domingo, 29 de diciembre de 2013

Fuerte como un roble, suave como una amapola

Desde el espigón de la playa, de espaldas a las dos torres de la Vila Olímpica, mirando hacia el mar, mi vista se pierde en el horizonte. Entre la hora del ocaso y la noche aparecen en mi mente los rostros de dos personas que están en el origen de mi historia. Dos mujeres que han hecho posible la creación de un proyecto familiar marcado por momentos y etapas diferentes.

Nacidas en Montemolín, en la comarca de Tentudía, en la falda de un cerro coronado por su castillo, estas dos mujeres nacieron a finales del siglo XIX y pasaron la tragedia de la guerra civil y el latigazo del hambre, aprendiendo a sobrevivir en medio de las circunstancias más adversas.

La crudeza de la hambruna y la miseria en la España de la posguerra llevó a muchas familias al borde de la muerte. Algunas tuvieron que emigrar, otras tuvieron que separarse.

Y allí estaban ellas, abriéndose camino, luchando para que el débil hilo que mantenía unida a la familia no se rompiera. Afrontaban el día a día como un desafío, como quien salta al ruedo de una plaza de toros, sin saber si seguirían vivas al amanecer siguiente. Cada día terminaban extenuadas por conseguir un trozo de pan para comer y esquivar el zarpazo de la muerte. Llegar a casa al final del día con las manos llenas era una victoria ganada.

Nunca se rindieron. Pese a su naturaleza físicamente frágil, las ganas de vivir y de tirar adelante su familia las hicieron fuertes y resistentes, de tal forma que superaron todos los obstáculos. Vencieron, no solo la batalla del hambre, sino la de la desesperación, la desconfianza y el desconsuelo. Supieron pasar por encima de la ira y la incertidumbre, dejando atrás la angustia y obteniendo ese trofeo sin precio: la vida y el deseo de vivir, hasta el final de sus días.

¿Qué tenían aquellas mujeres menuditas y a la vez grandes, resueltas y audaces?

La abuela Araceli


Siendo muy diferentes de carácter, ambas, mi abuela Araceli y su hermana, mi tía abuela Carmen, fueron inseparables. La primera se casó y tuvo cinco hijos, dos mujeres y tres varones. Era de carácter fuerte y tez morena, curtida por el sol y el frío. Mi abuela tenía grandes dotes de organización, era diligente e incansable, de temperamento brusco que escondía una gran ternura. Tengo de ella un recuerdo muy vivo.

Además de enfrentarse al drama de la miseria que azotaba el pueblo, mi abuela tuvo que afrontar la muerte prematura de su marido. Quedó viuda muy joven, con los cinco hijos que tuvo que sacar adelante. Sola, tuvo que echar mano de toda su fortaleza y su ingenio para no derrumbarse. Milagrosamente, la abuela sobrevivió sin que el agotamiento pudiera hacer estragos en ella. Era una auténtica luchadora.

Mi madre Paula era una adolescente cuando estalló la guerra. Durante los años de contienda, la abuela sostuvo como un robusto roble a toda la familia, soportando los vaivenes con fortaleza asombrosa. Hábil en sus relaciones con los demás, con genio y capacidad de mando, crió y amó a sus hijos sin doblegarse ni dejar de mirar al frente, con un semblante aparentemente desconfiado, penetrante e inteligente. Le gustaba estar en las trincheras, educando y trabajando. Así era ella. Segura de sí misma y sincera, hizo lo imposible por mantener viva a su familia en aquellos tiempos difíciles.

Y mi tía Carmen, ¿cómo era?

Suave como el vuelo de una mariposa


Si Araceli, su hermana, era una roca granítica, Carmen hacía honor a su nombre, que en hebreo significa “viña del Señor”. Era realmente como un jardín; su trato cordial fluía como un suave vino en el paladar, su cortesía y amabilidad eran distintivos de su naturaleza humana.

La abuela se casó, pero la tía se quedó soltera. Una señora del pueblo, a la que cuidó durante mucho tiempo con esmero y dedicación, le dejó en herencia su casa, una antigua masía que Carmen convirtió en un mesón. Era por la década de los 50, y allí se trasladaron a vivir con Paula, mi madre, y mis dos hermanas, Mari y Carmen. La adecuaron entre las dos, repartiéndose las tareas: Araceli se cuidaba de la limpieza y las compras, Carmen de la acogida a los clientes y de la cocina. Formaban un tándem perfecto, siendo tan diferentes, y el negocio funcionó. La casa estaba en medio del pueblo y pronto los cocidos extremeños de mi tía cosecharon un éxito arrollador. El mesón se convirtió en uno de los establecimientos más prósperos del pueblo, así como un lugar de referencia para quienes buscaban comidas caseras, tanto las gentes pudientes del lugar como los viajantes y forasteros. Así, la familia conoció unos años de trabajo intenso y relativa prosperidad en la última etapa de la posguerra. Atrás quedaban la hambruna y las estrecheces. Las dos hermanas no podían rendirse: tenían en sus manos un proyecto familiar que no podían abandonar.  

¿De dónde les vino el éxito? Sin duda, a parte de las dotes organizadoras que tenía la abuela, la atención delicada de Carmen hacia los huéspedes y su buena mano para cocinar fueron decisivas. La tita, mujer menuda, delgada y vivaracha, tenía un rostro bello y armonioso, que cautivaba a muchos hombres que la cortejaban. Rebosaba humanidad y belleza. Su mirada clara y viva seducía por su sencillez. Si Araceli era un recio roble, la tita, como la llamaban, era una caña de bambú grácil y flexible, siempre en su sitio, en su centro. Como una mariposa, se deslizaba con suavidad entre sus quehaceres y en la acogida a los demás. La dulzura de Carmen era un bálsamo que suavizaba los momentos de mayor frenesí y agobio ante las dificultades familiares. La abuela fue base, roca sólida; la tita fue pilar a cuyo alrededor todo crecía.

Sus vidas no podían entenderse una sin la otra. No sabían estar separadas. Formaban una unidad tan fuerte que jamás se agrietó. Vivieron casi cien años juntas.

El ocaso


En 1967 vinieron a Barcelona a vivir en un tercer piso de la calle Greco. Comenzaba otro capítulo dramático en sus vidas, porque nunca se encontraron bien en la vorágine de una gran ciudad desconocida. A una edad avanzada, fueron arrancadas de su entorno rural, del paisaje humano en el que habían crecido y del que formaban parte. La belleza de aquellos campos había empapado toda su vida. Fue entonces cuando comenzó su decadencia. Tenían cerca de ochenta años y ya no tenían nada por lo que luchar. Su declive no fue tanto físico, porque fueron longevas, ambas llegaron casi al siglo. Fue más bien un deterioro moral y psicológico que poco a poco fue haciendo mella, no solo en sus huesos, sino en su corazón.

