Vivimos en un mundo lleno de problemas. Muchas personas están
inmersas en enormes dificultades económicas, sociales, familiares y laborales. Algunas intentan salir de estas situaciones buscando vías de escape y caen adictas al
alcohol, a las drogas o al juego. Otras son sometidas a límites vitales que les
quitan la paz.
Qué ajenos vivimos a veces al dolor de aquellos que lo
están pasando tan mal. Pasamos de lado y giramos la espalda al sufrimiento de
muchos niños desatendidos, violentados en el mismo marco familiar; o de los jóvenes con un futuro incierto; de adultos en paro, angustiados, con enormes
carencias y sin esperanzas; o de personas mayores que están solas, enfermas,
sin recursos y abandonadas a su suerte. El dolor de estas personas es un grito
lanzado a una sociedad ensimismada, que sólo piensa en pasarlo bien e ir venciendo
el tedio de cada día; una sociedad que se ha encallado en el culto a sí misma
ignorando la realidad del entorno.
¿Cuántas veces vivimos de espaldas al dolor, mientras la
tragedia y la desesperación hacen estragos en la vida de tantas personas? Es bueno
preguntarse en qué medida somos responsables del sufrimiento de tanta gente. Cuando
lo tenemos todo y nos domina el afán de poseer más es fácil quedarse
anestesiado y lejos de otras realidades que no sean nuestro propio y pequeño mundo.
Nos cuesta hacernos porosos al mundo que nos envuelve, nos cuesta ser sensibles
a lo que hay a nuestro alrededor. Porque esto significa salir de nosotros
mismos y despertar, pero nos abruma dar una respuesta sincera, generosa y
coherente, según nuestra ética y nuestra religiosidad. Significa un cambio
radical por nuestra parte, una gran generosidad y una mirada serena. Nos pide
reflexionar y plantearnos qué podemos hacer para minimizar la crisis tanto
social como moral que afecta a nuestro mundo.
Urge una respuesta inmediata: hemos de salir de nosotros
mismos y preguntarnos, de manera reflexiva, qué podemos hacer por los demás. Más
allá de nuestra vida hay muchas vidas de personas que nos necesitan con
urgencia.
Hace unos días tuve ocasión de hablar con algunos
voluntarios del comedor social de mi parroquia. Hablamos sobre la experiencia
de este grupo que está asistiendo cada día a unas 50 personas, dándoles de
comer y acogiéndolas. La mayoría de estos comensales traen una historia
personal terrible, de soledad, tristeza, marginación y rechazo social y
familiar. Muchos son extranjeros, completamente desubicados y declinando en una
lenta y larga agonía. Solos, sin recursos, muchos con vergüenza, vienen al
comedor buscando algo más que comida. En sus rostros agrietados se adivina una profunda
crisis de identidad. Con sus miradas perdidas buscan un espacio donde puedan
sentirse dignos. Es verdad que es poco tiempo, pero la delicadeza de los
voluntarios hace posible que en un breve intervalo estas personas se sientan
serenas, protegidas, cuidadas y atendidas. Es hermoso reconocer la labor inmensa
que hacen estos voluntarios, de forma callada y anónima. Para los indigentes,
el espacio del comedor es una brisa suave que sopla en su duro invierno
existencial.
Sin embargo, a veces estallan conflictos entre ellos,
provocados por la angustia y la soledad que viven. Una de las voluntarias me
explicaba con serenidad aplastante que cuando esto ocurre y algunos llegan a la
agresividad, a los gritos o a los insultos, ella se pone en medio de los dos
violentos y los abraza. Es muy consciente, y lo decía de broma, que algún día
recibirá un golpe, pero es la única salida para detener tanta presión, tanta
violencia, tanto dolor.
Esta voluntaria tiene 80 años y es una mujer madura, lúcida,
delicada y amorosa. Comprende como nadie el dolor de los pobres y los abraza
con dulzura de madre, mirándolos a los ojos. Y me comentaba que, de inmediato,
se calman. ¡Qué hermoso testimonio!
Cuántas veces creemos que gritando o amenazando podemos
contener la agresividad ejerciendo la fuerza. No es así. A una persona rota,
llena de amargura y violencia contenida, no la podemos gritar. La violencia
genera más violencia y no arregla nada, al contrario, puede hacer más daño al
frágil. Muchas veces estas personas no gritan a nadie en particular, sino al
mundo, a la vida, a su pasado, quizás alguno grita a Dios, sintiendo un
profundo vacío.
Esta señora me dejó impresionado. Una cálida mirada y un
abrazo lleno de amor y comprensión pueden disolver un conflicto agresivo. Cuánto
nos equivocamos cuando minimizamos el efecto y la fuerza de la ternura. Alguien
dijo que sólo la ternura transformará el mundo. La dureza y la violencia lo
rompen más y hacen sufrir a muchos.
Como decía un amigo mío sacerdote, hemos de recuperar la fuerza del amor. Ya basta de vivir anestesiados por una paz edulcorada y falsa. Esta señora
me recordó que sólo con la ternura podemos llegar hasta lo más hondo del corazón.
Es una ternura valiente, arriesgada, que se atreve a meterse en medio de la
guerra no para imponer la paz, la razón o la fuerza, sino para brindar dulzura,
devolver la dignidad, derramar amor.