domingo, 29 de diciembre de 2019

Ojos que no ven, llenos de luz

Era una mañana clara, a punto de entrar en el solsticio de invierno. Un suave sol daba calidez al ambiente. Paseando por la calle, frente al parque de la Ciudadela, me saludó una señora con tono amable y cordial. Alguna vez la había visto por el barrio. Se llama María.

Mi sorpresa fue descubrir que esta persona era invidente. Siempre camina con su perra guía, y aquel día iba cogida del brazo de su marido. Quizás oyó mi voz, o su marido le indicó mi presencia. Respondí con amabilidad a su saludo y, cuando ella se giró hacia mí, vi el sol iluminando sus ojos ciegos.

Me impresionó que, pese a su mirada perdida en el horizonte, sus ojos estaban llenos de luz. Los ojos no sólo ven, sino que también comunican, y los suyos estaban radiantes bajo el sol. Sentí que, a pesar de vivir en una perpetua noche, la oscuridad no había logrado quitarle su alegría. Sus ojos, como sus palabras, desprendían vitalidad. Su semblante era firme y armonioso; había logrado abrazar la vida en una permanente tiniebla.

Hay vida más allá de los cinco sentidos. Carecer de alguno no tiene por qué restar intensidad ni valor a la existencia, aunque esté limitada. Sigue teniendo sentido, y aquellos ojos, sin mirarme, me lo decían todo.

María no se ha rendido, pese a su ceguera. Ella ve con sus oídos, con su piel, con su olfato, con su tacto. Ha aprendido a vivir sin ver, pero sus ojos siguen siendo un medio de comunicación, reforzados por los otros sentidos. ¿Dónde está el secreto? ¿En su familia, en su esposo, en sus amigos? ¿En la fortaleza de su corazón?

Lo cierto es que se creó una situación absolutamente normal, como si realmente nos estuviéramos mirando. Conversamos con espontaneidad. Ella no me veía y yo sí, pero el que no me viera no le quitaba intensidad al diálogo.

Los invidentes hacen que el resto de sus sentidos queden potenciados. Se les agudizan tanto que, además, pueden aumentar su sensibilidad en el campo energético, captando cosas que ni siquiera los ojos llegan a ver. Es algo misterioso comprobar la potencia del cerebro, que siempre busca nuevas vías para seguir trabajando y facilitando la necesaria comunicación. Esta cualidad es innata, aunque los sentidos puedan estar diezmados.

Y pensé cuán maravilloso es el ser humano y cuánta vida tiene dentro, a pesar de sus limitaciones. Algo le empuja a seguir amando la vida. ¡Cuánta vibración hay en el corazón que sigue amando, incluso en la oscuridad más absoluta! A los que sí vemos y todavía nos funciona la retina, nos da pavor pensar que un día podamos quedarnos ciegos. Nos sobrecoge la idea, y un temblor paralizante atraviesa nuestro cuerpo y nuestra alma. ¿Podríamos vivir sin contemplar un bello amanecer, una noche de luna o las estrellas, el baile de los mirlos en el aire o un ocaso que pinta de colores el cielo? Si se nos apagan las luces del cuerpo, ¿cómo vamos a admirar la inmensa belleza de todo lo creado? Nos da vértigo sólo imaginarlo.

Pero la experiencia nos enseña que la vida sigue siendo bella sin los ojos, porque se puede seguir viviendo si se ama. Amar lo embellece todo, lo hace soportable todo. El mejor amanecer, el mejor vuelo, es la presencia de alguien que te susurra al oído que te ama.

El otro se convierte, no sólo en lazarillo, sino en alguien que te hace vibrar, alguien que te convierte en un ser extraordinario capaz de surcar tus abismos interiores, como aquel que se lanza al vacío sabiendo que la corriente de la dulzura lo sostendrá en la inmensidad del cielo.

Ni la noche más oscura resiste algo tan certero como una mano que acaricia el alma. El otro, su voz, su tacto, su perfume, su música, se convierte en algo tan intenso que la oscuridad ya no da miedo. Este sexto sentido nos revela algo más, y es que sin amar no se puede vivir, y con amor, todo se puede superar.

domingo, 22 de diciembre de 2019

Hondura y sencillez


La sabiduría discreta


Conozco a personas que han sabido armonizar muy bien estos dos aspectos en su forma de ser. Es un talento que marca una línea de acción. Estas personas son sencillas, humildes, y en algún momento incluso parecen tímidas. Saben conjugar los intervalos de silencio con la comunicación. Tanto es así, que uno se admira cuando de estas personas tan discretas surge un enorme caudal de sabiduría, como un torrente de aguas cristalinas que humedece la sequedad del alma.

Suelen hablar en un tono amable, armonioso y suave, delicado, pero su discurso está envuelto en una jugosa profundidad. Con un lenguaje sencillo saben llegar a lo más hondo del ser, lo justo pero lo suficiente como para removerte las entrañas y tocar fondo.

Con el tiempo, uno va descubriendo que la sabiduría va más allá de acumular conocimientos y expresarlo locuazmente. Una persona sabia, quizás sin tantos conocimientos o sin una retórica fluida, con sencillez y humildad, puede llegar más lejos que esas palabras punzantes que quieren penetrar al otro, haciéndole creer que el conocimiento es más importante que toda una vida masticada, saboreada, asimilada. La vida bien digerida da una visión de la realidad más rica y permite paladear con deleite los pequeños detalles de cada día, que no por ser sencillos dejan de tener profundidad.

Conocer y compartir


Hay momentos que van más allá de un análisis racional de lo que ocurre a tu alrededor. Tu razón quiere fisurar la realidad, como el que practica una cirugía, pero ciertas cosas sólo pueden entenderse desde el corazón. Es entonces cuando pasas del análisis a la contemplación, del conocimiento a la sabiduría y del orgullo a la humildad.

He conocido profesores, intelectuales, empresarios y médicos que son grandes comunicadores. Pueden convertir una clase muy densa, un diagnóstico médico o un informe jurídico en una explicación clara, sencilla y pedagógica. Lo que podía ser un «palo», se hace entendible y puede aprenderse. Cuando uno se aleja de los tecnicismos y se apea de la egolatría intelectual, el traspaso de conocimientos se convierte en una experiencia de compartir, desde lo que uno es y sabe.

Es entonces cuando lo que fluye es más que conocimiento: es vida, es amor, es sabiduría. El núcleo de la comunicación eres tú, tu persona, tu propósito vital. Tu cosmovisión es todo un bagaje que te enriquecido. Con pasos cortos a veces se llega más lejos, y a paso suave a veces se llega antes. El culto idolátrico a la razón nos ha hecho olvidarnos de mirar el mundo, la vida, el otro. Mira la realidad desde el alma; contémplala y maravíllate, sorpréndete, emociónate, simplemente porque es lo que es y tiene un valor enorme. No necesitas diseccionar lo que ves, disfrutarlo es fuente de plenitud. Saber paladear esos sencillos instantes da una dimensión de eternidad a la vida.

Nuestro saber es muy importante, pero lo es mucho más aprender la ciencia del amor, que no es otra cosa que admirarte de lo pequeño y amarlo como una gran aventura.

Ojalá aprendamos a vivir así, con sencillez y hondura, para vigorizar la bondad y la sabiduría. De esta manera, surgirá una paz infinita en nuestro corazón.

domingo, 15 de diciembre de 2019

Incontinencia verbal

Invasión de palabras


¿Qué hay detrás de las ansias incontroladas de hablar y hablar? ¿Qué se oculta tras esa catarata desmedida de palabras que salen de la boca? ¿A qué responde? ¿Tiene una explicación psicológica o neurológica?

Lo cierto es que las personas muy habladoras acaban produciendo cansancio a su interlocutor. La invasión de palabras, excesivas o reiterativas, agotan y pueden llegar a provocar el alejamiento.

Entiendo la necesidad de comunicarse. Es vital para las relaciones de la persona y su proyección social. Hablar es algo innato en el ser humano. La comunicación nos permite abrirnos a los demás y, en una relación más estrecha, abrir el corazón al otro. Forma parte de un intercambio necesario, ya que huimos de la soledad y los demás forman parte de nuestra vida. El tejido social y familiar sostiene nuestra realidad. Somos gregarios por naturaleza y la comunicación es básica para nuestro desarrollo. Pero, siendo crucial, la habilidad comunicadora, como todo, debe tener sus límites.