Siempre habían respirado aire puro y habían transitado por callejuelas empedradas y caminos de tierra. Estaban acostumbradas al contacto humano, a las relaciones con los vecinos y forasteros, a la proximidad. En Barcelona, fueron engullidas por el anonimato de la ciudad. Su luz dejó de brillar, comenzaron a tener caídas, cuando siempre se habían mantenido firmes y ágiles. Las fuerzas empezaron a abandonarlas. Aquel no era su lugar.

Y, sin embargo, durante los casi veinte años que vivieron en Barcelona, las dos continuaron ofreciéndonos su cariño, cocinando, limpiando, dando afecto a sus nietos y a sus biznietos, los hijos de mi hermana Mari. Dieron calor a aquel piso extraño para ellas, aislado de la tierra, que les iba quitando la vida lentamente. 

Era hermoso verlas a las dos, ya muy ancianas, sentadas en el sofá de la casa, silenciosas y serenas. Ya lo habían vivido todo y se lo habían dicho todo. Tras las arrugas de sus rostros se almacenaban cientos de recuerdos, aventuras, vicisitudes que vivieron juntas. En sus últimos años también languidecían juntas, poco a poco, sin ruido.

La abuela nos dejó antes. En su última etapa pasaba largas horas en la cama, postrada por el dolor, aunque jamás rechistaba, herida por las llagas que se le abrían en la piel. 

Con su muerte, un fuego vibrante se apagaba en mi casa. Durante su agonía recordé todo lo que ellas, mi madre y mis hermanas me habían explicado. La abuela, tan brava, murió junto a la tita. Bajo la dulce mirada de su hermana, su rostro cambió y se volvió apacible mientras yacía en su lecho. Carmen se despidió con un suave beso en la mejilla de la abuela, reteniendo unas lágrimas que salían, no solo de sus ojos, sino de su alma. Se terminaba aquella larga vida de dos hermanas que se habían querido, y que juntas habían luchado, desafiando al tiempo y al hambre, el frío, el calor y la pobreza. Allí estaban ahora, despidiéndose. Era hermoso verlas tan unidas en los últimos momentos.

Meses más tarde murió la tita. Sometida a varias operaciones a causa de una clavícula rota, murió en el hospital de la Vall d’Hebron después de una intervención quirúrgica. Con su muerte, terminaba la epopeya de estas dos valientes mujeres que iluminaron unos años cruciales de mi juventud, en Barcelona. Entonces pensé que, en el cielo, seguirían juntas otra historia.

domingo, 15 de diciembre de 2013

El silencio sanador

Cuántas veces, después de un día ajetreado, en el que hemos sido bombardeados por tanto ruido y tantas imágenes, más de lo que nuestra retina puede soportar, sentimos la necesidad imperiosa de parar y descansar. El frenesí no es lo normal. La dependencia del activismo es, en el fondo, una manera de huir hacia adelante. El corazón humano está hecho para la paz, para el silencio, para saborear la belleza y la música. Necesitamos volver a nuestro estado primigenio, a la soledad del espíritu para ser conscientes de que necesitamos, como el aire, profundizar en nuestra identidad humana. El vértigo y el ritmo acelerado son enemigos del silencio. El estrés mata el silencio y nos aleja de nuestra propia realidad, de nosotros mismos y de los demás. 

Urge recuperar el valor del silencio, no solo como un refugio, o como un valor religioso, sino como una necesidad vital del hombre. La masa, el ruido y el frenesí nos producen reacciones tóxicas que nos enferman emocional y espiritualmente. Es verdad que hay muchas razones por las que enfermamos: mala alimentación, experiencias emocionales, ruptura de relaciones humanas, disgustos, estrés, virus, etc. Cuando sufrimos alguna patología, en seguida buscamos al médico o al terapeuta, o iniciamos cambios de hábitos para mejorar nuestra salud. 

Pero a veces la raíz de nuestros males y dolencias está en nosotros mismos. Si decimos que el pH de nuestro cuerpo ha de ser alcalino y no ácido para evitar enfermedades, lo que alcaliniza el espíritu humano es el silencio. El silencio nos amansa, nos equilibra, nos sitúa ante el mundo y nos ayuda a construir nuestros anhelos más profundos. En definitiva, nos permite descubrir la razón última de nuestra vida. 

Porque solo desde el silencio se puede penetrar a fondo en nuestra propia realidad, tal como es. Solo cuando paramos y aprendemos a escucharnos a nosotros mismos, a nuestro cuerpo, nuestros sentimientos y emociones, comenzamos a desatar esos nudos físicos, psíquicos y mentales que han actuado como auténtica metralla interna, que han perforado nuestros anhelos y nuestra hambre de paz. En el campo sanitario se habla de nuevos hallazgos, de innovadoras técnicas. Y realmente se ha avanzado mucho. Pero nuestra medicina sigue muy enfocada en el plano físico, biológico y genético. En las últimas décadas se ha comenzado a hablar de la medicina energética y cuántica, con nuevas y prometedoras terapias. Pero ni en la medicina alopática ni en la holística se habla lo suficiente del silencio terapéutico. 

Un alma perdida en el laberinto del ruido y del frenesí, más allá del equilibrio físico, químico y energético, necesita estar alineada con toda la estructura de su ser, y esto solo se puede lograr desde un silencio reparador y sanador. El abismo nos aterra. Necesitamos la luz y el calor del sol. Para nuestra armonización es crucial huir del incesante ruido que nos inquieta y nos roba la paz. Necesitamos la calma del silencio, su melodía, su brisa. Nuestro corazón ansía y necesita reconciliarse consigo mismo. Cuando aprendemos a valorar este regalo es cuando se produce la complicidad entre nosotros y los demás, y el enfermo empieza a recuperar la paz. Y es que desde el silencio más interior se aprende a dar a las cosas el valor que tienen, entre la pasión y el desapego. 

Se trata de aprender a no exagerar ni parar del todo. Con el silencio se encuentra el punto intermedio, que me ayuda a tomar la medida de aquello que estoy haciendo. Sin estrés y sin descuidarse de todo. El silencio es más potente que el ruido. El ruido puede ser fruto de un fuerte impacto; puede a la larga ensordecer, pero solo llega a nuestros oídos. En cambio, la capacidad de emocionarnos al contemplar algo solo ocurre en el suave silencio. Es entonces cuando se produce el impacto interno, que llega hasta lo más profundo del alma. 

Cuando empezamos a comunicarnos con nuestro yo más hondo hemos aprendido a gustar el silencio, dejando a un lado las palabras que distraen.

A veces, callar es lo mejor cuando se trata de hacer un bien real. El silencio puede ser más fecundo que las palabras.

