El agua, una bendición del cielo
Hoy, día de santa Mónica, una refrescante brisa ha disipado el bochorno de estos días tan calurosos. Remolinos de aire empujaban las hojas caídas de los árboles, que tapizan con su dorado el frío gris del asfalto de las calles. Después de muchos días seguidos de calor agobiante, un sorbo de brisa ha hecho de este día una jornada fresca y suave, aliviando las elevadas temperaturas y la humedad de este final de agosto. El viento jugaba con las copas de los árboles, agitándolas y dejando asomar algunos rayos de sol entre las hojas. Un cielo azul puro ha lucido durante todo el día, convirtiéndolo en un oasis veraniego.
Paseando por el casco antiguo de Barcelona, he visitado Santa María del Mar, la iglesia del Pino y finalmente la catedral, con su imponente fachada recién restaurada. Y después, llegando a mi parroquia, me he acercado hasta la pequeña capilla de la Virgen de Chestojova. Sólo faltaba, al atardecer, la bendición de una lluvia generosa caída del cielo. Una lluvia que ha venido como un regalo, que limpia, que purifica y oxigena, refrescando el ambiente y aportando un bienestar que invita a la serenidad. He sentido la necesidad de pasar por este refresco tan dulce al acabar el día y he permanecido un tiempo bajo la lluvia, agradeciendo su frescura después del flagelo del calor.
El silencio de los jóvenes
Y he recordado el encuentro de los jóvenes con el Papa, en Cuatro Vientos, en medio de calores asfixiantes, cuando, de pronto, se desató el viento y cayó un súbito aguacero que alivió a todos los que allí estaban. Muchos explicaban que agradecían aquella cortina de agua después del calor. En momentos así es cuando comprendes por qué la lluvia, el agua del cielo, es tan necesaria.
Para los jóvenes peregrinos fue un mensaje, sin duda, venido de arriba, una bendición. Nadie marchó, todos permanecieron allí, cantando y rezando. Más tarde, se produjo ese silencio impresionante de casi dos millones de almas en adoración ante el Santísimo. Fue un hecho extraordinario que recordé, una semana más tarde, en el patio de mi parroquia, solo ante la Virgen de Chestojova. Y me sentí privilegiado de estar allí, bajo el cielo cubierto de nubes que clareaban y dejaban entrever algunas estrellas.
Lágrimas que redimen
Nubes, lluvia, estrellas. Claridad que envolvía el firmamento con espectacular contraste bajo las acacias. Agradecí la culminación de ese día en que sentí tan viva la presencia de Dios, como el rastro de las gotas de agua deslizándose sobre mi piel. Gotas de agua que me hicieron recordar las lágrimas que vertía santa Mónica por su hijo, Agustín, hasta que se convirtió. Pensé: cuántas madres lloran por sus hijos y rezan por ellos, para que algún día encuentren a Dios. Como san Agustín, que no halló sosiego hasta encontrarlo.
El cielo a veces también llora, cuando nos alejamos de Dios. ¡Cuántas lágrimas cuesta una conversión! Las lágrimas que cristalizan en el amor se convierten en perlas preciosas, ofrendas que purifican y redimen. Así me sentí bajo la lluvia, completamente cubierto de dulces lágrimas. Y recé. Que santa Mónica dé fuerza y esperanza a muchas madres, para que no pierdan su fe. Ojalá después de esa noche muchos hijos vuelvan al hogar que jamás tenían que haber abandonado: el corazón de Dios.
27 de agosto de 2011
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