El diálogo necesita escucha


Considero que la comunicación, para que sea real y profunda, necesita de momentos de pausa y escucha, porque, si no es así, se pierde su finalidad. En vez de conectar, la riada de palabras se convierte en una catarata de hielo, que sólo golpea y hace ruido, pero no transmite. El que escucha quedará agotado.

Hablar siempre de uno mismo, de los mismos temas, con la misma insistencia demoledora, obligando al otro a prestar oído, sí o sí: todo esto destruye la comunicación auténtica. Ciertas personas se comportan así. El interlocutor no les importa, en realidad. Lo que les importa es ser escuchadas, y no buscan opinión ni consejo, sólo una palangana donde verter sus tormentas emocionales y abocar las náuseas de su vida. Se podría hablar casi de una «violación verbal» cuando se fuerza al otro a escuchar para canalizar la propia incontinencia verbal.

¿Qué les ocurre a estas personas? ¿Les da vértigo el silencio? ¿Temen escuchar al otro? Quizás no quieren, porque escuchar es afrontar su situación, y hablar es una forma de huir de sí mismas. Levantan una muralla de palabras que tapan lo que realmente no quieren ver en su corazón.

Seguramente hay una razón de carácter más psicológico. ¿Qué pasó en la infancia de estas personas? ¿No las dejaron expresarse lo suficiente? ¿No fueron escuchadas? ¿Crecieron con alguna carencia emocional, que las reprimió y les impidió canalizar su deseo de comunicación? ¿Es una forma de llamar la atención, el disfraz de un terrible narcisismo? Si no se convierten en vedettes, sienten que no son nadie. ¿O acaso tienen un problema en su sistema nervioso?

Lo cierto es que, si la palabra no vehicula un contenido, no hay comunicación. Sólo cuando se da sentido a la palabra es cuando esta, no sólo no molesta, sino que despierta el deseo de escuchar.

De corazón a corazón


Cuando la comunicación pasa de corazón a corazón, se hace más veraz, auténtica y deseable. Logra romper toda barrera y llegar hasta lo más hondo del ser: entonces se convierte en poesía, en belleza. Nos deleitamos escuchando, porque esta palabra está saciando nuestra hambre de plenitud y esto nos hace ser más personas, más humanos. Después de una rica conversación, se necesita el silencio de la pausa y la soledad para saborear la belleza que hemos descubierto en el alma humana. El silencio permite extraer el mejor jugo a las palabras armónicas y llenas de sabiduría. Este silencio no estorba a la palabra, sino al contrario. Toda la vida se hace poesía, y se concibe como don y como un espacio estético. El hombre alcanza la plenitud cuando el acto sagrado de hablar significa algo más que decir cosas.

Cuando la palabra no sale desde dentro del corazón fácilmente se puede utilizar como un medio de poder sobre el otro: esto es matar o prostituir la comunicación. Pero cuando las palabras expresan amor, servicio y entrega, se convierten en punta de lanza que se dirige a la diana del corazón. Es entonces cuando la comunicación deviene una auténtica fiesta con sentimientos de gozo pleno. Los grandes místicos saben narrar con palabras muy bellas todo lo que trata de Dios y de la existencia. Son fruto de una comunicación con Aquel que es el sostén de su vida, un Dios que nos habla en el silencio más profundo de nuestro corazón. Cuando entramos en la dimensión de lo divino, la comunicación se convierte en éxtasis, en deleite pleno. 

domingo, 8 de diciembre de 2019

Más allá de nuestra finitud


La grandeza de lo humano


El ser humano está llamado a desplegarse en toda su potencialidad. Desea crecer, relacionarse, amar e ir más allá de sí mismo hasta alcanzar la infinitud, la trascendencia. Tiene un coraje innato, incluso le gusta arriesgarse hasta el límite. Juega, explora, camina sobre una cuerda ligera, como los trapecistas en el circo. Sin miedo a lanzarse en el vacío, le gusta volar por el aire, surcando en parapente el inmenso cielo. Juguetea con los vientos que lo llevan de un sitio a otro y se desafía a sí mismo subiendo a las altas cumbres o buceando hasta lo más profundo del océano. Con la misma pasión, acomete las hazañas más grandes, convirtiéndose en un héroe. Es capaz, incluso, de llevar su vida al borde de la muerte. Sus gestas lo hacen muchas veces invencible, señor y dueño de todo reto que se proponga, por muy difícil que parezca. Así es el hombre: apasionado, lúdico, valiente, arriesgado, libre y con aspiraciones muy altas.

Esta grandeza de miras hacia el infinito, que lo define, se une a unas enormes ganas de proyectarse hacia el futuro. Pero cuando se trata, ya no tanto de trascenderse a uno mismo, sino de zambullirse en sí mismo, el reto es aún mayor.

Quizás queremos demostrar al mundo lo que somos capaces de hacer, no tanto lo que somos. Mirando hacia afuera nos sentimos más estimulados porque, en el fondo, queremos dejar huella de nuestro paso y que los demás nos valoren. Nos gusta ser contemplados y apreciados por nuestras hazañas. 

Abrazar los límites


Entonces es cuando nos topamos con nuestros límites. Queremos dar una imagen ante los demás, y esta imagen puede condicionar nuestras relaciones.

Pero lanzarse al abismo de nuestra profundidad existencial requiere de la misma gallardía que coronar una cima o surfear en medio del océano. Ya no se trata de correr riesgos ante la naturaleza hostil, sino de retarse a uno mismo y descubrir la auténtica vocación de nuestra vida.

Y esto es más complejo que escalar una pared vertical o bajar al interior de una cueva, a kilómetros de profundidad. Lo cierto es que descender hasta el núcleo de nuestra vida implica tener un coraje enorme, que nos lleva a enfrentarnos con nuestros miedos más enquistados en lo hondo del corazón.
Cuando nos topamos con la realidad de nuestro ser; cuando descubrimos que no somos capaces de gestionar un pequeño contratiempo y perdemos el control de nuestras emociones; cuando no contenemos nuestras palabras y no podemos digerir nuestra situación, reaccionamos de forma extraña e incluso violenta. Un revés inesperado podemos sobredimensionarlo hasta la exageración.

Es entonces cuando aparece el miedo al otro, generando inseguridad. Una pequeña dificultad es un gran obstáculo para avanzar, y esto nos muestra cómo somos realmente. Nos es más fácil desentrañar los misterios del cosmos que comprender el pequeño microcosmos de nuestro ser. Nos da vértigo hacernos la gran pregunta que da sentido a nuestra vida. ¿Quién soy yo, en realidad? ¿Qué hago y para qué he venido al mundo? ¿Sólo para surcar cielos, o para dar razón a lo que hago, siento y anhelo? Esto lo descubriremos si somos capaces de ir hasta las raíces que nos configuran. Y veremos que avanzamos, no hacia el infinito, sino hacia la finitud.

Nos da miedo el otro. Nos dan miedo la muerte, el dolor, la soledad. Nos asusta rozar nuestros límites, fragilidades y contradicciones. Tenemos pánico a reconocer que somos mortales, que un día dejaremos de ser. El duelo nos aterra y huimos, porque no queremos reconocer que somos de carne y hueso, perecederos, y que nadie va a impedir que atravesemos la sombra de la muerte: ni nuestras creencias, ni nuestras religiones. Estamos abocados a la caducidad de la vida. ¡Cuánto nos cuesta abrazar nuestra realidad caduca y mortal! Nos creemos alguien porque seremos capaces, algún día, de salir de nuestra galaxia. Pero ¡qué poquita cosa somos cuando recordamos que nos convertiremos en cenizas! Sólo reconociendo nuestra corporeidad y nuestros límites mentales seremos capaces de aceptar que, o somos así, o no seríamos. La única forma de estar en la vida es de esta manera, es decir, hemos de aceptar con humildad nuestros orígenes y nuestro fin. Es la única forma de existir. Cuando aceptemos con serenidad nuestros límites físicos y nuestro pasado, por mucho que nos disguste, bucear hacia adentro se convertirá en una victoria. Aceptar que no soy quien quisiera ser, ni hago lo que querría hacer, es el primer antídoto contra el miedo, y el primer paso para explorar mi océano interior.