Joaquín Iglesias 
14 diciembre 2013 - San Juan de la Cruz

domingo, 17 de noviembre de 2013

Arrancado de unos brazos

Es un día frío de invierno, a finales de febrero. Un niño llora desconsolado en los brazos de su abuela. De tez morena y cabello muy negro, con grandes ojos tristes, hunde su cabecita entre los pechos de la anciana y solloza. Se agarra a ella con todas sus fuerzas; no quiere soltarse.

Tiene solo dos años, pero conoce el dolor de haber perdido a alguien que llenaba su vida. Su padre ha muerto, y el sentimiento de desamparo invade su corazón. Ya no volverá a ver su rostro, no volverá a jugar con él; se fue para siempre su referente, la presencia que lo confortaba y le ofrecía un futuro. Llora sin cesar.

Su madre intenta, en vano, calmarlo. Joven viuda, con varios hijos, en un pequeño pueblo de Extremadura azotado por el hambre de la posguerra, toma una difícil decisión. Ella buscará trabajo en la capital y dejará a los niños en un centro de acogida en la capital de provincia.

Llegado el día de la partida, el niño se niega a abandonar aquel pueblo, aquella casa que alberga sus escasos recuerdos y su pequeña vida. Cuanto más insiste la madre, con más fuerza llora y se aferra a los brazos de su abuela. No quiere soltarse, no quiere romper el vínculo. La muerte del padre ha sido una herida desgarradora; no quiere más separaciones. El gemido del niño se hace cada vez más intenso. Pero la decisión de la madre está tomada.

Es arrancado violentamente de los brazos de la abuela y el llanto se convierte en un grito de desolación. A la fuerza, lo llevan de la mano y se deja arrastrar. Mira por última vez la calle donde aprendió a corretear bajo la mirada de su padre. Se terminaron los juegos, la ternura, las caricias. Atrás quedan los campos, el tufillo de las cabras, la hierba mojada por el rocío matinal, el murmullo de las espigas salpicadas de amapolas. Entre las lomas dejó los días felices, cuando su padre lo llevaba con él a apacentar el rebaño. En la ciudad ya no volverá a saludar a la luna, que señalaba a su padre con ojos brillantes y asombrados. El niño de dos años ha quedado herido para siempre.

Lo arrancaron de su padre, de su abuela, de su familia, de su pueblo y de sus amigos. Desde aquel día el sol no volvería a brillar sobre el horizonte de su corazón. Resignado, se deja llevar. Algo ha muerto dentro de él.

――――――

Pasó 14 años en el internado. Su timidez extrema lo llevó a encerrarse en su mundo. Apenas se relacionaba con los demás, y se acostumbró tanto a oírse llamar por un número, que olvidó hasta su apellido. Soportó mal la estricta disciplina del colegio y el ritmo educativo, a golpe de pito y castigos. Por supervivencia tuvo que adaptarse y enterró los sentimientos en lo más hondo de su corazón y de su mente. Desconfiado y arisco, no quiso volver a amar, quizás para no sufrir otro desgarro, otra separación.

No fue hasta la adolescencia que se atrevió a escoger algunos amigos. Pocos, entre la timidez y la desconfianza. Cuando a los 14 años salió del colegio para estudiar en el instituto, el cambio fue una bocanada de aire para él. Empezó a forjar amistades y quizás a soñar planes de futuro.

Pero entonces, ya adolescente, volvió a vivir otra ruptura. Cuando había aprendido a sobrevivir, sin hacerse más daño, su mundo interno se sacudió de nuevo. Esta vez no lo arrancaron de los brazos de su abuela, sino de su ambiente y de un mundo que había aceptado.

Su madre, que se encontraba en una mejor situación económica, decidió reunir a la familia y llevar a todos los hijos a vivir con ella, en Barcelona. El joven dejó el colegio para iniciar otra vida, muy distinta, en una gran ciudad desconocida.

El corazón se le volvió a endurecer y cayó en una profunda depresión. El nuevo hogar en la anónima Barcelona, sin personalidad, le resultaba inhóspito. Le faltaban referencias morales, su frágil identidad se resquebrajaba y se perdió en el laberinto de su propia soledad. Sus relaciones con los demás se volvieron complejas y difíciles. Sometido a tratamiento con ansiolíticos, se fue hundiendo en un pozo cada vez más hondo.

Hoy, ha levantado un grueso muro entre él y su familia. Vive solo, desconectado. Lee con pasión, sobre todo a Sartre y a Bakunin. Camina por las calles sin rumbo fijo y apenas se relaciona con nadie. Fantasea en su mundo con la lucidez de la náusea existencial y la filosofía anarquista. Le gusta pasar desapercibido y busca rincones tranquilos y verdes donde quedarse horas leyendo a la sombra de un árbol. Quizás el rumor de sus hojas le conecta con aquel pueblo perdido de su niñez, con los campos de trigo, con los encinares. Falto de relaciones humanas, se alimenta de sus lecturas.

El niño, que hace casi sesenta años gritaba porque no quería soltarse de los brazos de su abuela, hoy ya no quiere agarrarse a nadie y huye hacia ninguna parte. Sin raíces, está totalmente solo. Lo hirieron y ya no cree en los vínculos, no quiere volver a sufrir otra amputación, no tiene fuerzas para soportarla y prefiere morir en su anónima soledad. No tiene a nadie, pero nadie podrá dañar más su roto corazón. Se ha rendido y prefiere perderse en la nada porque se siente nada, indigno de otros brazos.

Esperando su ancianidad, los años caen como las hojas en otoño, arrastradas por el viento, sin rumbo, sin otro sueño que morir huyendo.

¿Mereció ese niño de ojos negros y penetrantes quedarse sin padre? ¿Mereció esta vida? ¿Es el misterio del mal, el destino o la mala suerte? Quizás los golpes le sobrevinieron demasiado temprano, cuando su personalidad todavía no estaba definida. O quizás era demasiado frágil y no supo cómo afrontarlos, no tenía suficientes defensas. ¿Fue demasiado para él?

Cada uno es como es. Lo más duro es aceptar y ver cómo algunos agonizan lentamente. Lo más trágico es que un día morirá solo y nadie sabrá cómo, cuándo ni por qué. En el cielo, ¡entonces sí!, encontrará quien le abrace. Allí están los que nunca se cansarán de esperarlo con los brazos abiertos. Ojalá, aunque sea en el más allá, su corazón despierte y vuelva a latir, esponjado de la dulzura y el calor que le han faltado durante tantos años.

domingo, 20 de octubre de 2013

Tiempo para Dios

Cuando nos topamos con los límites


El frenesí de la vida diaria arrastra al hombre a situaciones de estrés, violencia, cansancio, pérdida de referencia y de valores. Progresivamente, la exigencia de su proyección laboral y profesional lo va llevando a un ritmo vertiginoso, situándolo al límite de la angustia, hasta convertirlo en un adicto a la aceleración que ya no puede parar. Es como si jugara a la ruleta con su vida, el estrés y la ansiedad. Y así comienzan muchas patologías.

