domingo, 17 de noviembre de 2019

Soberbia espiritual


La soberbia espiritual es algo que siempre me ha preocupado. Detrás de este orgullo suele haber una actitud de autosuficiencia y egolatría muy arraigada en la persona. Nadie está exento de caer en la soberbia, pero es mucho más grave en aquellos que tienen una responsabilidad importante en los diferentes ámbitos sociales. La gravedad se acentúa en un político, por la influencia que ejerce sobre los demás. También en unos padres, por su papel en el hogar; en los maestros, en la escuela; o en los referentes religiosos en su comunidad.

Perfil del soberbio espiritual


Resbalar por el tobogán de la soberbia es mucho más grave de lo que parece, porque le precede un exceso de seguridad en sí mismo. Creyéndose en posesión de la verdad, el soberbio se blinda y es incapaz de escuchar a los demás, sin reconocer que el otro puede tener razón. Aún menos reconoce que pueda equivocarse. Por tanto, es incapaz de una reflexión sobre su propia conducta y errores. Su autosuficiencia le lleva a defender «su verdad», impidiendo que los demás se expresen y argumenten ante su posición. El soberbio juzga, pues se cree mejor, y le molesta ser cuestionado. En realidad, vive en una nube de seudo-verdades, incapaz de afrontar la realidad tal como es.

Cuando se trata de soberbia espiritual, la persona se envuelve con un discurso religioso, justificando su actitud por fidelidad a una causa, que defenderá a ultranza, llegando incluso a cierta violencia. Su postura se radicaliza ante quienes la cuestionan, llegando al desprecio del otro, desplazándolo y marginándolo, a veces con agresividad. La soberbia  espiritual, para mí, es la más peligrosa, porque utiliza verdades fuera de contexto para encajarlas en lo que uno piensa y justificar su forma de actuar. Así se generan graves perjuicios a quien se atreve a hablar, arriesgándose a asumir las consecuencias de la reacción descontrolada del soberbio espiritual.

El soberbio espiritual, aunque no lo parezca, en el fondo es una persona insegura, incapaz de gestionar los conflictos. Necesita tener a su alrededor una corte de gente dócil que jamás cuestione su autoridad. Para dar una sensación de firmeza, se protege con discursos repetitivos y argumentos aprendidos de memoria, pero poco asimilados vitalmente, y menos aún elaborados racionalmente. De aquí que, cuando se crea una situación de conflicto, el autoblindaje es cada vez más feroz, evidenciando su fragilidad interna. A fin de no perder control sobre el grupo, el soberbio se encuentra seguro en su radicalidad, insiste en la exigencia moral y pide obediencia, para que nadie se desvíe de sus postulados. A los disidentes, los critica sin piedad y los avergüenza ante los demás, manifestando su dureza de corazón. El discurso del soberbio puede ser convincente, en ocasiones, pero pronto revela el orgullo solapado que muchas veces no puede controlar. Las reacciones duras, valiéndose de sus armas más letales, demuestran que tiene el poder en sus manos. Cree y quiere hacer creer al resto que es totalmente inmune al error, pisando esa línea que separa la fidelidad normal y humilde de la adhesión ciega y sumisa.

¿Cómo sanar la soberbia?


Fidelidad, sí; obediencia ciega, no, porque se puede estar condicionando la libertad del otro. El diálogo sereno y lúcido es fundamental para no caer en la tentación de actuar como un dios.

Para no caer en esa tentación se necesita hacer silencio y escuchar, aunque creas que el otro no tiene razón. Sobre todo, es importante ser humilde y reconocer que por el hecho de ocupar un puesto de responsabilidad no significa que estés exento del abuso de poder. En el lenguaje moral, la soberbia espiritual es grave, porque es una ofensa a Dios, cuando intentas actuar como si fueras un dios. «Yo soy el único bueno, nunca puedo fallar, tengo la verdad y estoy por encima de los demás porque he sido elegido.»

Dios es la verdad y la bondad absoluta. El hombre, cuando quiere ponerse en el lugar de Dios, utiliza su poder, pero no para servir humildemente, sino para aprovecharse de su cargo e imponer sus ideas por encima de la razón objetiva y de la caridad. Cuando el soberbio actúa desde la atalaya de la autosuficiencia, es cuando está más lejos del corazón misericordioso de Dios.

¿Qué hacer para no caer en la soberbia espiritual?