Un nuevo horizonte


Mi pasado y mi presente empiezan a tener sentido en la orilla calmada de la vida. Miro la realidad de otra manera, ya no importa brillar más allá de lo necesario, ya no tendré miedo al dolor, a la enfermedad, ni siquiera a mis contradicciones. He descubierto que en el paquete de mis genes estaban incluidos, desde mi nacimiento, mis límites, mi caducidad, mi muerte. No tendría vida si no fuera así.
Una mirada sosegada ante la realidad nos permitirá abrirnos a una dimensión nueva. Nos haremos otra pregunta: ¿Hacia dónde voy? ¿Tiene sentido todo, si todo ha de acabar? ¿Y si hay algo, o alguien, que es el motor de todo? ¿Y si hay una mano creadora que, fruto de una intención amorosa nos ha hecho existir, para ser capaces de atravesar el muro de la muerte? Si es así, la misma muerte tiene sentido, porque es el salto definitivo a una nueva realidad que trasciende toda lógica. Si al nacer recibimos el aliento divino, capaz de traspasar todo límite, ¿será la muerte el final? ¿Y si el final no es una cavidad en la tierra, sino el anhelo real de subir hacia las alturas? ¿Y si el destino último del hombre es el encuentro con Dios, más allá, en la inmensidad del cielo? Muchos se dan cuenta de que realmente es así. Cuando les queda un último instante de vida, un suspiro antes de su muerte, lo comprenden todo. Por mi vocación, me he encontrado acompañando a muchos enfermos que, en la agonía, me han confesado: Ahora sí que entiendo que todo tenía un sentido y un propósito. Y con paz, sigilosamente, se van hacia el otro lado, donde descubren unos brazos amorosos que los están esperando.

Abrazar la vida es aceptar lo que somos. El miedo no cabe porque nuestra última realidad no es desaparecer en la nada, sino encontrarnos con Alguien que nos ha hecho y nos ha estado esperando siempre. Aquí empieza, de verdad, la gran aventura.

domingo, 1 de diciembre de 2019

Sueño que vuelo


El otro día, hablando con una persona, me contaba que muchas noches sueña que vuela. Me sorprendí, porque hace tiempo que lo conozco y me despertó la curiosidad. Es una persona que ha sufrido mucho a causa de conflictos familiares en su infancia, y sigue sufriendo. De carácter desconfiado, se muestra inseguro y seco en el trato. Le gusta la soledad, lee mucho sobre psicología y filosofía, quizás buscando respuestas a los grandes interrogantes de su vida. Se ha encerrado en sí mismo, alejándose de toda relación humana que pudiera implicar un compromiso emocional y afectivo. De niño y de joven siempre tuvo la sensación de estar solo y abandonado. En esas edades se ponen las bases de la madurez del futuro adulto. El afecto, la sociabilidad, la confianza, la amistad, el valor del otro y el respeto a la diferencia, la capacidad de diálogo, la espiritualidad y la ética sobre el trabajo y la fiesta se forjan en esa etapa.

La falta de un núcleo familiar sólido es lo que le ha vuelto una persona insegura, carente de fuertes vínculos afectivos. Nunca se ha sentido aceptado y amado. Se quedó sin padre a los dos años. Con él tenía un vínculo precioso: jugaba con él, subiéndolo a hombros, y lo llevaba de paseo al monte, donde se levantaba el castillo de su pueblo. Era un niño feliz y radiante, de ojos vivos y frente despejada, como su padre, que se mostraba siempre acogedor y cariñoso con su retoño. Pero con la muerte todo se truncó y los ojos de aquel niño se apagaron. La vida le dio un revés fortísimo a una edad demasiado tierna, y todavía no lo ha podido superar. Todo se torció en su corazón cuando perdió lo que más quería. El mundo de aquel niño se volvió gris. Los vínculos con su madre no eran tan fuertes y, a medida que iba creciendo, se fue distanciando de ella. Así fue sobreviviendo, sin respuestas, hasta que en la adolescencia rompió prácticamente toda relación con su familia y a los dieciséis años se fue de casa.

Se quedó sin padre porque este murió, y se quedó sin madre pues, al romperse el vínculo con ella, fue otro tipo de muerte. También se alejó de sus hermanos, cortando las relaciones con ellos. Se quedó completamente solo y no supo gestionar tantas rupturas. Ese dolor, ahora, con 65 años, todavía lo siente en lo más profundo de su corazón. Vive aislado de tal manera que se ha creado su propio mundo, una realidad paralela con la que establece una barrera entre él mismo y los demás. Lo que piensa, lo que siente, lo que vive, todo pasa por su percepción subjetiva. Lo que concibe su mente se convierte en su realidad, por encima de lo que pueda experimentar. Y esto genera un desarraigo que en algún momento le ha generado conflictos. Todo es malo, todo es injusto, todo es manipulador. Todo está orquestado para controlar a la persona. Han pasado más de 60 años y sigue, inconscientemente, sumergido en esa nube oscura y en el duelo de aquel día trágico en que perdió a su padre. Quién sabe si el último pensamiento de este fue para su pequeño, al que dejaba desamparado.

Misteriosamente, ha sobrevivido a la angustiosa soledad, pero sin librarse de ese vacío del que sigue huyendo, siempre hacia ninguna parte. En medio de su océano interior, vive agarrado a un madero que lo impulsa por el oleaje, quizás buscando un rumbo, un faro que le ilumine el camino de retorno. Allí está, meciéndose como un náufrago en el vaivén del agua, esperando una luz que lo conduzca a la orilla para volver a empezar. Ojalá algún día rescate toda su existencia. Cuando hay amor, nunca es demasiado tarde. Tengo la esperanza de que algún día algo cambie en él.

Un sueño liberador


Cuando lo vi la última vez me dijo, medio sonriente: «¿Sabes que muchos días sueño que vuelo? Y siento una sensación de plenitud.» Sus ojos chispeaban y su semblante se volvió armónico. Sus labios sonreían y vi un atisbo de nueva vida en él. Por mis convicciones religiosas, creo en la capacidad de regeneración de las personas. Es un potencial que tienen dentro, quizás desconocido para ellas, pero lo tienen. Creo en esa fuerza interior, que el Creador nos ha dado para reiniciar nuestras vidas. A veces no somos capaces de ver la fuerza que hay dentro del ser humano, capaz de llegar a cumbres insospechadas. Me decía, aquel día, que sentía en su mejilla la brisa de las cumbres mientras volaba en sueños. Y, cuanto más se alzaba, más sensación de gozo sentía.

Me pregunto si sus sueños no serán un mecanismo cerebral para que se dé cuenta de que esos vuelos nocturnos hacia el infinito no son otra cosa que la necesidad de trascender de su vacío, de sobrevolar por encima de las dificultades, de elevarse hacia las alturas de su existencia, alejándose de su profundo pozo interior.

Quizás estos sueños simbolizan lo que todos anhelamos: volar despiertos, bien alto, hacia las cumbres divinas. Allí donde todo tiene explicación y sentido, y se abre el corazón a la esperanza. Algo ha empezado: el sueño hace descansar su agitado corazón. Ojalá algún día sienta que cuanto más ame, más y más volará y sentirá una alegría desconocida, porque abrazará la realidad tal como es, y podrá aprender de ella.

domingo, 17 de noviembre de 2019

Soberbia espiritual


La soberbia espiritual es algo que siempre me ha preocupado. Detrás de este orgullo suele haber una actitud de autosuficiencia y egolatría muy arraigada en la persona. Nadie está exento de caer en la soberbia, pero es mucho más grave en aquellos que tienen una responsabilidad importante en los diferentes ámbitos sociales. La gravedad se acentúa en un político, por la influencia que ejerce sobre los demás. También en unos padres, por su papel en el hogar; en los maestros, en la escuela; o en los referentes religiosos en su comunidad.

Perfil del soberbio espiritual


Resbalar por el tobogán de la soberbia es mucho más grave de lo que parece, porque le precede un exceso de seguridad en sí mismo. Creyéndose en posesión de la verdad, el soberbio se blinda y es incapaz de escuchar a los demás, sin reconocer que el otro puede tener razón. Aún menos reconoce que pueda equivocarse. Por tanto, es incapaz de una reflexión sobre su propia conducta y errores. Su autosuficiencia le lleva a defender «su verdad», impidiendo que los demás se expresen y argumenten ante su posición. El soberbio juzga, pues se cree mejor, y le molesta ser cuestionado. En realidad, vive en una nube de seudo-verdades, incapaz de afrontar la realidad tal como es.

