domingo, 25 de diciembre de 2011

Encuentro de Navidad

Siempre he creído bueno, desde un punto de vista pastoral, celebrar la Navidad con la comunidad parroquial. Aunque ya nos vamos preparando litúrgicamente con los cuatro domingos de Adviento y poco a poco vamos entrando en el misterio del nacimiento de Jesús, con un claro mensaje de esperanza, nos falta algo más.

Del altar al ágape

Hemos de aprender a pasar de la mesa del altar a la mesa del ágape, donde, además de compartir alimentos que nos dan energía compartimos experiencias que nos hacen más conscientes de nuestra realidad comunitaria. El 18 de diciembre me encontré para comer con aquellos que quisieron, pudieron o los que supieron hacer un plus de esfuerzo, porque calibraron la importancia de la convocatoria que les hacía su rector. Otros desearon venir pero no les fue posible, por diversas razones.
Fue un evento intenso y hermoso en torno al sacerdote. Iniciamos la comida cantando, con una clara manifestación de alegría. Se produjeron momentos preciosos de gran hondura espiritual cuando, de manera espontánea, a la hora de los brindis, cada uno de los que estaban allí fue dejando brotar torrentes de vivencias que surgían desde su interior. Visiblemente emocionados, con sinceridad aplastante y con sencillez, todos hablaron desde el genuino latir de su corazón. Se expresaron desde el alma, compartiendo ricos testimonios, algunos de ellos auténticas hazañas que no dejaron a nadie indiferente. Entre la emoción y la sorpresa al escuchar aquellas experiencias que habían marcado a cada persona, el tiempo se deslizó dulcemente. Era hermoso contemplar la enorme variedad de cuantos estábamos allí: por edades, procedencia geográfica, sensibilidad y formación religiosa…, y ver cómo se lograba una profunda sintonía espiritual y un sentimiento de unidad. Todos vibrábamos, cada uno a su manera, formando una sinfonía de voces distintas y a la vez armónicas.
De los tantos que somos en las celebraciones, éramos poquitos, pero suficientes para mantener encendido el fuego de la comunidad. Aunque pudiera parecer que la llamita era pequeña y temblorosa entre las brasas, no importaba. Fue bastante para dar vida y calor a aquellos momentos tan plenos. Dios hará algún día que el viento de su Espíritu prenda y se encienda una mayor hoguera.

La importancia del banquete

Todos hemos de descubrir que reunirnos para alimentarnos del cuerpo y la sangre de Cristo también nos ha de llevar a comer juntos, porque en el ágape de una comunidad cristiana también él está presente, aunque no de forma eucarística. Su presencia entre los que se reúnen en su nombre es real. Un ágape te acerca al otro. Y sin el otro nuestra vida carece de sentido. En el evangelio aparece bien clara la importancia de comer juntos. Jesús lo hace con sus discípulos, con sus amigos y seguidores. Cuántas veces escuchamos, en su mensaje, la palabra “banquete”. El reino de los cielos es comparado a un gran banquete. Jesús empieza su vida pública en una boda, y la termina en una cena con sus amigos. De aquí se desprende el gran valor teológico que Jesús da al hecho de comer juntos. Jesús empieza y acaba su misión sentado a la mesa. Comer también tiene un valor sagrado, especialmente cuando se trata de reforzar la adhesión a la propia comunidad cristiana.
Éramos 25, y entre nosotros había latinos de Colombia y Ecuador, un grupo de fieles parroquianos de siempre, un matrimonio con sus niños, en total, un grupito de jóvenes de 6 a 80 años. Qué lección, compartir mesa y escucharnos. Es entonces cuando te das cuenta de que Dios toca el corazón de cada uno, seduce y enamora, y cada cual tiene una estrecha relación con él.

Dios hecho Niño nos une

La tarde comenzaba a caer en este solsticio de invierno y teníamos que descender de esos momentos culminantes y repletos de emoción. En torno al sencillo Belén que teníamos en la sala cerramos el encuentro cantando villancicos y rezando un Padrenuestro en círculo, mirando al Nacimiento.
Aquel niño a quien rezábamos y cantábamos había logrado tejer una mayor amistad entre nosotros, regalándonos un encuentro que, sin su presencia, no hubiera tenido sentido. Porque nuestra historia común, como cristianos, empieza en un pesebre, cuando Dios se hace bebé y despierta en nosotros una insospechada ternura. Desde ese momento, nos arrebata el corazón. Por eso, estemos donde estemos, allí donde haya una comunidad cristiana, Jesús será siempre nuestro centro.