Antes se hablaba mucho del valor del ser frente al tener. Hoy damos culto al hacer por encima del ser. Y nos volvemos dependientes de la actividad frenética. Hasta que, cuando menos lo esperamos, salta la alarma en forma de diferentes manifestaciones psicosomáticas que revelan un profundo vacío existencial. Surgen la amargura, la tristeza, la depresión y los accidentes cardiovasculares, las alteraciones neuronales, las adicciones, los malestares crónicos… en algunos casos, hasta la muerte. No nos damos cuenta de que estamos metidos en una carrera de ratas que nos lleva a la desintegración total de la persona.

¿Qué nos ha pasado? ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? Hemos valorado tanto nuestros egos, nuestra vanagloria, nuestro orgullo, que hemos llegado a idolatrar el yo y sus obras. Cuando llegamos a este punto, nos encontramos con los propios límites. No somos dioses ni supermanes. Es entonces cuando nos topamos con nuestro terrible vacío existencial. Un sentimiento de indigencia nos invade. Habíamos olvidado que somos mortales y que todo en el ser humano tiene límites, desde nuestra altura y anchura hasta nuestra capacidad intelectual y nuestra resistencia orgánica. Nos encontramos cara a cara con nosotros mismos y nos damos cuenta de que, por mucho que vuele nuestra imaginación, no siempre conseguimos las metas que nos proponemos, el corazón se nos rompe cuando sentimos dolor por alguien, a veces la vida nos da reveses que nos cuesta digerir, sufrimos la ruptura con alguien a quien hemos amado con toda el alma, o la muerte de un ser querido. Sí, estamos limitados, física, psicológica y moralmente.

Un camino hacia el interior


Cuando llegas con humildad a tener conciencia plena de tu realidad, de tu propia contingencia, es cuando, desde ese túnel de ti mismo podrás atisbar, a lo lejos, una luz. Y esa luz, a medida que seas más consciente, brillará con más fuerza. Es la luz del yo, que ha empezado la misión más importante de tu vida: descubrir los misterios de tu propia existencia. Pero desde el realismo, desde lo que eres, no desde tu espejismo, creado por tantas influencias que te han hecho desconectar del yo interior y fragmentarte por dentro.

Cuando somos capaces de parar, detenernos con dulzura y con paz hasta llegar a ser conscientes de nuestro misterio y liberarnos de la influencia externa, empieza un itinerario de búsqueda espiritual, marcado por la libertad. Ya no buscaremos en las cosas ni en lo que hacemos el sentido último de la existencia. Cuando llegamos a la pregunta más trascendente y descubrimos que hemos sido creados por unas manos amorosas, que nos han modelado con la única intención de hacernos felices, encontraremos una respuesta que es la gran liberación. Habremos llegado, entonces, a un momento culminante de la vida. Y descubriremos en el reverso de todo a este Dios. Solo desde aquí pueden recolocarse los valores, la familia, el trabajo, las ideas, el patrimonio, el sufrimiento, la vocación… Desde Dios todo adquiere otra dimensión.

En el silencio y en la soledad no nos asustarán ni el sufrimiento ni los propios límites, porque sabemos que somos obra de Dios y que, aunque nos haya hecho mortales, la libertad y la felicidad forman parte intrínseca de nuestro ser. En esto somos semejantes al que nos ha creado: un Dios que es Amor, y por eso la plenitud de nuestra vida se realiza amando, porque para eso fuimos creados.

Del frenesí pasamos a la contemplación, al silencio, a la oración, a la humildad y la gratitud. Descubriremos que lo natural del hombre no es la prisa, ni la amargura, ni la esclavitud. Es la alegría, la generosidad, el amor. Es entonces cuando descubriremos el valor de nuestro tiempo y dejaremos de gastarlo en cosas absurdas. 

Tiempo para Dios


Dios me ha creado, no solo libre, sino en un espacio y en un tiempo. Antes de crearme, Dios me soñó, me amó y dedicó un tiempo para mí. ¿Cómo no vamos a dedicar una parte de nuestro tiempo a Aquel que nos ha dado el tiempo? Él no escatimó: sin prisas y con dulzura, con creatividad, nos fue modelando hasta convertirnos en lo más precioso de la creación. Somos la obra culmen de sus manos: no nos olvidemos de Aquel que nos insufló la vida.

Tener tiempo para Dios es connatural a nuestra realidad existencial. Cuando olvidamos esto nos perdemos en el laberinto del propio yo.  Pero cuando sabemos parar y mirar al cielo, sintiendo la presencia de aquel que siempre nos está mirando con amor, cuando respiramos hondo y damos gracias, es cuando empezamos a conectar con Dios, que siempre ha estado dentro de nosotros. ¿Cuál es la diferencia? Que ahora somos conscientes de esa conexión.

Invertir tiempo para Dios es invertir en felicidad, para ti y para los demás. Y cuando convertimos nuestro tiempo con Dios en oración, en diálogo entre amigos, pasamos a ser algo más que creaturas: nos convertimos en interlocutores, en hijos de la divinidad. De seres animados pasamos a ser seres amados. Y aquí ya hemos dado un paso gigante. Entramos en la esfera de Dios Padre y, por fin, dejamos que Él entre en la esfera de nuestro corazón. Toda nuestra vida queda transformada.

domingo, 29 de septiembre de 2013

Tan misterioso y tan cercano

Después de un día ajetreado, deseaba sentir la brisa del silencio y contemplar el cielo salpicado de estrellas, escuchando en mi corazón la melodía de tu susurro. Cansado, al final de la jornada, necesitaba sentir la calidez de tu presencia. Qué bien se está cuando se descubre que más allá de lo mucho que pueda hacer, solo con tu mirada, llena de complicidad, me inunda una paz desconocida que solo siento cuando me detengo y te escucho, en la soledad silenciosa.

Ante ti no necesito decir nada, solo dejarme mecer en tu corazón, con tu solícita mano que acoge mi cansancio y mis inquietudes.

Ni siquiera debo articular una palabra, porque tú ya sabes lo que mi corazón siente. Contigo aprendo a callar, a no decir nada, a abandonarme. Basta saber que estás aquí, conmigo.

He aprendido que lo importante cuando estoy contigo no son mis palabras, sino tu silencio lleno de resonancias, tu presencia, casi imperceptible. Solo cuando te siento respiro, atrapado por tanta belleza. Cuando miro en lo más profundo de mi alma estás allí. Fuera y dentro. En mí y en los demás. 

