos, y muchas de ellas se alejan de lo que decidirían sus padres. La tensión está servida.

El segundo parto

Los padres se enfrentan al segundo corte del cordón umbilical, quizás aún más doloroso que el del parto. En la entrada a la juventud, con una clara proyección de lo que quieren hacer en el futuro, los padres deben aceptar que el adolescente está iniciando su madurez. Necesita salir de este segundo vientre: su hogar. Se está produciendo otro parto y el hijo necesita vivir por sí mismo. Quiere sentirse libre, dentro del ámbito familiar y fuera. Tiene amigos, le gusta defender sus ideas, quiere sentirse con la capacidad de elección: desde la ropa, el ocio, sus amigos, los estudios… Es un momento crucial para los padres. Si en este segundo proceso de parto intentaran retener al bebé más tiempo, le causarían un enorme daño. Lo ahogarían psicológicamente.

La vida llama a la puerta y necesita un canal abierto para poder nacer. Lo mismo pasa en esta fase vital. No se puede retener más tiempo de la cuenta al joven que grita por tener autonomía, por ser él mismo. Es normal que pida salir de la atmósfera y el ambiente familiar de manera progresiva. Siempre acompañado de manera serena, en su proceso evolutivo hacia la madurez. Pero, como en todo paso, esto implica desatar amarras con la familia. Es una etapa compleja para todos, porque tienen que aprender a relacionarse de una forma nueva. Ya no tanto desde el peso de la dependencia, sino desde la confianza que les permita el reencuentro, el reconocimiento y la propia identidad, de adulto a adulto. El peso familiar no puede condicionar una relación basada en la libertad. Sólo así se restablecerán esos vínculos que tanto han marcado a los hijos y ambos, padres e hijos, podrán ser amigos.

Padres de hijos adultos

Entiendo que para los padres no es fácil. Ser padres de hijos adultos requiere plantearse ciertos paradigmas educativos. Es la única manera de posibilitar una vida familiar serena y pacífica. Para los padres, supone un reinventarse, aprender a estar sin los hijos, respetar sus decisiones, no forzar situaciones con el deseo solapado de manipular… Los padres tienen que preguntarse con valentía y sinceridad si están realmente ayudando a sus hijos para que sean lo que quieren ser o lo están modelando según sus criterios. Incluso tendrían que atreverse a preguntar: Hijo, ¿qué te gustaría hacer?

¿Están dispuestos los padres a renunciar a un cierto formato educativo para ayudar a los hijos a ser lo que quieren ser? Tal vez les da vértigo preguntarse si lo están haciendo bien, si lo hacen por el bien de ellos o en realidad les están inculcando sus modelos y su cosmovisión, modelándolos según sus ideas y hasta según sus propios miedos, con el pretexto de que lo hacen por su bien.

Hemos de tener cuidado con el excesivo proteccionismo. Puede estar basado en el miedo a que aparezca la propia personalidad del niño, y esto implique un cierto desgarro para los padres. Ellos son también hijos del mundo. Ellos elegirán con quién vivir y compartir su vida, al margen de sus padres. Es un momento crucial para aprender a estar en su sitio. La posesividad es contraria a la libertad. Los padres tendrán que depurar intenciones. La maternidad no puede frenar todo el potencial del hijo, aunque esto signifique alejarse del nido. Es ley de vida y algo totalmente natural. Volver a ser padres de otra manera es una gran asignatura que también tendrán que aprobar si quieren ver a sus hijos adultos y felices.

domingo, 6 de septiembre de 2020

¿De ilusión también se vive?


Vivir inmerso en la realidad a veces se hace difícil y pesado. La realidad nos acerca a las cosas tal y como son, no tanto como nosotros quisiéramos. A veces huimos de ella porque nos viene grande y nos supone asumir las consecuencias de estar despiertos y abiertos. Nos cuesta mirar cara a cara la realidad: qué es el mundo y quiénes somos, y preferimos vivir en una burbuja que nos aleja del sufrimiento de la vida.

Aceptar lo que somos y vivimos a veces se hace cuesta arriba. Preferimos pasar de lado ante lo que acontece y, cuando las cosas se vuelven insoportables, no queremos enfrentarnos a ellas, porque esto significa aceptar que no siempre conseguimos lo que queremos. Esa dificultad de culminar nuestros deseos nos hace sufrir y preferimos vivir en una mentira que nos anestesie que en una verdad cruda y real. Entonces buscamos mecanismos para torear la situación.