Joaquín Iglesias
Navidad 2011

domingo, 13 de noviembre de 2011

No es bueno que el hombre esté sin Dios

Un libro que interpela

En un programa radiofónico sobre actualidad política, los miembros de la tertulia comentaban la publicación de un libro titulado No es bueno que Dios esté solo, donde se recogen entrevistas a varios personajes públicos sobre su experiencia de Dios. Las entrevistas, a cual más fascinante e interpeladora, reflejan una vivencia muy honda, un viaje a las profundidades del corazón de Dios, que ha marcado a esa persona para toda su vida.
No es un libro de teología ni de espiritualidad, sino el testimonio de una relación con Dios sencilla, íntima y vivida en el día a día. Cada una con sus propias circunstancias, en todas ellas hay un brillo especial que toca la fibra más sensible del alma, porque nos sitúa ante un Dios que responde a los interrogantes y que va mucho más allá de nuestras certezas. Dios no solo está en la inmensa altura del cielo, sino en la profundidad de los corazones. Cada entrevista es un apasionante historia de amor de Dios con el entrevistado. Cada persona se convierte en un caño de agua fresca que brota del mismo manantial: el Creador que se les ha revelado como la realidad vital más importante de sus vidas, una realidad que interpela, sacude y estremece.
Es hermoso ver cómo Dios, siendo absolutamente autosuficiente, busca compañía. El título del libro, No es bueno que Dios esté solo, lo interpreto como una manera de decir que su amor infinito no quiere quedarse encerrado en sí mismo, sino que quiere sentir nuestro amor, busca nuestra ternura, nuestras palabras, nuestra compañía.
Recordaba aquella profunda afirmación de Benedicto XVI en su encíclica Deus caritas est describiendo el amor de Dios no solo como ágape, sino también como eros, que desea la cercanía y la repuesta amorosa de su criatura.

El hombre, sediento de Dios

He titulado mi reflexión “No es bueno que el hombre esté sin Dios” porque es la otra cara de la misma moneda. Dios no quiere estar solo, pero el hombre tampoco. En el fondo de su alma, ansía estar con Dios. Como decía san Agustín, el hombre no descansa hasta que lo encuentra y reposa en él. Ese deseo innato, ese anhelo de descubrir a Dios, esa búsqueda interior la llevamos dentro. En medio de la oscuridad más honda y angustiosa, no deseamos otra cosa que encontrarnos con la luz que puede alumbrar el abismo y ahuyentar las penumbras de nuestro laberinto existencial.
Cuando seguimos esta luz descubrimos otra dimensión que nos hace sentir vivos, rayando la frontera de una realidad superior. Aunque sintamos el peso de nuestra contingencia, comenzamos a vivir entre dos mundos: el terrenal y el eterno. Nunca perdamos de vista que, aunque anhelemos el encuentro final con Dios en el paraíso, en nuestro mundo terrenal Dios constantemente se manifiesta, de mil maneras. Y para evitar dualismos y maniqueísmos, podemos afirmar que, con Cristo resucitado, la humanidad está resucitada. Por tanto, la tierra ya forma parte del cielo. La eternidad, con Cristo, se ha convertido en una parcela terrenal y la tierra, con Cristo, es ya una parcela del cielo.
Dios no quiere que el hombre esté solo. Su gozo y su plenitud son abrirse a aquel que le ha creado y le ha incitado el deseo de buscar un amor infinito. En él puede descansar y encontrar un oasis de plenitud hasta llegar a la auténtica felicidad.
Así lo han vivido tantos santos que ahora iluminan el cielo. Cuando lo siento, vivo y toco,cuando mi piel, mi aliento, mis células, todo mi cuerpo vive en él, la distancia física desaparece, porque tengo la certeza de que estoy empapado de Dios.
Estamos ante el reto nuclear y trascendental del hombre: aceptar y amar libremente a Dios, el único que puede hacernos sentir plenos, capaces de todo desafío. Una aventura llena de complicidad empieza a fraguarse. En nuestro sí libre Dios escribirá una bella y apasionante epopeya con sabor a cielo.

sábado, 15 de octubre de 2011

Manos creadoras

Las manos, tan útiles y necesarias, son un miembro de nuestro cuerpo de anatomía maravillosa y extraordinaria belleza. Su forma, la delicadeza y precisión de los dedos, las articulaciones, su conexión directa con el cerebro, las convierten en esenciales para nuestro crecimiento y actividad humana.