Cuando se trata de soberbia espiritual, la persona se envuelve con un discurso religioso, justificando su actitud por fidelidad a una causa, que defenderá a ultranza, llegando incluso a cierta violencia. Su postura se radicaliza ante quienes la cuestionan, llegando al desprecio del otro, desplazándolo y marginándolo, a veces con agresividad. La soberbia  espiritual, para mí, es la más peligrosa, porque utiliza verdades fuera de contexto para encajarlas en lo que uno piensa y justificar su forma de actuar. Así se generan graves perjuicios a quien se atreve a hablar, arriesgándose a asumir las consecuencias de la reacción descontrolada del soberbio espiritual.

El soberbio espiritual, aunque no lo parezca, en el fondo es una persona insegura, incapaz de gestionar los conflictos. Necesita tener a su alrededor una corte de gente dócil que jamás cuestione su autoridad. Para dar una sensación de firmeza, se protege con discursos repetitivos y argumentos aprendidos de memoria, pero poco asimilados vitalmente, y menos aún elaborados racionalmente. De aquí que, cuando se crea una situación de conflicto, el autoblindaje es cada vez más feroz, evidenciando su fragilidad interna. A fin de no perder control sobre el grupo, el soberbio se encuentra seguro en su radicalidad, insiste en la exigencia moral y pide obediencia, para que nadie se desvíe de sus postulados. A los disidentes, los critica sin piedad y los avergüenza ante los demás, manifestando su dureza de corazón. El discurso del soberbio puede ser convincente, en ocasiones, pero pronto revela el orgullo solapado que muchas veces no puede controlar. Las reacciones duras, valiéndose de sus armas más letales, demuestran que tiene el poder en sus manos. Cree y quiere hacer creer al resto que es totalmente inmune al error, pisando esa línea que separa la fidelidad normal y humilde de la adhesión ciega y sumisa.

¿Cómo sanar la soberbia?


Fidelidad, sí; obediencia ciega, no, porque se puede estar condicionando la libertad del otro. El diálogo sereno y lúcido es fundamental para no caer en la tentación de actuar como un dios.

Para no caer en esa tentación se necesita hacer silencio y escuchar, aunque creas que el otro no tiene razón. Sobre todo, es importante ser humilde y reconocer que por el hecho de ocupar un puesto de responsabilidad no significa que estés exento del abuso de poder. En el lenguaje moral, la soberbia espiritual es grave, porque es una ofensa a Dios, cuando intentas actuar como si fueras un dios. «Yo soy el único bueno, nunca puedo fallar, tengo la verdad y estoy por encima de los demás porque he sido elegido.»

Dios es la verdad y la bondad absoluta. El hombre, cuando quiere ponerse en el lugar de Dios, utiliza su poder, pero no para servir humildemente, sino para aprovecharse de su cargo e imponer sus ideas por encima de la razón objetiva y de la caridad. Cuando el soberbio actúa desde la atalaya de la autosuficiencia, es cuando está más lejos del corazón misericordioso de Dios.

¿Qué hacer para no caer en la soberbia espiritual?


Señalaré algunos puntos.
·    Nunca te sientas mejor que nadie, ni por encima de nadie, por muy diferente que piense, sienta o viva.
·       Reconoce que todos somos iguales, aunque ocupemos un puesto de responsabilidad.
·       Saber siempre objetivar la realidad de manera racional, e intentar comprender la postura de los demás, por incómoda que sea.
·       Nunca imponer tu punto de vista sobre temas que requieren profundizar y dialogar.
·       Renunciar a querer tener siempre la razón en todo.
·       No utilizar tu cargo o autoridad para intereses o asuntos de dudosa moralidad.  
·       Nunca coaccionar la libertad de los otros.
·       Nunca pedir obediencia a nadie, y menos someter a alguien en aras a una supuesta adhesión a ciertas ideas.
·     Facilitar que los demás expresen su opinión, aun asumiendo la posibilidad de rectificar alguna conducta manipulable.
·    Potenciar a los demás, sacando lo mejor de ellos mismos, sin miedo a que puedan ser mejores, en algún aspecto, que el que está liderando el grupo.
·       Ayudar a crecer a los demás, dándoles las herramientas para ello.
·       Recordar que la fidelidad y la adhesión no sólo son a ideas y a proyectos; la fidelidad a Dios está por encima de las adhesiones personales y grupales, incluso por encima de la institución.

Libertad y vocación no tienen que estar reñidas; al contrario. La vocación sólo puede crecer y madurar desde la libertad. Sin ella la vocación sería una sumisión a ideas o a grupos humanos, pero no necesariamente una adhesión total a Dios.

La alegría, la armonía y el amor han de reinar siempre en el corazón. De no ser así, cabe preguntarse si la vocación es auténtica y si el sí se ha dado con entera libertad.

domingo, 10 de noviembre de 2019

Falsos paraísos


La búsqueda de la felicidad es algo absolutamente natural y necesario en el ser humano. Estamos concebidos para saciar el anhelo de plenitud que todos llevamos dentro. Necesitamos experiencias de afecto, acogida, ternura y confianza. Pero también necesitamos desafiarnos a nosotros mismos y aspirar a unas metas. Es tan importante tener unas relaciones estables como un propósito vital. Todos necesitamos soñar, sentirnos queridos, apoyados y potenciados; tener un espacio para la convivencia apacible y serena, confiar en los demás, compartir y hacer fiesta. No podemos ser felices solos, aun asumiendo las dificultades que implica toda convivencia y la falta de sintonía. A veces, lo que es legítimo y deseable no se consigue o, si se consigue, no siempre se mantiene, porque se producen tensiones que pueden llegar a romper la convivencia.

Ese deseo de una vida plena está inscrito en nuestra estructura psicológica y social. La soledad se convierte en un gran temor para muchas personas. Los demás son clave para la felicidad. Pero también son causa de sufrimiento cuando las relaciones no se fundamentan bien.

Una fiesta que no acaba bien


Hace poco estuve con unos amigos en un lugar donde se celebran comidas familiares y eventos. Junto a nosotros, unos jóvenes celebraban una fiesta de cumpleaños. Me llamó la atención porque todo empezó con saludos afectuosos, alegría, miradas cómplices, conversaciones animadas y buen ambiente, en un entorno amistoso y lleno de cordialidad. Pero, a medida que pasaba la tarde, todo fue cambiando. Pusieron música, bailaron. El alcohol corría de vaso en vaso y la cerveza de lata en lata. El tono de voz se fue elevando, con el ritmo de la música. De la tranquilidad de la comida pasaron al vocerío, la exaltación y el ruido. Incapaces de controlarse, los jóvenes —y los adultos que estaban con ellos— no dejaban de beber y de contonearse frenéticamente. Poco a poco sus miradas se volvieron vidriosas, la voz se les hacía pastosa, algunos perdían el equilibrio y les costaba mantenerse en pie. Chicas y chicos aparentemente normales, cordiales, respetuosos e incluso un poco tímidos cuando están sobrios, se transforman con la música y el alcohol, hasta perder el control de sí mismos.

Me fui preocupado, pensando cuántas fiestas como esta se celebran cada fin de semana. ¿Cómo es posible llegar hasta aquí?  ¿Por qué necesitan pasar de la tranquilidad amistosa al ruido descontrolado y a la embriaguez? ¿Qué les ocurre a nuestros jóvenes? Durante la semana se portan como “buenos chicos”, cumpliendo con sus obligaciones, estudios y trabajos, pero cuando llega el fin de semana se transforman y se abandonan en esta catarsis, explotando como una botella de champán agitada, con toda su efervescencia, como si vivieran reprimidos y necesitaran estallar. ¿Son conscientes del daño que se están causando a sí mismos?

Me alejé con un profundo dolor en el alma. Si esto se repite cada fin de semana, y hay muchos que viven así, este estrés lúdico acabará haciendo mella en su salud, aparte de la adicción que puedan contraer. El exceso de alcohol y de azúcar dañará irreparablemente su cerebro y les pasará factura al cabo de los años, tanto en lo físico como en lo emocional.