Cuando soy consciente de esto me doy cuenta de que no me hace falta caer en el voluntarismo. Sé que es imposible encerrarte en conceptos o en esquemas mentales. Siempre estás vivo y amando, desde esa suave discreción, pero tan real como el aire que respiro. 

Cuando vamos hacia ti, tú has comenzado antes a caminar hacia nosotros. Cuando creo que te tengo cerca, en realidad ya estás dentro de mí. Porqué tú corres antes que yo corra hacia ti. Espero tu abrazo y tú ya me lo has dado. Tengo la necesidad de decirte algo y tú ya me has hablado. Busco el descanso y la felicidad, y tú te conviertes en mi descanso y en mi alegría.

Todo aquello que yo pueda anhelar, en Jesús ya me lo has dado. Solo tengo que convertir mi vida en una constante oración: la del apostolado, la del descanso y la de la celebración de mi fe. Y, sobre todo, la oración contemplativa: sumergirme totalmente en ti, mi Dios.

Dejar que él penetre toda tu alma. Más allá de buscar sensaciones, basta dejar que él te abrace. La vida de Dios no se concibe sin ese abrazo universal a todas sus criaturas. Solo cuando se hace experiencia de ese encuentro vital todo enmudece en el interior de uno mismo y comienza a vivirse una hermosa fusión. Te conviertes en un solo corazón, lates al unísono con Dios. Y la sensación de plenitud es inmensa. Rebosas de un gozo espiritual inefable.

De tú a tú con Dios, a solas en el profundo silencio, suena la música de su dulzura. Tu libertad con la suya, delante de él, vuelve a recrearte y a sumergirte en la realidad más profunda de tu ser hombre. Entonces descubres que participas de ese misterio inabarcable de su existencia. Tan cerca, como decía Agustín, tan dentro de ti, que llegas a ser una sola cosa con él.

Te sientes hijo en el Hijo, porque también fuiste engendrado, fruto de su amor. Y aquí está nuestra dicha. Somos de Dios, por eso no hemos de temer a nada ni a nadie. Ni la tormenta ni el rayo, ni la soledad ni el sufrimiento, ni siquiera el sentimiento de indigencia espiritual. Somos parte de él. ¿Qué hemos de temer, cuando estamos completamente en sus manos? Ni el abismo más profundo ni la altura más vertiginosa hemos de temer, porque por abajo él nos sostiene en sus manos, y en las alturas volamos en su regazo. Nunca nos precipitaremos al vacío porque él nos sostiene y nos lleva hacia lo alto, surcando la inmensidad del cielo con el viento de su Espíritu.

Es como si ya ahora viviera la plenitud del cielo, aquí en la tierra. Su corazón ya es parte anticipada del encuentro definitivo en el cielo. Cada vez que te sumerges en la oración estás viviendo, ya aquí, un trozo de cielo. Te inunda una luz, una paz y un gozo que solo se siente cuando experimentas la dulzura de su amor. Es como si ya no estuvieras aquí y te lanzaras fuera de ti mismo porque ya estás anticipándote a una nueva experiencia de los sentidos, como si ya entraras en el espacio de Dios. No sientes la gravedad, los problemas y preocupaciones quedan lejos cuando te dejas atrapar por él. Te saca fuera del tiempo y empiezas a vivir su tiempo. Muchas veces he sentido esto. Tu psique no te pesa tanto. Estás con él. Y sientes una libertad que no es meramente psíquica ni emocional, que va más allá de tus limitaciones.

Sintiéndote tan amado comienzas a saborear lo divino que hay en ti. Somos hijos de la Divinidad y, cuando nos fundimos con ella, nos convertimos, fruto de ese amor, en un ser divino. Es como si en cada encuentro con Dios nacieras de nuevo y, cuanta más conciencia de filiación con Dios más participas de lo que es él. Por eso la plenitud del hombre y la medida de su vocación humana se da cuando descubre que tiene a Dios dentro. Esto es a lo que está llamado.

Cuando descubre su vocación humana ha descubierto también su vocación cristiana y el sentido último de su existencia.

Tan misterioso que se nos escapa conceptualmente… y tan cercano, que lo tenemos dentro. No hace falta que corramos hacia él porque, una vez resucitado, Jesús forma parte para siempre de nuestra vida. Cuando somos capaces de parar, respirar hondo, mirar a lo alto y dar gracias, estamos en su órbita y nuestro corazón se ensancha. Nos mira y nos ama con un amor desmesurado. Solo así entraremos en su tiempo y en su historia, lanzados a una aventura llena de sorpresas que acrecientan el alma. Estamos hechos de él. Somos hijos de su amor. De ahí nuestra búsqueda, fruto de un constante anhelo de trascendencia. Cuando el hombre aprende a amar es cuando es plenamente feliz. Este es el único deseo de Dios: la felicidad del hombre.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El latido de un amanecer

Tras la noche sosegada, durmiendo abandonado en el silencio, que restituye todo mi ser, amanece un nuevo día. Me dirijo a paso suave y rítmico hacia el lugar del milagro, a orillas del mar, donde el sol, majestuoso, aparece en el horizonte. Sus destellos van bañando el mar y su luz aleja la noche, en medio de una claridad rosada, de fuego.

En la ciudad, todavía se ve a poca gente, caminando hacia su trabajo, o a algunos deportistas que hacen footing. No se detienen a contemplar este hermoso regalo matinal.

En pocos minutos se obra el prodigio. El sol, cada vez más intenso, asciende sobre el mar como un auténtico señor del día. El color rojo se hace dorado y su brillo ilumina la playa y la ciudad. Es otro parto de la naturaleza. Sin ese saludo, sin ese color, sin esa luz, la vida no podría existir sobre la tierra. Dependemos absolutamente del sol, ¡y qué poco conscientes somos de que la justa distancia, y la inclinación precisa de la Tierra, han hecho posible la vida en nuestro planeta!

Nuestros ancestros sabían la importancia del sol, hasta llegar a idolatrarlo como Señor de la Vida. Hoy, en cambio, vivimos a un ritmo tan acelerado que nos hemos vuelto miopes. No sabemos ver la grandeza de los acontecimientos de la naturaleza. El progreso técnico y científico nos está apartando de nuestro medio natural. Hace unos pocos miles de años dormíamos en abrigos, al aire libre, íbamos descalzos y nos acostábamos siguiendo el ritmo solar. El silencio acelerado del progreso nos está haciendo más vulnerables, más inseguros. Aunque creamos que con la razón llegaremos a descubrir todos los secretos de la vida estamos lanzados a un futuro incierto. La soberbia intelectual nos está alejando de nuestras raíces. Ya no hablo de las raíces culturales, ideológicas, familiares, ni siquiera de las geográficas. Hablo de la tierra, la naturaleza, el agua, el sol, el aire. Las raíces de la Creación, en la que Dios nos ha hecho existir.