Manos útiles y necesarias

Las manos son una preciosa herramienta que nos ayuda a conectar con el entorno, palpando el mundo físico. Nos permiten ser creativos, abriéndonos camino en nuestro anhelo de proyección.
Las manos también nos descubren el universo del otro. Es tanta la energía que generan, que podemos alcanzar un gran conocimiento de la otra persona posando nuestras manos sobre ella.
Nuestras manos están concebidas para crear, para amar, para comunicarnos. Como los pies, la cabeza u otros miembros, manifiestan la belleza del cuerpo humano.
Las manos son indispensables en nuestro devenir cotidiano. Casi siempre estamos haciendo algo con ellas. Al cabo del día, podemos contar un sinfín de cosas que hemos hecho. Cuán necesarias son, y cuántas cosas dejaríamos de hacer si no las tuviéramos. Con un bolígrafo entre las manos escribo; con mis dedos tecleo, navego por Internet buscando nuevos conocimientos. Puedo dibujar, lavar, cocinar, vestirme. Puedo conducir, conectar un aparato de música, pintar o diseñar una casa. Los sordos pueden comunicarse con las manos. Los hombres, todavía en muchos lugares del mundo, cultivan la tierra con ellas, siegan y recogen los frutos. Los artesanos fabrican muebles. El ser humano no habría evolucionado como lo ha hecho sin el auxilio de las humildes, eficaces y preciosas manos.
Las manos también pueden ser un elemento terapéutico. Qué importantes son las manos de un cirujano y las de una enfermera, las de un celador, o las de una madre que acaricia a su bebé. Son manos que curan y miman. También están las manos de un terapeuta que no sólo masajea el cuerpo, sino que estimula las conexiones cerebrales y calma la tensión nerviosa, la ansiedad, la tristeza.

Manos creadoras

Pero las manos no sólo hacen cosas útiles y necesarias para el trabajo cotidiano. Con las manos escribimos poesía y pintamos cuadros. Un cineasta filma una película, un artista esculpe sus obras de arte.  Un músico plasma a través de la partitura las melodías armónicas, que luego puede dirigir con su batuta ante una orquesta. Cuando las manos dejan de ser meramente útiles se convierten en instrumento de una capacidad creadora enorme, que va más allá del pensamiento abstracto.
Es entonces cuando las manos alcanzan la trascendencia. En las manos del pintor que, con sus pinceles, atrapa sobre el lienzo un paisaje, vistiéndolo de poseía, hay una realidad más allá de lo que ven los ojos, porque pinta desde el alma. En la danza, otro arte que usa las manos y el cuerpo para expresarse, al compás de la música, hay un canto a la vida. Con la suave presión de un solo dedo, el fotógrafo inmortaliza la belleza y cristaliza en su objetivo un momento de plenitud. En el séptimo arte, el cine, las manos capturan con la cámara un instante, haciéndolo imperecedero. Cuántos momentos inolvidables han quedado impresos en nuestra memoria. Un amanecer sobre el mar o un camino otoñal, alfombrado de hojas doradas, que invita a la soledad y al recogimiento. O un campo primaveral sembrado de amapolas. O el rocío sobre la hierba. Cuánta grandiosidad podemos percibir y disfrutar con un solo movimiento de nuestros dedos.
El anhelo de ir más allá de nosotros mismos nos lleva a crear en dimensiones gigantescas. Cuántas obras arquitectónicas, maravillas de la mente humana, pueblan nuestro mundo: puentes transoceánicos, canales, islas artificiales, templos o rascacielos. Todo esto sobrepasa los límites de nuestra pequeña realidad.
En el otro extremo, vemos la precisión increíble de la nanotecnología, que nos permite almacenar y transmitir grandes cantidades de información en dispositivos minúsculos. Apenas pulsando un teclado podemos navegar por Internet a velocidades sin precedentes y las noticias recorren el planeta en cuestión de segundos.