¿Qué hay detrás de esta huida?


Llegué a casa e hice una consulta por Internet sobre el consumo de alcohol y los jóvenes, y quedé horrorizado al constatar la terrible dependencia que se da, cada vez a edades más tempranas. El alcoholismo es una auténtica pandemia que afectará la estabilidad económica y social de todo un país. Miles de jóvenes esperan el fin de semana para entregarse al ritual de la bebida. Los daños físicos, psicológicos y familiares que esto causa son alarmantes. Los expertos avisan a los gobiernos para que tomen medidas de todo tipo si quieren mantener la salud y el sistema sanitario del estado.

Pero, más allá de los estudios y las cifras, me surgen muchas preguntas. ¿Por qué los jóvenes buscan un paraíso artificial, falso y virtual? ¿Por qué huyen de la realidad? ¿No son felices en sus casas? ¿No les gusta trabajar, o estudiar? ¿No tienen buenas relaciones con sus padres? ¿Carecen de referentes educativos? ¿Tienen claro lo que quieren? ¿Se proponen metas? ¿Tienen problemas de identidad? ¿Están cansados de vivir, de caer en la rutina, y la vida se les hace insoportable? ¿Les han enseñado a gestionar sus emociones? ¿Qué entienden por libertad?

Frágiles, inseguros y sin futuro, son pasto de una sociedad de consumo que los manipula desde la infancia, comenzando con los dispositivos móviles, la publicidad, la moda, el culto al yo y al aspecto físico. Flotando en la nada, vulnerables e incapaces de encontrarse a sí mismos, sobreviven creándose paraísos alternativos para poder resistir la náusea existencial.

Perdidos en el vacío más profundo, el alcohol es la gran solución para esquivar la realidad tal como es y afrontar los retos difíciles. Es una huida hacia ese cielo efímero donde no hay que pensar, ni decidir, ni sufrir. Aunque el despertar sea mucho más amargo.

Recordé a estos muchachos y me dio la impresión de que naufragaban en una noche oscura de tormenta, en medio del océano de sus vidas. ¿Qué salida puede haber para ellos? ¿Cómo ayudarles?

domingo, 3 de noviembre de 2019

Un patio lleno de flores

En memoria de María Frutos


Recuerdo algunos veranos, cuando me podía escapar de Barcelona para ir a mi querido pueblo de Montemolín. No quería dejar de ver a nadie de mi familia. Deseaba visitarles y en especial a mi tío Rafael, hermano de mi madre, su esposa María y mi colección de primo y primas que, cada vez que volvía, encontraba cambiados y crecidos. Los vi desde niños y adolescentes cómo se iban haciendo adultos.

Cuando los iba a visitar a su casa, tía María siempre me recibía obsequiosa, con delicada atención, y preparaba un buen ágape en aquel patio interior, un hermoso jardín perfumado y lleno de geranios. Vestido de naturaleza, el patio se convertía en el mejor comedor, donde nos reuníamos y compartíamos largas y animadas conversaciones. Alimentábamos el cuerpo, y también el alma.

María embellecía el espacio a su alrededor. Limpio, ordenado, fragante, en su patio se respiraba el cielo. Con su amor regaba las flores plantadas en el jardín de su hogar: sus hijos y nietos. Era jardinera y arquitecta de la convivencia. Trabajaba sin ruido para armonizar la familia y para que no hubiera grietas en las relaciones, no exentas de dolor, a veces. Y todo con suma discreción, serenidad y amabilidad. María todo lo hacía más fácil, aunque en su corazón pudiera sentir la fragilidad y los límites. Como madre, hizo lo posible e imposible para que en su casa reinara la paz y la armonía. Era una delicia estar con ella.

Poco a poco, una enfermedad letal fue aquejándola. Tras algunas operaciones dolorosas, con sigilo y con paz, se fue marchando a pasos delicados. Finalmente, sus ojos se cerraron para siempre.

María ha dejado a la familia un legado impresionante de humanidad, maternidad y amor. El cuerpo se desvanece, pero su alma debió brillar más que nunca al encontrarse con Aquel que hizo posibles los mejores frutos de su vergel, que ella cuidó con tanto mimo. El gran jardinero, Dios, le abrió las puertas del jardín de los jardines, donde ya la debían estar esperando con hermosos ramos de flores su madre Micaela y la abuela Araceli, con el resto de familiares.

En vida fue esposa y madre, tía y abuela, siempre compartiendo los avatares de la familia. Ahora la seguiremos teniendo a nuestro lado, en nuestros corazones y en ese paraíso cuyas flores jamás se marchitan.

sábado, 19 de octubre de 2019

Una trampa sutil


Un reto pedagógico (educar no es modelar)


La tarea de educar no es nada fácil. Es compleja porque afecta a la totalidad de la persona: sus valores, su cosmovisión, sus modelos, sus referencias. ¿Qué entendemos por educar? La palabra latina en su origen, educere, significa sacar afuera lo mejor de la persona. Por tanto, educar no es imponer al otro lo que tú piensas o crees. No es modelar al otro según tu concepción de la vida y tu sistema de creencias. Hacerlo de esta manera implica claramente un intento de manipulación y un deseo de moldear al otro según tus criterios. Esto ocurre en el campo político, en la enseñanza y también en el ámbito religioso. Se impone una ideología, un pensamiento único, y todo el mundo debe acatarlo. Uniformar e igualar todas las mentes ocasiona un grave atentado contra la libertad de la persona.

La hipocresía del poder


Educar sin tener en cuenta la libertad del otro y su propio carácter es caer en una ideología totalitaria que lleva al sometimiento de la persona. Se ha de evitar caer en la hipocresía y en el argumento moral: «lo hago por el bien del otro». En el fondo, tras esa actitud aparentemente ética y bondadosa, se pueden esconder intereses oscuros e inconfesables. Tras el paternalismo moral puede haber un afán de dominio para someter al otro.

Educar no significa que todos sigan las consignas del maestro o del líder, del político o del padre. Educar es hacer todo lo posible para que la persona crezca y sea ella misma, potenciando sus mejores talentos, su creatividad y su libertad, aunque se equivoque. Intentar que los demás sean clones de uno mismo es la anti-educación. Es un asalto a su dignidad.

¡Cuántas veces sucede esto! Instituciones públicas, movimientos sociales y grupos religiosos caen en esta trampa. Sus dirigentes piensan que son inmunes al error, al egoísmo, a la idolatría del poder. Y, casi sin darse cuenta, poco a poco, van resbalando hacia actitudes autoritarias y fundamentalistas, hasta llegar a blindarse en la autodefensa. Creen que su superioridad moral o religiosa los sitúa por encima de aquellos que se han convertido en súbditos del que manda. Todo esto, envuelto en un halo paternal de benevolencia: «todo lo que hago es lo mejor para vosotros». Así aseguran su liderazgo. Piden una constante obediencia a su misión, porque ellos saben mejor qué necesitan los demás.

Un proceso destructivo


La primera fase de la sumisión está marcada por una exquisita amabilidad y atención. Todo es cordialidad, afecto e invitación a las actividades que organiza el grupo o la institución. Es la fase de la seducción, la caza del prosélito, con toda clase de recursos para lograr que el vínculo sea cada vez mayor. Todo es apertura y disponibilidad, hasta que logran fidelizarlo y generan en él la necesidad de pertenencia al grupo.

Una vez el neófito está totalmente integrado, se establecen criterios rígidos de carácter moral, ideológico o religioso, según la tendencia del grupo o institución. Poco a poco se empieza a hacer injerencia en su vida privada: sus relaciones, su familia, el trabajo, los amigos… hasta llegar a meterse en la vida íntima de pareja. Aquí ya vemos cómo la penetración en el siquismo emocional va produciendo su efecto. Se pide una total obediencia, casi ciega, al líder o responsable del grupo. En esta segunda fase, la suavidad de la acogida pasa a ser exigencia de compromiso y se hace una intromisión en la vida de la persona, marcando pautas para que siga las consignas del líder.

Si hay discrepancias, saltan las tensiones. Los prosélitos empiezan a darse cuenta de que sus vidas están totalmente controladas por el jefe. Algunos soportan la tensión y la acatan. Otros, no tanto.