Señalaré algunos puntos.
·    Nunca te sientas mejor que nadie, ni por encima de nadie, por muy diferente que piense, sienta o viva.
·       Reconoce que todos somos iguales, aunque ocupemos un puesto de responsabilidad.
·       Saber siempre objetivar la realidad de manera racional, e intentar comprender la postura de los demás, por incómoda que sea.
·       Nunca imponer tu punto de vista sobre temas que requieren profundizar y dialogar.
·       Renunciar a querer tener siempre la razón en todo.
·       No utilizar tu cargo o autoridad para intereses o asuntos de dudosa moralidad.  
·       Nunca coaccionar la libertad de los otros.
·       Nunca pedir obediencia a nadie, y menos someter a alguien en aras a una supuesta adhesión a ciertas ideas.
·     Facilitar que los demás expresen su opinión, aun asumiendo la posibilidad de rectificar alguna conducta manipulable.
·    Potenciar a los demás, sacando lo mejor de ellos mismos, sin miedo a que puedan ser mejores, en algún aspecto, que el que está liderando el grupo.
·       Ayudar a crecer a los demás, dándoles las herramientas para ello.
·       Recordar que la fidelidad y la adhesión no sólo son a ideas y a proyectos; la fidelidad a Dios está por encima de las adhesiones personales y grupales, incluso por encima de la institución.

Libertad y vocación no tienen que estar reñidas; al contrario. La vocación sólo puede crecer y madurar desde la libertad. Sin ella la vocación sería una sumisión a ideas o a grupos humanos, pero no necesariamente una adhesión total a Dios.

La alegría, la armonía y el amor han de reinar siempre en el corazón. De no ser así, cabe preguntarse si la vocación es auténtica y si el sí se ha dado con entera libertad.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Falsos paraísos


La búsqueda de la felicidad es algo absolutamente natural y necesario en el ser humano. Estamos concebidos para saciar el anhelo de plenitud que todos llevamos dentro. Necesitamos experiencias de afecto, acogida, ternura y confianza. Pero también necesitamos desafiarnos a nosotros mismos y aspirar a unas metas. Es tan importante tener unas relaciones estables como un propósito vital. Todos necesitamos soñar, sentirnos queridos, apoyados y potenciados; tener un espacio para la convivencia apacible y serena, confiar en los demás, compartir y hacer fiesta. No podemos ser felices solos, aun asumiendo las dificultades que implica toda convivencia y la falta de sintonía. A veces, lo que es legítimo y deseable no se consigue o, si se consigue, no siempre se mantiene, porque se producen tensiones que pueden llegar a romper la convivencia.

Ese deseo de una vida plena está inscrito en nuestra estructura psicológica y social. La soledad se convierte en un gran temor para muchas personas. Los demás son clave para la felicidad. Pero también son causa de sufrimiento cuando las relaciones no se fundamentan bien.

Una fiesta que no acaba bien


Hace poco estuve con unos amigos en un lugar donde se celebran comidas familiares y eventos. Junto a nosotros, unos jóvenes celebraban una fiesta de cumpleaños. Me llamó la atención porque todo empezó con saludos afectuosos, alegría, miradas cómplices, conversaciones animadas y buen ambiente, en un entorno amistoso y lleno de cordialidad. Pero, a medida que pasaba la tarde, todo fue cambiando. Pusieron música, bailaron. El alcohol corría de vaso en vaso y la cerveza de lata en lata. El tono de voz se fue elevando, con el ritmo de la música. De la tranquilidad de la comida pasaron al vocerío, la exaltación y el ruido. Incapaces de controlarse, los jóvenes —y los adultos que estaban con ellos— no dejaban de beber y de contonearse frenéticamente. Poco a poco sus miradas se volvieron vidriosas, la voz se les hacía pastosa, algunos perdían el equilibrio y les costaba mantenerse en pie. Chicas y chicos aparentemente normales, cordiales, respetuosos e incluso un poco tímidos cuando están sobrios, se transforman con la música y el alcohol, hasta perder el control de sí mismos.

Me fui preocupado, pensando cuántas fiestas como esta se celebran cada fin de semana. ¿Cómo es posible llegar hasta aquí?  ¿Por qué necesitan pasar de la tranquilidad amistosa al ruido descontrolado y a la embriaguez? ¿Qué les ocurre a nuestros jóvenes? Durante la semana se portan como “buenos chicos”, cumpliendo con sus obligaciones, estudios y trabajos, pero cuando llega el fin de semana se transforman y se abandonan en esta catarsis, explotando como una botella de champán agitada, con toda su efervescencia, como si vivieran reprimidos y necesitaran estallar. ¿Son conscientes del daño que se están causando a sí mismos?

Me alejé con un profundo dolor en el alma. Si esto se repite cada fin de semana, y hay muchos que viven así, este estrés lúdico acabará haciendo mella en su salud, aparte de la adicción que puedan contraer. El exceso de alcohol y de azúcar dañará irreparablemente su cerebro y les pasará factura al cabo de los años, tanto en lo físico como en lo emocional.