Manos que hablan del amor

La ternura expresada a través de las manos nos habla del amor. Y cuando expresan la trascendencia, han llegado al límite de lo que pueden hacer. Es sublime partir el pan con el que no tiene, bendecir una mesa, una casa, la naturaleza, o a otra persona. Las manos de un sacerdote que consagra el pan y el vino se convierten en recipiente sagrado que contiene y reparte al mismo Dios.
¡Qué arma tan poderosa son las manos cuando se ponen al servicio del amor!
Las manos de aquellos que han decidido vivir su vocación como una vida de entrega a los demás son manos que hacen de puente entre Dios y el hombre. Desde el momento de su ordenación, el sacerdote tiene la capacidad de utilizar sus manos para derramar el agua bautismal y para ungir con el óleo del crisma la cabeza de los bebés, elevándolos a la dignidad de ser hijos de Dios. Las manos consagran el alimento de vida eterna. En la eucaristía, los movimientos de manos son importantes: manos abiertas, que se elevan, que bendicen, que sostienen el pan y el vino, que administran la comunión. Manos que dan la paz al compañero, que invitan con un gesto, que saludan y envían. Las manos del sacerdote también nos dan el perdón misericordioso cuando nos sentimos pecadores y necesitamos volver al corazón del Padre. Bendicen a aquellos que van a contraer matrimonio, lanzándose a la aventura del amor cristiano, deseando que Dios corone su hogar. Bendicen dos libertades que se atreven a navegar juntas. Y bendicen, también, y ungen, al enfermo que necesita fortaleza y al moribundo, acompañándolos en los últimos pasos de su trayecto vital.
Dar la vida, rescatar, curar: estas son las manos de Jesús de Nazaret. Las manos que acabaron clavadas en la cruz eran las mismas que habían obrado milagros, devuelto la vista a los ciegos, curado a los paralíticos y resucitado a los muertos. Solo imponiendo sus manos, Jesús fue capaz de transmitir luz, fuerza, vida, a quienes estaban faltos de ellas. Toda su vida fue un continuo bendecir. Cuando se llega a este punto, las manos ya no solo están ligadas al cerebro, sino directamente al corazón de Dios. Es entonces cuando las manos únicamente pueden obrar el bien, derramando la bondad que reciben de Aquel que es todo amor.

sábado, 8 de octubre de 2011

Una mirada afable

Siempre lo recuerdo amable y sonriente. Nuestros encuentros eran cortos, pero cada encajada de mano expresaba la sencillez de un hombre amigo de sus amigos, que conquistaba con su fino sentido del humor. Hombre muy querido por el barrio, por sus amigos, vecinos y, cómo no, por su familia, especialmente su esposa Conchita y sus hijos, siempre se mostraba cercano y atento. 
Su mirada expresiva, entre pilla y desenfadada, lucía como el agua de un manantial. Así era su espontaneidad. Supo vibrar hasta los últimos momentos de su vida mientras se iba despidiendo, con dulzura, de todas las personas amadas, con un suave apretón de manos.
En su lecho de muerte, Conchita lo acompañó, ayudándole a vivir en paz esos momentos y procurando que nada le faltara. Cuando las fuerzas le flaqueaban, allí estaba ella, acurrucada en su corazón, respirando al unísono con él, con un amor que atravesaba el mismo umbral de la muerte.
Diego, allí estabais juntos, tú y Conchita, después de sesenta años de vida compartida. La fragilidad de la existencia se manifestó con toda crudeza en la enfermedad. Tú la desafiaste hasta el último momento, en que cerraste el ciclo de tu vida. Fue una enfermedad corta, una lucha acelerada que terminó con tu salto a la trascendencia, al lugar de los que viven para siempre en el abrazo eterno con Dios Padre.
Como párroco de San Félix, quiero agradecerte tu incansable y alegre colaboración en el grupo de Cáritas parroquial. De tus recias manos muchos pobres recibieron alimento y apoyo. Ayudaste a dar vida a otros. Eso es la caridad, la obra de misericordia básica: dar de comer al que no tiene. Tu ayuda inestimable en Cáritas contribuyó a que muchas personas que sufren a causa de la crisis pudieran recibir el bálsamo de la solidaridad. Hasta que tu enfermedad te lo impidió, no dejaste de acudir, aunque ya débil, siempre firme, amable, con humor, para ayudar a tus compañeros y estar al lado de los necesitados.
Pero ya te ibas. Marchabas hacia otra ruta, el destino último, la felicidad del encuentro con el Creador, Aquel que con su soplo de amor hizo posible tu existencia y que más tarde te regaló la flor más hermosa: tu esposa Conchita, y sus frutos, tus hijos, que han sabido acompañarte en el ocaso de tu vida.
Pero no olvidemos que, después de la noche de la muerte, siempre llega un nuevo amanecer, que escapa a toda ley física. La pascua de cada cristiano es su muerte, y Cristo nos regala también una resurrección. Cada alma atraviesa el universo para ir a parar al mismo corazón de Dios.
Conchita, hijos, familiares y amigos: Diego fue un hombre bueno que solo podía terminar junto a la bondad absoluta: Dios.
Diego: tus amigos, vecinos, tus compañeros y toda la comunidad de San Félix siempre te recordarán con gratitud.