En una tercera fase, algunas personas comienzan a cuestionar la actitud del líder, incluso su moralidad y coherencia. Despiertan de su letargo, ya no se dejan engatusar por las palabras bonitas ni por las consignas que se les infiltran, como dardos adormecedores, para conseguir la sumisión. Empieza la disidencia.

El líder pasa de las palabras dulces a una actitud exigente y dura. Ahí aflora su auténtica identidad. Ahora utilizará sus armas más mortíferas para contrarrestar a quienes se enfrentan a él y cuestionan su autoridad: la humillación ante el grupo, el reproche por su conducta moral, acusaciones de deslealtad y rebeldía. Irá generando un profundo sufrimiento a quienes se atrevan a hablar con sinceridad para intentar aclarar la situación.

Empieza una larga agonía para el disidente, que puede llegar hasta la depresión. Se preguntará si puede creer o no en la institución. Su psique queda rasgada: creía haber encontrado la razón de su vida, una comunidad donde integrarse y crecer, y se ha encontrado con una gran mentira. Creía haber encontrado la libertad, y poco a poco ha visto como esta se veía atenazada. Esta es la fase destructiva: además del sufrimiento interno, la dureza del líder se volcará contra él, como una máquina demoledora que, sin piedad, irá triturando al rebelde hasta despojarlo de su dignidad y volatilizarlo. De la ternura ha pasado a la dureza, y de la dureza a la violencia psicológica. El disidente, tachado de rebelde y traidor, acabará abandonando el grupo. Pero lo hará completamente destrozado y sin norte.

Vuelvo al principio. Ni en nombre de una idea, ni de una estirpe o familia, ni en nombre de Dios, tenemos derecho a pisotear la libertad de nadie. La libertad es tan sagrada como la vida y como el mismo Dios. Si resbalamos por aquí, estaremos convirtiendo la institución, ya sea familia, partido político o grupo religioso, en un sistema tiránico que sólo busca subyugar a la persona, exprimirla al máximo y desnudarla de toda dignidad. Esto sucede con especial virulencia en las sectas manipuladoras. 

Este escrito quiere ser una alerta: que el afán de poder no lleve a ningún líder a convertirse en un sectario. El sectario aborrece, por definición, la libertad del otro. Todo cuanto pueda ofrecer será engaño y mentira, pues está negando el don más sagrado que, después de la vida, posee todo ser humano.

domingo, 13 de octubre de 2019

Culto a la apariencia


La sociedad cada vez más nos empuja a dejar de ser nosotros mismos. Esta batalla por abrirse camino y lograr un hueco importante se cobra su precio: puede llevar a la persona a renunciar a sus valores, su talante y su forma de ser. Los cánones impuestos por la moda exigen no sólo un cierto aspecto físico, sino capacidad de empatizar con los demás y fluidez comunicativa. El cine, los medios, la televisión, con programas de contenidos vacíos y moralmente muy discutibles, tienden a destruir la intimidad de las personas. Por un lado, exaltan el culto al cuerpo con un tipo de vestuario insinuante. Por otro lado, prima un periodismo amarillo que se complace en ensuciar la fama y desvelar la vida privada de las gentes. La situación es grave, pues lejos de valorar a la persona como tal, fomenta un narcisismo enfermizo, que sólo busca recrearse en el culto al yo, cayendo en la frivolidad más exagerada.

Cuántas adolescentes viven excesivamente preocupadas por su cuerpo. Se ven poco atractivas y son capaces de cometer auténticas barbaridades con tal de cumplir con los cánones de belleza que marcan modelos anoréxicas de una delgadez extrema. Estando en su peso, se creen gordas. Todo gira en torno a su físico. Necesitan gustar, ser aceptadas y acogidas, aunque esto les cueste sufrimiento y adoptar conductas patológicas en cuanto a la comida: los trastornos alimentarios como la anorexia y la bulimia se están convirtiendo en una pandemia entre el colectivo juvenil.

La obsesión por gustar


El problema de fondo es este: si no eres guapo o guapa, simpático y popular, no eres nadie. Ser alguien pasa por la aprobación de los jueces de tu entorno: amigos, familiares, compañeros de trabajo… La fragilidad psíquica de un adolescente le puede empujar a cometer graves errores. Urge apearse de esta cultura de la apariencia. Tener un cierto físico no puede ser el medio para conseguir lo que se quiere. Nadie tiene que decir a otro lo que tiene que ser, obligándole a renunciar a su propia identidad. La fama, alcanzar la cumbre mediática, presumir de reconocimiento y talentos puede llevar a vaciarse por dentro.

Los centros de medicina estética asisten a esta locura colectiva. Cada vez son más las jóvenes, incluso menores de edad, que quieren cambiar su cuerpo sometiéndose a cirugías agresivas que pueden tener consecuencias graves en su salud. Y lo peor de todo es que a veces lo hacen con total consentimiento e incluso alentadas por sus padres.

Este comportamiento está fomentado por muchos artistas, actores, actrices, modelos y famosos que se convierten en referentes para los jóvenes. Quieren imitarlos y copiar su imagen, sin pensar que todo lo que sea alterar su naturaleza mediante la cirugía va a dejar huellas irreparables en su cuerpo. ¿Quién no ha visto flamantes artistas, con un físico impresionante que, a medida que envejecen, han ido deformando sus rostros de tal manera que, al final, dejan de ser ellos mismos? Ver esos rostros tan retocados sobrecoge. ¿Cómo es posible cometer tales atrocidades con el propio cuerpo, con la propia vida? Algunos, en su obsesión, acaban enfermos o dementes.

Ser tú mismo


Quisiera que los jóvenes pudieran leer esto como un aviso, para que no se queden en su envoltorio. Las personas somos algo más que un aspecto. Más allá de la piel o de la belleza física, hay una belleza interior que nadie te puede arrebatar. Y esa belleza se refleja en tu rostro y en tu cuerpo, tal como es. Tú puedes crecer y lograr lo que quieras sin renunciar a ser tú mismo. No ambiciones nada que signifique diseccionar, descarnar, mutilar tu rostro o tu cuerpo. Tu vida vale más que eso. No dejes que otros hagan de ti una imagen que no eres tú, y una vida que no es la tuya. No dejes que te empujen a hacer algo que está en contra de tus valores, de lo que anhelas en el fondo de tu corazón.

Es verdad que esta obsesión por el éxito, el dinero y la fama puede ser muy atractiva, pero ¡cuidado! Porque te puede llevar por un camino que, mientras lo recorres, te atrapa con su falsa luminosidad y puedes llegar a perderte en un laberinto de donde te será difícil salir. El deslumbramiento puede ser tal que te haga vivir en una burbuja, apartándote de tu propia realidad y tus necesidades. Cuando se tiene lo que uno quiere, es fácil olvidar que eres un mortal, como todos. Toda esa parafernalia ha sido un continuo engaño que te ha llevado a sentirte invencible, olvidando que no sólo tienes un cuerpo bello por fuera, sino un organismo maravilloso que funciona armónicamente para que vivas bien y sano. Cuando lo maltratas con bebida, droga, un ritmo frenético, poco sueño y un cansancio continuo, tu energía irá mermando poco a poco. Una vida enloquecida sin control ni equilibrio puede llevarte a la muerte. El éxito nos embriaga y creemos que podemos estirar el tiempo, pero nuestro ritmo biológico sigue su paso. Cuando forzamos el ritmo vital la decadencia acecha y sobreviene antes de tiempo. Entonces es cuando la cirugía estética se convierte en el remedio rápido, pero sólo consigue convertirnos en pequeños “Frankestein”, deformes y grotescos. Esto les sucede a todos aquellos que se dejaron llevar por la fama efímera y acabaron perdiendo su belleza natural, la que les dio la naturaleza, para terminar hundidos en el vacío, en el absurdo y en una triste imagen de lo que fueron.

Madurar con belleza


La naturaleza es muy sabia. Cuida de ella, mima tu cuerpo, aliméntalo bien, descansa, haz deporte, elige bien tus amigos, estudia, haz lo que te gusta… ¡ama la vida! Ama a tus familiares, a tus amigos, a ti mismo, a Dios. Y acepta la muerte.