¿Qué hay detrás de esta huida?


Llegué a casa e hice una consulta por Internet sobre el consumo de alcohol y los jóvenes, y quedé horrorizado al constatar la terrible dependencia que se da, cada vez a edades más tempranas. El alcoholismo es una auténtica pandemia que afectará la estabilidad económica y social de todo un país. Miles de jóvenes esperan el fin de semana para entregarse al ritual de la bebida. Los daños físicos, psicológicos y familiares que esto causa son alarmantes. Los expertos avisan a los gobiernos para que tomen medidas de todo tipo si quieren mantener la salud y el sistema sanitario del estado.

Pero, más allá de los estudios y las cifras, me surgen muchas preguntas. ¿Por qué los jóvenes buscan un paraíso artificial, falso y virtual? ¿Por qué huyen de la realidad? ¿No son felices en sus casas? ¿No les gusta trabajar, o estudiar? ¿No tienen buenas relaciones con sus padres? ¿Carecen de referentes educativos? ¿Tienen claro lo que quieren? ¿Se proponen metas? ¿Tienen problemas de identidad? ¿Están cansados de vivir, de caer en la rutina, y la vida se les hace insoportable? ¿Les han enseñado a gestionar sus emociones? ¿Qué entienden por libertad?

Frágiles, inseguros y sin futuro, son pasto de una sociedad de consumo que los manipula desde la infancia, comenzando con los dispositivos móviles, la publicidad, la moda, el culto al yo y al aspecto físico. Flotando en la nada, vulnerables e incapaces de encontrarse a sí mismos, sobreviven creándose paraísos alternativos para poder resistir la náusea existencial.

Perdidos en el vacío más profundo, el alcohol es la gran solución para esquivar la realidad tal como es y afrontar los retos difíciles. Es una huida hacia ese cielo efímero donde no hay que pensar, ni decidir, ni sufrir. Aunque el despertar sea mucho más amargo.

Recordé a estos muchachos y me dio la impresión de que naufragaban en una noche oscura de tormenta, en medio del océano de sus vidas. ¿Qué salida puede haber para ellos? ¿Cómo ayudarles?

domingo, 3 de noviembre de 2019

Un patio lleno de flores

En memoria de María Frutos


Recuerdo algunos veranos, cuando me podía escapar de Barcelona para ir a mi querido pueblo de Montemolín. No quería dejar de ver a nadie de mi familia. Deseaba visitarles y en especial a mi tío Rafael, hermano de mi madre, su esposa María y mi colección de primo y primas que, cada vez que volvía, encontraba cambiados y crecidos. Los vi desde niños y adolescentes cómo se iban haciendo adultos.

Cuando los iba a visitar a su casa, tía María siempre me recibía obsequiosa, con delicada atención, y preparaba un buen ágape en aquel patio interior, un hermoso jardín perfumado y lleno de geranios. Vestido de naturaleza, el patio se convertía en el mejor comedor, donde nos reuníamos y compartíamos largas y animadas conversaciones. Alimentábamos el cuerpo, y también el alma.

María embellecía el espacio a su alrededor. Limpio, ordenado, fragante, en su patio se respiraba el cielo. Con su amor regaba las flores plantadas en el jardín de su hogar: sus hijos y nietos. Era jardinera y arquitecta de la convivencia. Trabajaba sin ruido para armonizar la familia y para que no hubiera grietas en las relaciones, no exentas de dolor, a veces. Y todo con suma discreción, serenidad y amabilidad. María todo lo hacía más fácil, aunque en su corazón pudiera sentir la fragilidad y los límites. Como madre, hizo lo posible e imposible para que en su casa reinara la paz y la armonía. Era una delicia estar con ella.

Poco a poco, una enfermedad letal fue aquejándola. Tras algunas operaciones dolorosas, con sigilo y con paz, se fue marchando a pasos delicados. Finalmente, sus ojos se cerraron para siempre.

María ha dejado a la familia un legado impresionante de humanidad, maternidad y amor. El cuerpo se desvanece, pero su alma debió brillar más que nunca al encontrarse con Aquel que hizo posibles los mejores frutos de su vergel, que ella cuidó con tanto mimo. El gran jardinero, Dios, le abrió las puertas del jardín de los jardines, donde ya la debían estar esperando con hermosos ramos de flores su madre Micaela y la abuela Araceli, con el resto de familiares.

En vida fue esposa y madre, tía y abuela, siempre compartiendo los avatares de la familia. Ahora la seguiremos teniendo a nuestro lado, en nuestros corazones y en ese paraíso cuyas flores jamás se marchitan.