sábado, 17 de septiembre de 2011

El abrazo del indigente

Era un caluroso domingo de agosto, al mediodía. El sol caía sin piedad en el patio de la parroquia. La gente entraba en el templo para asistir a la celebración de la misa dominical. De pronto, el mendigo sentado a la puerta de entrada al recinto se levantó ágil y se dirigió a mí. Con las pocas fuerzas que le quedaban, después de trasnochar y vagar de un lugar a otro, se abalanzó sobre mí y me dio un fuerte abrazo.
No sé cómo su frágil cuerpo y sus brazos escuálidos podían aferrarme con tanta fuerza. Yo le hice un gesto enérgico, indicándole que me dejara, porque tenía que irme, pero cuanto más me oponía, más me estrechaba él. Con su aspecto desaliñado, la piel curtida por el sol, la ropa sucia y su olor irrespirable, no me soltaba.
Y me dije a mí mismo: tranquilo. La reacción más natural hubiera sido enfrentarme a él y sacármelo de encima. Pero cuando le miré, con aquellos ojos perdidos, me di cuenta de que sólo quería sujetarse. Tal vez estaba quemado por el sol, pero tenía el alma fría, y buscaba calor humano.
Sostenía entre mis brazos a un hombre roto, hecho pedazos, que caminaba hacia el abismo. El alcohol, la droga y la soledad lo habían quebrado de arriba abajo. Aquel cuerpo depauperado escondía un alma sin relaciones, sin calor, sin vida, sin horizontes, y un terrible futuro vagando por las calles de la ciudad: de la soledad al rechazo y a la muerte.  El hedor que desprendía no sólo era desagradable: olía a tragedia, a vida que se desliza hacia un pozo profundo, a impotencia.

El rostro sufriente de Cristo

Aquella noche me costó conciliar el sueño. Tuve entre brazos a un hombre que lo había perdido todo. Su respiración jadeante expresaba una vida frágil, suspendida de un hilo a punto de romperse. Pero en ese hilo todavía alentaba un incansable afán de supervivencia. Esos cinco minutos que me parecieron interminables noté que él no me miraba, ni fijaba la vista en nadie. En realidad, sus ojos estaban clavados en el cielo.
Tenía que celebrar la misa a las doce y media y no me daba tiempo a cambiarme. Sólo pude lavarme las manos y la cara. Mientras lo hacía, pensé. Más allá de la lectura psicológica de aquel impetuoso abrazo, supe que lo que él buscaba en realidad era el afecto perdido con la esposa que le abandonó, según me explicó en su confuso portugués. Aquella ruptura emocional fue lo que tal vez le hizo perder el norte. Cuando un amor se rompe, toda la persona se quiebra, y algunas sienten un vacío tan grande que poco a poco se van desmembrando. En su impulso, buscaba un abrazo cálido, misericordioso, un sostén para no caerse.
Pensé en el beso de san Francisco al leproso. Ese beso cambió el alma de Francisco. Pensé también en los tiernos abrazos de la beata Teresa de Calcuta a los moribundos, en sus centros de acogida, un bálsamo dulce en sus últimos momentos, con la sonrisa en su rostro arrugado. Y en tantos santos y misioneros que han sabido ver el rostro sufriente de Cristo en las vidas destrozadas, quizás indignas para los demás, pero valiosísimas a los ojos de Dios, aunque su aspecto sea sucio y maloliente.
Y recordé otro día de invierno, cuando entre las misas de once y doce y media el indigente entró en el templo apresuradamente, con su paso torpe y tambaleante,  y se dirigió al Cristo crucificado. Mirándolo fijamente, alzó las manos y comenzó a increparlo, gritando con todas sus fuerzas y dándose golpes de pecho. Con ojos vidriosos y gesticulando, le lanzaba sus reproches, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. No le dije nada. Dejé que terminara sus lamentos. Quizás manifestaba toda la ira que le consumía, o quizás vociferaba bajo el efecto de la droga, el alcohol y la desesperación.
Este indigente hace más de 10 años que se sienta a las puertas de la parroquia. Hay días que viene más calmado, otros días llega agitado y nervioso. Alguna vez hemos llamado a los servicios sociales y a la Guardia Urbana. Lo retienen varios días en un centro, pero siempre regresa a la calle, donde sobrevive pidiendo limosna. Nadie puede hacer nada más. Cuando está más lúcido, lo dejan marchar y siempre regresa a la puerta de San Félix. De algún modo, es su comunidad, donde no sólo mendiga dinero, sino algo de calor. O quizás busca echar su bronca al Cristo crucificado. De aquí saca algo de limosna para seguir huyendo hacia delante, para no encontrarse cara a cara con su cruda realidad, la de un hombre terriblemente solo que un día perdió el valor más preciado: el amor.
Desde ese día, su corazón se apoya tan sólo en nuestra acogida. Nosotros, al menos, podemos soplar sobre las pequeñas brasas que le quedan encendidas para darle algo de calor e iluminar un poco su alma.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Rezando bajo la lluvia