Cultiva el silencio, abraza tu realidad, mírate al espejo y piensa: soy una maravilla para el Creador, él no cambiaría nada de lo que soy. Tienes un cuerpo bello, sea como sea. Es un regalo, no lo modifiques. Una belleza sofisticada no es natural. No caigas en la trampa de dejarte engañar por las promesas falsas, por lo efímero. Tu cuerpo no tiene precio, no lo truques ni creas en una falsa inmortalidad. Tu cuerpo es tu casa, donde moras. Cuídalo porque, si lo haces, él cuidará de ti. Si vives arraigado en unos valores y principios, todo tú estarás armonizado. También tu cuerpo y tu piel.
 
Vive de manera sana y, cuando envejezcas, porque eso será lo natural, no necesariamente enfermarás. El desgaste se ralentizará porque estarás oxigenando tu cuerpo y le estarás dando vida. Podemos llegar a ser ancianos bellos y con salud. Esta es la meta de toda persona: mantener bella su alma para mantener bello su cuerpo hasta el último día de su vida. ¡Qué paz morir con un corazón que ha amado mucho, que ha sabido cuidarse para servir sanamente a los demás!

Esta es la auténtica elegancia y belleza. La de saber que la vida tiene sentido sólo cuando descubres tu auténtica misión. La piel envejece, pero el corazón siempre se mantiene joven, porque sólo así puede amar, y el amor siempre rejuvenece. No importa la edad: vivir siendo quien soy es la mejor respuesta al don que se me ha dado.

domingo, 6 de octubre de 2019

Hijos del mundo

Hace poco me ofrecieron la oportunidad de hacerme un test genético, donde se rastrean los orígenes de la persona tras el análisis de unas muestras de ADN. Acepté, pues siempre me ha inquietado conocer mis raíces y las de mi familia, y esperé con curiosidad e interés los resultados del test.

Cuando llegó la respuesta, me quedé entre sorprendido y contento. Como era de esperar, una parte importante de mi procedencia es ibérica, más de un 70 %. La sorpresa estaba en ese 30 % restante: una parte italiana, otra eslava, de la Europa del Este… ¡un 10 % africano! y un insólito 1,3 % melanesio, es decir, de las islas del Pacífico. 

La primera reacción es preguntarse quiénes debieron ser esos antepasados, de dónde venían y cómo llegaron a encontrarse unos con otros para ir forjando lo que sería mi linaje. Pero más allá de esta curiosidad, fui reflexionando con más hondura sobre los resultados de esta prueba. La memoria familiar se pierde; como mucho, dura dos o tres generaciones, en algunos casos más, pero no suele ir más lejos de unos pocos siglos. En cambio, el ADN no miente: nos revela datos que nuestra memoria ha olvidado hace mucho tiempo, y que están ahí. Más allá del apellido, más allá del árbol genealógico, el laboratorio nos muestra que en el origen de nuestra historia hay una mezcla variopinta de culturas y procedencias. Todos somos mestizos y todos somos hermanos. Nuestra historia se forja sin conocer fronteras.

Más allá del árbol genealógico


Soy ibérico, soy africano, soy eslavo y soy aborigen del Pacífico… El mundo es mi hogar. Mi familia, la humanidad. No estoy presumiendo de cosmopolita: mis genes así lo descubren. La fuerza de la vida trasciende lugares, países, continentes, ideologías, religiones, culturas y naciones. Todos somos una unidad, más allá de las abstracciones culturales y filosóficas. Somos parte de este gran mosaico cultural, social e histórico que es la humanidad.

Y si aún vamos más allá, todos los seres vivos somos fruto de ese impulso que surgió tras el Big Bang. Una corriente de vida nos une desde las primeras células hasta ahora.

Después de sentir en mí esta hermandad existencial con todos los seres humanos, con todos los seres vivos, con la misma materia que forma el universo, me dejo asombrar por otro hecho.

Soy fruto de la unión de dos células. Existo gracias a los demás. Concretamente, gracias a mis padres. Pero también es cierto que mis padres pudieron tener otros hijos, en vez de yo. ¿Por qué fui concebido? Mi vida no sólo es fruto de unos padres, sino de un momento, un lugar, una situación muy concreta. 

Uno solo entre miles de espermatozoides, uno solo entre cientos de óvulos, dieron lugar a mi ser. Yo soy una posibilidad casi imposible entre millones, fruto de circunstancias, decisiones, encuentros… ¡Qué poco faltó para que yo nunca llegara a existir! Y, sin embargo, aquí estoy, preguntándome por mis orígenes y maravillándome de la universalidad de mis genes.

Solemos decir que el ser humano es nada, apenas una motita de polvo en medio del inmenso cosmos. Y es cierto, si comparamos nuestro tamaño con las dimensiones astronómicas del universo. Pero al mismo tiempo, entre no ser nada y entre ser, ¡hay un abismo infinito! Decía un teólogo que cada persona es un Himalaya de existencia, una cumbre grandiosa del ser en medio de la nada.

Sentir esto, la mínima posibilidad de ser que tengo, y la grandeza de estar existiendo, fruto de tantas coincidencias y de una historia tan larga, me estremece. Y siento que en mí late una gratitud muy profunda, y un gozo que nada ni nadie puede apagar. Porque el hecho de ser y estar vivo me habla de una voluntad amorosa que hizo existir todo: el universo, la vida, el ser humano, yo.

Miro de nuevo los resultados de mi ADN y siento alegría, agradecimiento, y ternura hacia el resto de seres humanos que me rodean. Siento que todos somos padres de todos e hijos de todos. Hermanos, al fin, en esta gran aventura de la existencia.

domingo, 29 de septiembre de 2019

¿Me das 15 euros?


De buena mañana me gusta pasear, sentir el aire fresco del nuevo día y respirar, dando gracias por la aventura de otra jornada. Tras la silenciosa noche, las calles están desiertas. La gente va despertando en sus hogares con calma. Hoy es sábado y empieza un fin de semana tranquilo y sin prisa. Se entra en otro ritmo más pausado después de la ajetreada semana laboral.

El día se levanta y los rayos de sol empiezan a iluminar las calles, ya no con la intensidad del verano. Una brisa fresca anuncia el cambio estacional. Todo adquiere otro color; el otoño va asomando.

Voy paseando por la calle y se me acerca una joven adolescente. Su semblante es hermoso, pero la veo inquieta, despeinada y con el rostro demacrado. Es casi una niña entrando en otro cambio estacional, quizás quiere ser adulta antes de tiempo. Veo en sus ojos una angustia contenida. No deja de moverse con nerviosismo, como si temiera algo. Una necesidad la abruma, se acerca un poco más y sus ojos, hermosos y brillantes, me producen ternura y compasión. Finalmente, me dice: ¿Tiene quince euros? Me lo dice rápido, con ganas de soltarlo. Le hago un gesto como preguntando: ¿Para qué los quieres? Ella me lee la cara y me comenta que se ha olvidado la llave de su casa, le han robado el móvil y quiere el dinero para coger un taxi, pues su madre trabaja en un hospital de noche. No me explica más, y me insiste, casi llorando, que le han robado. Su nerviosismo aumenta, como si estuviera a punto de estallar. Quiere mi respuesta rápida, y ya.

Pienso si debo dárselo; su insistencia es agresiva y desesperada a la vez. Le pregunto si en casa no está su padre, o algún hermano, o si no tiene algún amigo que pueda acompañarla. Ella vacila ante mí, no me responde e inmediatamente se aleja. Hubiera querido serenarla, pero se va, mientras asaltan mi mente muchas preguntas. La veo de lejos que se acerca a otro y le dice lo mismo.

Me hubiese gustado ayudarla, no sólo con los quince euros que pedía, sino con algo que vale más que el dinero. Pero ella no quería otra cosa, quizás lo necesitaba para procurarse droga o alcohol.

¿Qué nos están pidiendo los jóvenes?


Recientemente leí que el consumo de droga y alcohol en los adolescentes ha aumentado de manera alarmante. Cada vez son más los jóvenes y los preadolescentes que caen enganchados. Aquella joven, enajenada y fuera de sí, necesitaba más un apoyo médico y psicológico que el dinero que pudiera obtener para seguir alargando su agonía. Evidentemente, en ese momento ella no estaba para recibir ninguna lección moral, pero me dejó pensando en esta pandemia que está golpeando a tantos jóvenes que van por la vida sin rumbo. ¿Qué pasa en su hogar? ¿Cómo se encuentra su familia? ¿Qué clase de amigos o amigas tiene? ¿Sufre algún conflicto emocional en sus relaciones? ¿Qué le había ocurrido esa noche, para terminar sola en la calle, pidiendo quince euros? ¿Tal vez la pasó en una discoteca? ¿Rompió con alguien? ¿Simplemente tenía el síndrome de abstinencia y necesitaba una dosis de droga, esos gramos de veneno blanco que va destrozando su cerebro?