Es verdad que la realidad nos puede producir incomodidad, sobre todo si vivimos situaciones precarias, tanto económica como social y emocionalmente. Necesitamos analgésicos psicológicos para poder sobrellevar momentos límite. Y tiramos de nuestros recursos mentales para sacar nuestra cabeza de esa inquietante y mala experiencia. Es entonces cuando jugamos a cambiar la realidad, confundiendo la esperanza con la ilusión. Sacamos a relucir esas frases tan populares, «de ilusión también se vive», o «la esperanza nunca muere». Las utilizamos como mecanismos de supervivencia y esto nos ayuda a sobrevivir en condiciones asfixiantes, donde el oxígeno de la realidad nos angustia. Creamos un autoengaño: la mentira se utiliza para alargar situaciones de espera sin sentido, porque la verdad nos supone un choque tan contundente que preferimos evitarlo. «Todo irá bien.» «Las cosas saldrán.» «Mi deseo se hará realidad.»

Vivir en una dulce mentira

Así es como nos acabamos creyendo nuestra propia narrativa, el pensamiento mágico que nos convence de que un día todo acabará bien, tal como queremos. Incluso, ingenuamente, decimos que hay que tener esperanza, en un intento de sobreponernos. Pero cuanto más tiempo pasa, más se alarga la situación y acabamos resignándonos, sin preocuparnos por cambiar las cosas. Esperamos que un día todos nuestros problemas se resolverán, con tan sólo desearlo.

La vida no es un circo, ni un montaje mental. La vida fluye tal y como es, y todo cuanto hacemos tiene consecuencias, algunas muy duras. No es que no se puedan resolver, pero lo que está claro es que la solución no será mentirse o dejar que otros nos mientan.

Si no hacemos algo nuevo, ¿cómo vamos a salir del atasco?

A veces es muy doloroso enfrentarse con una realidad agresiva y hostil. Pero es mejor tener la valentía de afrontarla cara a cara.

Los manipuladores

La realidad tiene que ver con la verdad, la honradez y la transparencia. La ética ha de marcar todas las relaciones humanas; todo lo que se aleje de esto es mentira, autoengaño y abuso de los demás. Huir de lo que es justo y honrado no es la solución. Mucha gente prefiere vivir creyendo que todo saldrá bien algún día, y se mete en su burbuja virtual, a merced de la manipulación psicológica de quienes alimentan su ilusión mientras siguen agrediéndoles, mintiéndoles o estafándoles.

Estas personas manipuladoras saben muy bien qué hacer. Con su juego de falsas promesas y engaños impiden que la víctima despierte de su letargo y reducen su capacidad de reacción y reflexión. La incapacitan para salir a luchar con todas sus fuerzas por su vida y sus metas.

Salir de la trampa

Necesitará tiempo y firmeza para salir de ese globo envolvente, rompiendo el círculo de mentiras y pretextos, saliendo de ese baile donde el ritmo lo marca otro. Con actitud resolutiva, se vuelve a marcar su meta y regresa a la realidad. De la ilusión pasa al realismo, de la magia a lo tangible, de una falsa esperanza a la autenticidad; del miedo a la valentía, de la opacidad a la transparencia. Sale de la mentira para abrazar la verdad, deja atrás la injusticia para buscar la justicia.

La verdad a veces puede ser muy dura y necesitamos tenacidad para afrontarla. Pero tiene más sentido lo real que lo irreal, lo que ves que lo que supones. Todo esto implica un gran esfuerzo, porque las ilusiones son adictivas: te hacen creer que, mientras lo quieras y lo sueñes, lo alcanzarás algún día. Es como la imagen de la zanahoria y el burro: corres sin alcanzar nunca tu objetivo. Vives en un permanente engaño y para salir se necesita coraje.

La única solución para resolver estas situaciones es tener el valor de mirar con firmeza la realidad tal como es y empezar a deshilar la textura de tantos engaños sutiles que te mantenían atrapado. Si eres capaz de hacerlo, el montaje caerá y te liberarás de esa dulce pastilla que te ha mantenido arrodillado. Será entonces cuando podrás salir y te darás cuenta de que vivías en un mundo irreal y virtual.

Tu vida verá un nuevo amanecer y serás una persona enraizada en ti misma y en la verdad.