El agua, una bendición del cielo

Hoy, día de santa Mónica, una refrescante brisa ha disipado el bochorno de estos días tan calurosos. Remolinos de aire empujaban las hojas caídas de los árboles, que tapizan con su dorado el frío gris del asfalto de las calles. Después de muchos días seguidos de calor agobiante, un sorbo de brisa ha hecho de este día una jornada fresca y suave, aliviando las elevadas temperaturas y la humedad de este final de agosto.  El viento jugaba con las copas de los árboles, agitándolas y dejando asomar algunos rayos de sol entre las hojas. Un cielo azul puro ha lucido durante todo el día, convirtiéndolo en un oasis veraniego.
Paseando por el casco antiguo de Barcelona, he visitado Santa María del Mar, la iglesia del Pino y finalmente la catedral, con su imponente fachada recién restaurada. Y después, llegando a mi parroquia, me he acercado hasta la pequeña capilla de la Virgen de Chestojova. Sólo faltaba, al atardecer, la bendición de una lluvia generosa caída del cielo. Una lluvia que ha venido como un regalo, que limpia, que purifica y oxigena, refrescando el ambiente y aportando un bienestar que invita a la serenidad. He sentido la necesidad de pasar por este refresco tan dulce al acabar el día y he permanecido un tiempo bajo la lluvia, agradeciendo su frescura después del flagelo del calor. 

El silencio de los jóvenes

Y he recordado el encuentro de los jóvenes con el Papa, en Cuatro Vientos, en medio de calores asfixiantes, cuando, de pronto, se desató el viento y cayó un súbito aguacero que alivió a todos los que allí estaban. Muchos explicaban que agradecían aquella cortina de agua después del calor. En momentos así es cuando comprendes por qué la lluvia, el agua del cielo, es tan necesaria.
Para los jóvenes peregrinos fue un mensaje, sin duda, venido de arriba, una bendición. Nadie marchó, todos permanecieron allí, cantando y rezando. Más tarde, se produjo ese silencio impresionante de casi dos millones de almas en adoración ante el Santísimo. Fue un hecho extraordinario que recordé, una semana más tarde, en el patio de mi parroquia, solo ante la Virgen de Chestojova. Y me sentí privilegiado de estar allí, bajo el cielo cubierto de nubes que clareaban y dejaban entrever algunas estrellas.

Lágrimas que redimen

Nubes, lluvia, estrellas. Claridad que envolvía el firmamento con espectacular contraste bajo las acacias. Agradecí la culminación de ese día en que sentí tan viva la presencia de Dios, como el rastro de las gotas de agua deslizándose sobre mi piel. Gotas de agua que me hicieron recordar las lágrimas que vertía santa Mónica por su hijo, Agustín, hasta que se convirtió. Pensé: cuántas madres lloran por sus hijos y rezan por ellos, para que algún día encuentren a Dios. Como san Agustín, que no halló sosiego hasta encontrarlo.
El cielo a veces también llora, cuando nos alejamos de Dios. ¡Cuántas lágrimas cuesta una conversión! Las lágrimas que cristalizan en el amor se convierten en perlas preciosas, ofrendas que purifican y redimen. Así me sentí bajo la lluvia, completamente cubierto de dulces lágrimas. Y recé. Que santa Mónica dé fuerza y esperanza a muchas madres, para que no pierdan su fe. Ojalá después de esa noche muchos hijos vuelvan al hogar que jamás tenían que haber abandonado: el corazón de Dios.
27 de agosto de 2011