Negar esto es mutilar una parte de nosotros. Somos cuerpos limitados que necesitamos de nuestra hermana la tierra, como decía san Francisco de Asís. Somos contingentes, pequeños y vulnerables. El orgullo de no respetar nuestros propios ritmos biológicos hará que un día no sepamos quiénes somos. No olvidemos que somos materia, como la tierra. Cada vez que la pisamos ella nos sostiene, somos parte de ella. Necesitamos su contacto, como también la luz del sol, el agua y el aire. Reconociendo esto, humildes y agradecidos, podremos saborear y disfrutar mejor de la vida. Nos sentiremos más vivos que nunca y cada nuevo día tendrá sentido. Cuando el sol bosteza ante el nuevo día cada persona ha de ser consciente de que la potencia de esos primeros rayos que iluminan el mar se convierte en luz que también alumbra su existencia y la de quienes están a su alrededor.  

domingo, 18 de agosto de 2013

Una mirada hacia atrás

La noche lentamente va extendiendo su manto sobre la luz roja del atardecer, apagando la intensidad del azul en el firmamento. Los ruidos también se apagan, los árboles dejan de murmurar con el viento y las calles se quedan desiertas. A lo lejos, algún grito inoportuno rompe el remanso de paz de esta hora. El manto oscuro de la noche cubre el día y las estrellas aparecen. La luna, suspendida en medio del cielo, ahuyenta la oscuridad. Como un faro, baña el abismo de la noche con su luz. Y la hace suave, cálida y silenciosa.

Desde el silencio de mi claustro interior, experimento una profunda paz. Miro hacia atrás y siento que una gran plenitud me llena. Dios me lo ha dado todo: mi origen, mi familia, unos amigos, mi vocación, una experiencia larga, con sus errores y aciertos, con dolor y esperanza, limitaciones y capacidades. Con profundo realismo existencial siento que soy quien soy, y vivo todo cuanto vivo, porque un día me ayudaron a abrazar mi realidad. Abracé mi yo, mi entorno, mi pasado, incluso la incerteza del futuro. Y esto me llena de una felicidad óntica, porque el Ser Absoluto hizo posible mi historia y me ha ayudado a culminar con gozo mi existencia.

Ya adulto, en la madurez, he aprendido que la auténtica oración es abandono. Es dejarse mecer en brazos de un Dios que te mira, te acuna, te sonríe y no dice nada. Un niño pequeño en brazos de su madre no necesita oír su voz: sabe que lo quiere y que lo abraza, y le basta.

Aquí está la mística de la oración: una comunicación desde el silencio y la certeza total de sentirse amado. El silencio se convierte en un nuevo lenguaje que llega hasta lo más hondo de nuestras entrañas. 

Cuando dos corazones se unen, el lenguaje atraviesa todo el ser en un diálogo sin palabras, que hace la comunicación más intensa. Así se produce algo extraordinario: el alma se desnuda, la mirada de Dios te cubre y te sumerges en las profundidades de tu mar interior. Tu ser es un misterio, y es un reflejo de Dios. Y Él, desde tu pequeñez, te hace descubrir la grandeza de su amor. Es entonces cuando ese potencial de amor que todos llevamos dentro nos hace darnos cuenta de que somos irrepetibles y que Dios nos lo ha dado todo para ser felices. Él es la felicidad, y nosotros somos un destello de la suya.

Miro hacia atrás y veo que todo es un milagro que constantemente florece, crece, madura, incluso en el duro yunque de la prueba. Al final, todo es don. Es verdad que hay que pasar por largos periodos de liberación progresiva, dejando atrás esclavitudes y sufrimiento hasta llegar a la tierra prometida de una existencia gozosa. Si abrimos nuestro corazón a Dios, veremos que la noche es el preludio del día, que el otoño precede a la primavera y el llanto a la alegría. De la tristeza pasamos al gozo y de la esclavitud a la libertad; del error al acierto y de la soledad a la compañía; de la traición pasamos a la fidelidad y del fracaso al aprendizaje.

Hay sombra porque hay sol. Con Dios nunca perdemos, aunque nos equivoquemos. Todo son lecciones auténticas con las que siempre ganamos. Toda la vida es milagro, pero el mayor milagro son los demás, que han hecho posible lo que somos y las experiencias que hemos vivido. Cuando descubrimos esto, ya estamos catapultados hacia el infinito. Toda relación queda trascendida y comenzamos a vivir de otra manera.

Dios está en el corazón de toda existencia y es fuente de amor, fraternidad y belleza. Todos los límites y defectos, las ideas, la cultura, las modas… ya no son obstáculos para vivir una profunda sintonía. Solo el amor concilia realidades tan distintas. Porque, como dice san Pablo en su carta a los  corintios (1 Cor, 13), el amor no pasa nunca.

La noche sigue su curso, lenta, callada, al ritmo de nuestro reloj biológico. La luna se desliza por el cielo. Su brillo intenso suaviza el perfil de los objetos y tiñe los edificios de una belleza singular. En el claustro interior de mi alma anida la paz. Voy a dormir, confiando mi sueño en Aquel que no deja de mecer la cima de mi existencia. Es un preludio de otro amanecer y de otra hermosa aventura con Él.

Miro atrás, agradecido, para vivir el presente con intensidad y abrazar los desafíos del futuro. Esta es la clave de una existencia plena. Si tienes a Dios como aliado esta plenitud será un anticipo de la plenitud eterna.

domingo, 5 de mayo de 2013

Danzando en el trapecio


Cuántas veces hemos visto, con admiración, esbeltos cuerpos caminar sobre un delgado hilo, con una seguridad asombrosa. ¿Quién no recuerda, en su infancia, cuando los padres lo llevaban al circo un domingo por la tarde? Nuestros ingenuos ojos quedaban maravillados y nuestro corazón se encogía en un puño cuando contemplábamos a los trapecistas, evolucionando a gran altura y balanceándose entre frágiles cuerdas. Hasta que no acababa la función permanecíamos en suspenso, casi sin respiración, ante aquel espectáculo donde se mezclaban la belleza y el riesgo, la valentía y el miedo. Ver a aquellos acróbatas suspendidos de un fino hilo nos producía una sensación sobrecogedora. El momento culminante llegaba cuando saltaban, dando la vuelta limpiamente, y volvían a recuperar el trapecio, con firmeza.

