Era un día claro y casi veraniego. Soplaba una brisa
agradable en la sombra mientras caminaba por el Portal del Ángel hacia la
catedral de Barcelona. Era mediodía y un gran gentío caminaba en ambas
direcciones.
A media calle vi tumbada en el suelo a una joven. No
llegaría a los treinta años y yacía de lado, sumida en un profundo sueño. Sola y
casi invisible para la multitud que pasaba a su lado, apresuradamente. Me
acerqué con cierto desasosiego a aquella muchacha que dormía, ajena a todo
cuanto sucedía a su alrededor. Y una realidad cruel se desveló ante mis ojos.
Aquella joven parecía un objeto, abandonado en el suelo, sin que nadie se
percatara. Algunos la miraban furtivamente, pero se apartaban en seguida, quizás
por miedo. Yo me quedé unos minutos contemplando el menudo cuerpo de una
persona frágil que se había rendido ante la vida antes de llegar a su madurez.
La contemplé con dulzura. Podía adivinarse el dolor en sus
facciones caídas y en su semblante inexpresivo, como ignorando el mundo que la
rodeaba. Para muchos sólo dormía, pero era un ser humano vivo. ¿Cómo llegó
hasta ahí? ¿Cuántos días lleva deambulando sin norte, perdida, sin referencias
ni apoyos, sin amor? ¿Hasta qué punto es consciente de que en medio de un día
luminoso su existencia está cayendo por un abismo oscuro? ¿Sueña en algo? ¿Por
qué ha elegido cerrar los ojos a la belleza de un día de verano? En el corazón
de esta muchachita quizás hace muchos días, o meses, que no amanece, y tal vez
su realidad es tan brutal y su soledad tan insoportable que ha decidido
autoanestesiarse para no sufrir. La vida se ha convertido para ella en una
larga sucesión de días; la indiferencia de los demás flagela su débil corazón y
ella elige huir a pasos agigantados, como si no mereciera vivir.
La gente pasaba, y yo la miraba pensando: ¿Despertará en
algún momento? ¿Me atreveré a preguntarle? La gente pasaba aprisa, el tiempo
corría, pero para ella ni el tiempo ni la gente existían. Ni siquiera la luz del
sol o la mirada compasiva de alguien que, como yo, se acercaba con sigilo. Dormía
tan profundamente que no me atreví a despertarla. ¿Podría beneficiarle una
dulce pausa en medio de tanta insensibilidad?
Al final, se acercaron dos señoras de mediana edad que, sorprendidas
ante la escena, se pararon a hacer unas fotos. Fotografiaron a la muchacha y se
fueron. Como si hubieran querido retratar el dolor de aquella chica tendida en
el suelo, inmortalizando la marginación que se vive en Barcelona. No sé si fue
compasión, piedad o curiosidad, o tal vez estaban haciendo un estudio de los
sin techo. Me quedé con la duda. ¿Fue el ojo de la máquina o el ojo de su
corazón lo que las hizo detenerse?
Todo esto lo sabemos. Lo vemos por la tele, escuchamos las
estadísticas y leemos los informes de Cáritas y las administraciones. La
indigencia y los sin techo aumentan en Barcelona. Incluso nos emocionamos y nos
duele ver tanta mendicidad, pero nos limitamos a quejarnos y no hacemos nada.
Para mí sigue siendo estremecedor ver cómo puede haber tanta frialdad e
insolidaridad.
Esto me hace pensar en tantos estudios sociológicos que se
llevan a cabo sobre la realidad social y que se quedan en meras estadísticas y
análisis de datos que engrosan la bibliografía sobre marginación, acumulándose
en la frialdad de los despachos. Un análisis racional de estos fenómenos, si
después no se hace nada para ayudar a estas personas a salir de su situación,
¿de qué sirve? Mientras muchos se reúnen, hacen charlas y emprenden estudios,
los sin techo sobreviven a un frío invierno interior, expuestos a los
comentarios y a las críticas de quienes tienen hielo en el alma. Ellos, los de
la calle, solos y sin afecto, van sintiendo que su existencia se congela porque
las instituciones y la administración siguen dando vueltas sin encontrar
soluciones eficaces. La ignorancia ahoga a tantos que van naufragando por el
océano de la existencia. Muchos perecen ante enormes olas de insolidaridad. Y
nos quedamos igual. Porque quizás creemos que ya estamos haciendo algo.
Una sociedad que mira al otro lado ante el dolor de los más
frágiles los irá descartando. Demasiado peso, y vértigo para una conciencia
ética que pide y exige ayudar al hermano que está solo y perdido. Los
fundamentos de una sociedad se tambalean cuando el otro se hace invisible.