domingo, 10 de julio de 2011

Una mirada llena de ternura

Eran las seis y media de una calurosa tarde de julio, en la parroquia de san Félix. En brazos de su madre Ana Maria y ante la presencia cercana de su padre, Martina estaba a punto de recibir el sacramento del Bautismo. La familia la rodeaba, formando un nutrido grupo. Martina iniciaba su gran aventura cristiana. El simbolismo del ritual, con su profundo mensaje teológico, expresaba la hondura de una bella vida de Dios que nacía en el corazón de la niña. Abandonada en brazos de su madre, aún sin ser consciente de la trascendencia de ese momento por su condición de bebé, algo debió sentir, misteriosamente, que llenó su mirada de luz. Sin pasar por la lógica racional, la huella de ese momento atravesó su pequeña almita. Fue un encuentro: Dios la abrazaba, tanto como su madre. El instante en que se convertía en hija de Dios quedará impreso para siempre en el ADN de su alma. La potencia amorosa de Dios penetra la vida espiritual de cada ser en el inicio de su carrera cristiana.
Y es que los niños son capaces de detectar la autenticidad de un momento tan trascendente. El Bautismo es el inicio de otra aventura de amor de Dios con su criatura. Cuando reciba el sacramento de la Confirmación, se producirá un encuentro consciente y maduro, y dará comienzo a una nueva etapa de ese romance amoroso con Dios, marcado por la gratitud, que la llevará a ser capaz de vivir una vida apasionante al servicio de los demás.
Su máxima felicidad será la de reconocer la centralidad de Jesús en su existencia. Y así, ni las dificultades más grandes podrán apartarla de Aquel que le dio una vida sobrenatural y tanta fuerza. Esa energía de propulsión inicial la animará siempre hasta el encuentro definitivo con Dios en el cielo, tras una vida plena, volcada a hacer realidad los planes que Dios sueña para ella.
Pero esto no será posible sin la valiosa y crucial ayuda de sus padres. Su responsabilidad es asumir que la vida de Dios que hoy empieza en su hija ha de crecer y alimentarse. Y esto será posible si los padres tienen claro que Martina ha de respirar el amor que late entre ellos. Solo en la medida que ellos vivan auténticamente su fe, la semilla que hoy se ha sembrado en Martina se convertirá en una espiga fértil que podrá darse como pan a tantas personas que tienen hambre de Dios.
Hacer de una niña una adulta responsable es necesario para su equilibrio y su futuro. Pero tan importante como su crecimiento físico e intelectual es ayudarla a desarrollar su vivencia cristiana hasta que llegue a ser una adulta auténtica, capaz de hipotecar su propia vida por su gran amor: Jesús. Ojalá la coherencia de sus padres la ayude y facilite que Martina encuentre la belleza del bien, del amor a los pobres, de la libertad. Solo así su vida tendrá sentido y la vivirá con entusiasmo e intrepidez.
En esta bella escena en la parroquia de San Félix, como en un nuevo Jordán, Martina ha sido proclamada hija predilecta de Dios y la fuerza del Espíritu Santo ha bajado para posarse con ternura sobre ella, inundando su corazón de una luz más brillante que los rayos de sol. Bañada por las aguas y ungida por el óleo santo, iluminada por el cirio pascual, símbolo de la resurrección de Cristo, Martina ya forma parte de una nueva familia: la familia de los amigos de Jesús. Ya es una más entre todos aquellos que hemos decidido seguirle y amarle hasta el final de nuestros días, con el deseo más genuino de encontrarnos cara a cara con él, para siempre, en la eternidad.