Nuestros ojos de niños quedaban impresionados. Muchas veces me pregunté qué debía pasar por la mente de los trapecistas, y cómo debían superar el miedo y la inseguridad ante el peligro de caer y precipitarse hacia el vacío. ¿Qué pasaba por sus corazones? La firmeza de creer que se mantendrían les debía dar una seguridad desconocida, haciéndoles capaces de tales hazañas. Nunca debían pensar que caerían, pues el solo pensamiento, la más remota posibilidad de fallar, podía terminar con todo. A buen seguro visualizaban sus saltos, sus movimientos limpios, fuertes, seguros, y lo conseguían.

Trapecistas de la vida


Cuántas personas hoy, a causa de la crisis económica, se han visto sin quererlo en lo alto de una cuerda floja, tratando de mantenerse en pie sin caer en el abismo oscuro. Mucha gente se ha encontrado de golpe en esta situación angustiosa. Se sienten sostenidos en el aire por una delgada cuerda, intentando sobrevivir. Y se convierten en nuevos trapecistas del circo de la sociedad. No se entrenaron para vivir ese riesgo, nadie los preparó para afrontar la angustia existencial. Aquí es donde nos damos cuenta de que somos terriblemente vulnerables y frágiles. Nuestra existencia pende de un hilo que, si no vamos con cuidado, se puede romper. O podemos dar un paso en falso, o podemos sentirnos invadidos por el vértigo cuando miramos hacia abajo. Solo cuanto nos encontramos en estas situaciones límite nos percatamos de que estamos totalmente preparados para superar cualquier situación extrema. Porque el ser humano está diseñado para vencer y lograr auténticas hazañas en su vida. Cuántas veces sentimos que nos falta el aire y hemos de aprender a llenar nuestros pulmones y a respirar, administrando el oxígeno, para sacar toda la energía que llevamos dentro.

Es en estas ocasiones cuando uno descubre la grandeza de su libertad y su creatividad para reorganizar su propia vida. Solo desde la carencia y la limitación, en medio de la adversidad, uno madura, crece y aprende a reconocer su pequeñez con humildad. El hombre probado por las dificultades se convierte en dueño de su historia. Nada ni nadie podrá oscurecer el brillo de su audacia, porque está concebido para tal gesta: la aventura de renacer de sus cenizas.

Solo mirando hacia adelante y hacia arriba, como los trapecistas, con realismo y creatividad, podrá deslizarse en el trapecio y convertir en arte el saber caminar por la vida.

Cuántos ejemplos podríamos contar de personas, grupos e instituciones que han pasado de la mediocridad, del victimismo, a convertirse en modelos a imitar, en ejemplos de entusiasmo y solidaridad. Hemos de convertir el trapecio en una gran lección de vida. Desde un sostén tan frágil el hombre se hace más fuerte que nunca y jamás se rendirá, porque cada obstáculo será una oportunidad para exprimir el sabor de una nueva experiencia que le catapultará hacia la madurez humana.  

Sí, el hombre es extraordinario y puede mucho más de lo que imagina, porque no está hecho para la derrota, sino para la victoria y la felicidad.

domingo, 17 de febrero de 2013

Un nuevo amanecer


Amanecía. El cielo se aclaraba y los primeros rayos de sol disiparon la oscuridad; un nuevo día nacía. El sol se deslizaba con rapidez en el firmamento para iluminar la ciudad. El viento empezaba a juguetear con las ramas desnudas de los árboles. Jardines, calles y casas estaban bañados de una intensa luz.

Todo era vida, color y música en ese domingo de principios de febrero. El corazón se ensanchaba ante el regalo de otro día apasionante. Es hermoso saborear tanta belleza matinal, cuando el mundo rezuma plenitud, cuando se puede sentir, tocar, ver y oler la vida; cuando se puede escuchar la suave melodía de algo que se nos da como un don. El Creador, cada mañana, vuelve a apostar por nosotros y su creación estalla en colores. Cada día se nos da la oportunidad de contemplar de nuevo toda su hermosura.

Era un día espléndido y radiante, el día que Carmen entró en el sueño eterno, quizás en el claroscuro del alba. El día nacía y su vida se apagaba. En esa hora, todavía oscura, se deslizó hacia el otro lado de la vida, poco a poco, atravesando el umbral del más allá, donde la luz brilla aún más fuerte que el sol, porque brota del corazón de Dios.

Lo supe a las diez y cuarto de la mañana, cuando ya el sol estaba alto y empezaba a calentar. Me dijeron que se había quedado como dormida, con la cara serena, calma, como si todavía estuviera entre aquí y allá, entre la luz y el abismo, entre el cielo y la tierra. Su dulce sueño tuvo otro dulce despertar. Fue un adiós dulce, una muerte dulce.

Días antes, todo era lucha, sufrimiento, inquietud y cansancio. Impotencia. Hoy, su rostro desprendía calma, quietud, serenidad. Su enfermedad fue muy larga, aunque tuvo temporadas de mejoría. Pero la calidad de su vida iba mermando. Fueron muchos años de dolor, una prolongada agonía que la iba consumiendo poco a poco. Durante esos años, en ella vi el rostro del dolor, el misterio insondable de la fragilidad humana. Presencié la batalla que la vida libra con la muerte. Sentí muy cerca nuestra pequeñez. Cuando la esperanza y la fe se pierden, la vida deja de tener sentido. Sentí como un zarpazo la impotencia de no poder hacer nada por cambiar el rumbo de su situación, viendo cómo se precipitaba hacia el abismo que se abría ante ella.

Muchas veces me he preguntado qué fue de aquella jovencita que corría calle abajo conmigo, desde la plaza Catalana hasta el final de la calle Amílcar, y luego hasta Cartellá, donde estaba nuestra casa. Con 16 años Carmen comenzó a trabajar en la Jovi. Pero los fines de semana le gustaba salir. Con ella solía ir al cine, las tardes del domingo, y muchas mañanas de verano nos íbamos a la playa. En casa y en el trabajo era ordenada y diligente. Con las personas era alegre, sociable, generosa. Respiraba vida por los cuatro costados. Fiel a sus amigos, saboreaba la vida hasta la última gota. Su mirada era limpia y vivaz. Qué fácil era conectar con ella. Todo esto se vino abajo años más tarde, cuando una inesperada enfermedad se apoderó de ella y la fue consumiendo. Y terminó, en sus últimos años, quitándole hasta el oxígeno. Ella, que amaba la vida y que respiraba  pleno pulmón, murió sin aire.

Hoy ya no estás aquí, con tu madre, con tus hermanos y tu familia. La vida fue una auténtica pasión para ti, la viviste minuto a minuto, aliada de la existencia. Todo para ti era motivo de admiración. Amabas salir al sol, dejar que el aire acariciara tu cara, pasear por la plaza, escuchar a los pájaros y saludar a la gente. Aún en los momentos de mayor debilidad, ansiabas saborear esos pedacitos de vida que todavía te era permitido arrebatar. La progresiva incapacitación que padecías te hacía muy consciente de que estabas dejando de paladear ese trato amable, cómplice, quizás un poco ingenuo con la gente que te rodeaba.

En los últimos días ya nos hacías ver que el fin estaba muy cerca. Te ibas y volvías. Quizás más de alguna noche rozabas, con los dedos, esa claridad de luna, esas estrellas inalcanzables del más allá. Pero de inmediato volvías a la vida, volvías a respirar con fuerza, para llamar a tu madre.

La llamaste por última vez, fue como un adiós. Quizás querías celebrar un festín antes de tu salto definitivo. Ya estabas a punto de pasar al otro lado.

Alguien te espera en la otra orilla. Te esperan los brazos abiertos de tu padre, Joaquín, que tantas veces te mecía cuando eras pequeña, llamándote con inmenso cariño. Sí, allí volverás a estar en sus brazos y los dos estaréis en brazos de Dios.

Sin ruido y de puntitas, durmiendo plácidamente, te vas al encuentro de tus hermanos mayores, que solo pudieron saborear la vida unos pocos días. La luz de ayer era la luz del día eterno que se abría para acogerte y volverte a llevar al regazo del papá, bajo la mirada amorosa de Dios, nuestro Padre que está en el cielo.

Joaquín Iglesias
3 febrero 2013
En memoria de Carmen Iglesias

domingo, 3 de febrero de 2013

Un inesperado adiós

Un amigo a quien aprecio me dio la noticia. El corazón me dio un vuelco cuando lo escuché. Tras un inesperado derrame cerebral, Jacinta, una feligresa muy querida de mi anterior parroquia de San Pablo, en Badalona, se debatía entre la vida y la muerte en el hospital. 

Fui a visitarla, aunque estaba inconsciente, en cama y con respiración asistida. Cuando pronuncié su nombre, ella se agitó y sus labios se movieron bajo la mascarilla de plástico. ¿Me escuchó? Quiero creer que sí, y que también oyó el resto, las pocas palabras que la emoción me dejó pronunciar ante ella.

Jadeaba y la piel de sus manos ardía, como si luchara con ahinco, desafiando la muerte que la acechaba. A diferencia de otros pacientes que parecen abandonarse cuando llegan sus últimas horas, ella respiraba con fuerza, como resistiéndose a marchar. 

Todo fue de golpe, rápido. Dejaba a mucha gente de la que no se pudo despedir. Muchos que la conocíamos nos quedamos desconcertados, pues era una mujer robusta. En pocas horas, su vida pendía de un hilo, como la de un trapecista luchando por no precipitarse en el abismo. 

El día que fui a verla estaba oscuro y nublado en Barcelona, era pasado el mediodía. Me apresuré para ir al hospital con el temor de que dejara de respirar antes de que llegara. Con el corazón compungido y paso firme caminé hasta la habitación 209. Y allí estaba ella, sola en aquellos momentos. 

Mientras estaba a su lado, contemplé en ella el misterio de la fragilidad humana. Allí, tendida en la cama, luchando por sobrevivir, expresaba su amor a la vida y a los amigos. Fue todo tan repentino... Quise detener el tiempo, y volver atrás, para poder mirarla a los ojos otra vez y agradecer su cálida y firme amistad, siempre fiel. 

Jacinta, tu fuerza interior era inquebrantable. Como una roca, y a la vez inteligente y sagaz, sabías descubrir lo que hay en el corazón de las personas. Pero eras discreta, sabías estar en tu sitio sin llamar la atención. Tus apretones de manos, tu mirada llena de complicidad, tu lealtad a los tuyos, eran la mejor prueba de tu profundo realismo y tu honestidad. Me trasladé a Barcelona y eso no impidió que la amistad continuara. Recuerdo con cariño tus agradables llamadas desde la residencia Meran. No querías desconectar, yo tampoco. Tu corazón vibraba y se alegraba y así pasaron tres años desde que dejé Badalona. 

Todo esto lo iba pensando mientras te miraba, deseando que mis pulmones pudieran dar oxígeno a los tuyos, que pudieras abrir tus ojos. Te murmuré al oído que estaba allí, contigo. En pocos segundos pasaron ante mí los quince años de nuestra amistad. Di gracias a Dios por haberte conocido y por todo lo que aprendí de ti. Era consciente de que eran los últimos minutos contigo, y quería que supieras que el alma se me rompía de verte así. Pero mi fe me decía que no, que esto no era el final, que solo era un paréntesis de nuestra vida mortal, y que una amistad tan bella no se puede morir. Me encontraba entre el desgarro de un adiós y la certeza de que no será la última vez que nos veamos; ante el misterio de la caducidad humana que nos lleva a experimentar el vértigo de saber que un día dejaremos de existir, pues llevamos la muerte en nuestros genes. 

No pude decir mucho más. Moviendo la cabeza, con un gesto tímido, intentabas decirme algo, como respondiéndome. Si mis palabras no llegaron a tu cerebro, sí llegaron al corazón. Todavía estabas allí. No podías hablarme, pero tu leve movimiento bastaba. No sabía si era tu momento de ir al Padre del cielo, pero le pedí que los ángeles te acogieran, porque ya estabas preparada para dar ese salto hacia los brazos de Dios. Recé un rato, invocando a Dios y pidiendo que, cuando fuera la hora, te recibiera con todo su amor en el paraíso. Y con un beso en la frente me despedí, conteniendo las lágrimas. En pocas horas, la distancia entre nosotros se convertiría en un abismo, pero no infranqueable, porque la fuerza del amor atraviesa ese abismo. 

Me fui pensativo, caminando mientras me alejaba de la habitación, y salí del hospital. Apenas salí a la calle, vi que el cielo en Badalona se había despejado: una luz intensa teñía de color los árboles, las casas y las calles. El sol brillaba con especial intensidad. ¿Por qué ese cambio de tiempo tan súbito? Caminando hacia el coche, sentí que tu corazón, como ese cielo claro de invierno, también empezaba a inundarse de la luz y la gracia de Dios. El cielo brillaba con una luminosidad especial y a ti se te comenzaban a abrir las puertas del cielo. Dios te esperaba para darte un abrazo, todo estaba a punto para el encuentro eterno con tu esposo, con el que viviste un breve pero feliz matrimonio. 

Ya en la autopista hacia Barcelona, dejaba atrás una bonita experiencia. Sentí en lo más hondo de mi ser que Jacinta estaba muy viva dentro de mí. La distancia ya no importaba; el abismo ya no era oscuridad. Algún día, lo sé, me reencontraré con esa gran mujer, en otra dimensión, más allá de las estrellas. Pero en ese momento la sentí más cercana que nunca, porque la distancia nunca es demasiado grande allí donde hay amor. 

Joaquín Iglesias
19 enero 2013 
En memoria de Jacinta Rabazo