domingo, 12 de junio de 2011

Anhelo de eternidad

Cuántas veces los medios de comunicación y ciertas filosofías insisten en la mediocridad de la naturaleza humana. La prensa nos bombardea constantemente mostrándonos situaciones conflictivas que hacen hincapié en los aspectos más egoístas del hombre. Estas escenas refuerzan una ideología al servicio de una concepción del ser humano que lo presenta como incapaz de trascenderse a sí mismo, afirmando su tendencia malévola. Es una versión moderna de la llamada filosofía de la sospecha, aupada por pensadores como Nietzsche, Sartre, Freud.
Esta forma de pensar reduce al hombre a un conjunto de pulsiones sexuales, según Freud; al superhombre frustrado de Nietzsche y a la angustia vital de Sartre.
Estas concepciones antropológicas olvidan sospechosamente la dimensión religiosa de la persona, negando algo esencial en su naturaleza: su apertura a los demás y a una realidad superior que da densidad a su existencia y le hace trascender a sí mismo. La identificación con un ser absoluto que pauta su conducta en relación a los demás, a sí mismo y hacia Dios como realidad suprema marca toda su proyección humana y social. Más allá de una visión fragmentada del hombre por parte de ciertas corrientes ideológicas, cuando éste desplaza a Dios, queda un hueco profundo en su corazón. Es en ese momento cuando la criatura reconoce su vacío y necesita vincularse a su creador. Porque todos somos creados por Dios, con, desde y para el amor, de ahí viene ese anhelo de eternidad que albergamos dentro. En nuestro ADN llevamos impreso el deseo de infinitud, y ésta no será posible si no nos dejamos llevar por la fuerza del amor.
Cuando uno se lanza a la aventura del amor de Dios, no dejará de sentir un deseo permanente de crecer, de abrirse, de darse, de trascender. Sentirá una explosión de amor tan grande que no querrá que se apague nunca. En esta experiencia vital, el hombre descubre la belleza de la libertad y siente un gozo incesante. Como les sucedió a santa Teresa y a san Juan de la Cruz, su corazón reposa en el corazón de su amado, llegando hasta el éxtasis, fundiéndose en una profunda comunión.
Esta es la máxima libertad del hombre: fundirse en un abrazo con Dios para siempre. Y descubrir la forma de amar de Dios: cuanto más se ama, más se crece y se recrea. El amor de Dios es auténtico, incansable, inconmensurable, y tan lleno de calor que impide la menor gota de gelidez en el corazón. Es un amor tan apasionado que funde el hielo con su potencia regeneradora, un camino sin retorno a la felicidad. Este es el deseo más genuino de Dios, que es alcanzado por el hombre cuando es capaz de ir más allá de sí mismo y se abre al infinito. Como el mar cuando acaricia la arena de la playa, en un vaivén constante que expresa una tierna complicidad entre el océano y la tierra, así el alma abierta a Dios es bañada por su amor inagotable, naciendo entre ambos una profunda intimidad.

domingo, 5 de junio de 2011

Mirar al cielo

Nuestra cultura urbana y la masificación de personas en diferentes núcleos de poblaciones han originado la construcción de grandes bloques, convirtiendo las ciudades en enormes bosques de edificios para albergar la explosión demográfica de ciudadanos. Del tiempo de nuestros antepasados, que vivían en armonía y en estrecho contacto con la naturaleza, hemos pasado a la tensión de una convivencia masificada, que genera conflictos sociales, también provocados por la rigidez del medio así como por la falta de espacio vital que permita una oxigenación en la convivencia.
La construcción masiva de bloques de pisos altos y tan cerca uno del otro hace que nuestra visión también se acorte. Nuestros ojos, preparados para la visión de lejos, se han tenido que amoldar a la corta distancia, y esto también ha contribuido a la aparición de diversas patologías oculares. Especialmente para aquellos que sufrimos dificultades de visión, las excesivas aristas del paisaje urbano llegan a suponer una agresión visual.
De aquí la necesidad, de tanto en tanto, de huir del asfalto y el cemento para buscar la amplitud del campo y disfrutar del estallido multicolor que nos regala la maravillosa y exuberante naturaleza.
Hay en el ADN humano un deseo y una tendencia innatos a volver a nuestro estado primigenio. Necesitamos envolvernos de árboles, brisa, sol, recuperar y no olvidar nunca que nuestra casa originaria fue el bosque; la tierra fue el suelo de nuestro hogar y el cielo nuestro techo. Ojalá aprendamos a escapar de la dictadura de las aristas y sepamos dejarnos mecer por el viento de un cielo abierto, abrigados por las ramas del arbolado y la calidez de los rayos de sol, que cada día sale a nuestro encuentro.
En medio de la selva urbana, necesitamos mirar hacia el cielo, aunque sigamos pisando asfalto, y dejarnos invadir por la sensación de bienestar y liberación que da contemplar el firmamento. Es extraordinario: como pegar un salto hacia arriba, mirar por encima de las aristas y sentir un bien terapéutico, una paz y una calma que nos hace mejorar nuestra salud, anímica y espiritual.
Más allá del firmamento físico, no olvidemos que nuestra humanidad siempre buscará aquello que le hace feliz, aquello que la hace trascender a sí misma. Buscará mirar más allá de sus propios límites, siempre querrá tener una mirada puesta en lo alto. Hay una necesidad irresistible de contemplar los cielos, que ensanchan el horizonte y el corazón ante tanta belleza derrochada.
Para que los ojos no pierdan luz, no dejes nunca de mirar hacia lo alto. Dios nos ayudará a oxigenar nuestra vida espiritual. Salgamos de las sombras del orgullo humano y sepamos vivir en la claridad del amor, inmensa como la claridad de un mar abierto y un cielo lleno de color que abraza el horizonte, llevándonos a rozar el infinito. Dios es la medida del hombre en su búsqueda de la verdad. Mirando al cielo encontramos muchas respuestas sobre el misterio humano y el misterio de Dios.