Al regresar a casa sentí una profunda pena, y me iba preguntando por el futuro de esta muchacha. ¿Qué será de ella? ¿Por qué esta joven con cara de niña está pidiendo una cosa equivocada? ¿Por qué no se le da lo que realmente necesita? Llegar hasta ese punto revela que, a esa edad, los adolescentes son muy vulnerables e inseguros. Necesitan, no sólo que los padres asuman su responsabilidad de padres, educándolos en un entorno de afecto, donde los hijos vean que no siempre es bueno que los padres les den todo lo que piden, sino que hay otros aspectos que valorar, y que deben madurar como personas. Es una tarea ardua y compleja; los padres se topan tanto con el impacto externo como con la propia personalidad del adolescente. Están no sólo ante una personita que tiene necesidades, sino ante un misterio infranqueable. Toda decisión, actitud y valores que adopten va a marcar el futuro de sus hijos.

Saber responder


Los adultos tenemos una enorme responsabilidad y no podemos fallar a nuestros jóvenes. Educar es una tarea que requiere discernimiento, serenidad, madurez, paz interior y capacidad de empatizar. Es un reto urgente saber priorizar lo importante. Hay una marea de gente joven que quizás busca y no encuentra, porque estamos tan metidos en nuestros asuntos que no oímos la alarma de ese grito que nos señala una situación de emergencia. Mientras nos levantamos bostezando, muchos jóvenes van cayendo en el abismo, como esta niña de hoy. Gritan en medio del vacío, gritan hasta dejarse la voz: ¡Dame algo! Pero nosotros hacemos el remolón en la cama, porque ese grito llega hasta lo más profundo de nuestras entrañas y preferimos meter la cabeza bajo la almohada. No queremos escuchar ese lamento que exige de nosotros una respuesta tan contundente como eficaz.

Esa joven puede ser tu hija, puede ser tu nieta, tu hermana, tu amiga. Prefiere el ruido a la soledad, lo artificial a lo natural, lo enfermizo a lo sano. Quiere anestesiarse y no vivir; quiere huir antes que enfrentarse a la realidad. Tal vez se prostituye sin llegar a conocer lo que es el amor, la amistad, el calor de una familia. Prefiere el alcohol al aire fresco, el anonimato en medio del gentío que encontrarse consigo misma; perderse en vaguedades en vez de empoderarse; aturdirse con la música antes que escuchar una melodía deliciosa.

Hay algo que estamos haciendo muy mal, y es responsabilidad de los adultos que frenemos esa plaga de desesperanza en tantos jóvenes. Ojalá un día podamos dar a nuestros jóvenes aquello que necesitan. Ojalá sepamos leer sus necesidades escondidas en lo más profundo de su alma. Para esto, no hemos de ver al joven como una explosión de necesidades psicológicas y fisiológicas, sino como un ser que está creciendo y tiene auténtica hambre de trascendencia.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Educar en el silencio


El ruido se ha convertido en un compañero inseparable de nuestra vida. Lo encontramos natural, lo vivimos como algo cotidiano y nos acostumbramos a él, incluso cuando alcanza niveles excesivos.

Hago una distinción entre sonido y ruido. Hay sonidos naturales que forman parte de nuestro día a día y no podemos evitar: el agua de la ducha, el vapor de la olla y el crepitar del fuego cuando cocinamos, el entrechocar de los platos cuando los lavamos o nuestros mismos pasos al caminar; el sonido de nuestras voces cuando hablamos y los propios de cualquier actividad. Para que el sonido pase a ser ruido tiene que haber un exceso y una cierta violencia: griterío, portazos, tráfico, música estridente, elevación excesiva de decibelios en potentes altavoces… Aquí es cuando estamos traspasando la barrera de lo que podría considerarse normal.

A lo largo del día, no nos damos cuenta de que el ruido martillea nuestras vidas. No paramos de hablar y de gritar, damos empujones y nos movemos entre el rugir de las calles y los zumbidos de las máquinas. Durante todo el día nuestro cerebro soporta esa agresión constante, que poco a poco vuelve frágiles nuestros oídos. Es como estar dando puñetazos continuamente a nuestro sistema auditivo. El ruido, aunque no lo percibamos, genera un estado de alarma en nuestro cuerpo. Nuestras hormonas segregan cortisona y adrenalina, unos neurotransmisores que se activan ante situaciones de peligro y nos ponen en estado de defensa, parálisis o ataque. Esto, de manera continuada, acaba alterando nuestro equilibrio interno.

Consideramos el ruido de las ciudades como algo normal, y nos resignamos. El ruido altera nuestro oído y nuestro cerebro, que no están preparados para soportar ciertos volúmenes. A la larga, se puede producir sordera total o parcial.

Hay un ruido inevitable o que no está en nuestras manos reducir, como el de un avión o el del tráfico. Pero otros ruidos sí podrían reducirse. En algunos casos, son expresamente provocados, como el volumen exagerado de la megafonía durante fiestas y eventos.

El ruido que nos aísla


El ruido dificulta la comunicación y, de rebote, afecta a las relaciones humanas, que se empobrecen. El ruido nos aleja de los demás, de nosotros mismos. Nos desplaza hacia la incomunicación, destruye el diálogo sereno y fecundo. El ruido llega a penetrar tan a fondo en nosotros, que va mermando nuestra capacidad de atender y escuchar. Poco a poco va fracturando el alma para sumirla en el laberinto de la confusión, incapacitándola para pensar.

El ruido a un volumen elevado también puede provocar estados alterados de conciencia. Los expertos en ventas y neuromarketing lo saben; lo saben los organizadores de conciertos y grandes eventos. La música a gran volumen genera sensaciones subjetivas y sentimientos colectivos, tan potentes como los que pueda provocar una droga. El sonido embriaga, causa euforia, aleja de la realidad y anestesia la mente, produciendo aturdimiento y dejando a la persona vulnerable a cualquier manipulación. Es lo que sucede en las discotecas e incluso en muchos centros comerciales, donde la música se utiliza para inducir a la compra compulsiva.

Estamos rindiendo culto al dios ruido. Nos dejamos arrastrar y llevar, porque quizás la vida cotidiana se nos hace demasiado dura, demasiado indigesta. Vivir a veces es un drama y preferimos sumergir la cabeza en un océano de sentimientos contradictorios para paliar el dolor existencial. Preferimos meter todo nuestro ser en el búnquer cerrado de la música que retumba y nos aísla, como un escudo protector. El ruido nos aleja de los problemas, pero también de los demás. El ruido abre una brecha entre el tú y el nosotros, nos desconecta.

El poder del silencio


En cambio, un sonido suave, como la media voz, o una música delicada, nos abre. El silencio todavía es más poderoso. Actúa en la mente y en el corazón como un antídoto terapéutico para volver a reconectarnos con lo esencial de nuestro ser. Se necesita un proceso pedagógico para ir familiarizándonos con algo que también forma parte de nosotros.

Hay personas que tienen miedo a estar en silencio. Necesitan hablar y rodearse de sonidos y voces. Para algunos, es angustiante y no soportan la dulzura del silencio reparador. No estamos acostumbrados a oír nada durante un tiempo y nos resulta extraño. Cuando logramos callar, entonces el ruido interior no deja de acecharnos. Cuando queremos desintoxicarnos, es tanta la dependencia del ruido que nos da vértigo entrar en el silencio y conectar con el núcleo de nuestra existencia.

Sí o sí necesitamos parar y escuchar el silencio. Son cada vez más los psicólogos y terapeutas que lo recomiendan. Ni siquiera hablamos de la oración, que en un cristiano es fundamental, sino simplemente de la armonía del ser que se atreve a nadar en su océano interior.

Crecer en el silencio


Es necesario que, desde niños, se nos eduque en el silencio para poder dar valor al diálogo con uno mismo. Al niño se le educa en otros muchos valores que le harán crecer, pero la brújula que le orientará para ir discerniendo en su vida es el silencio. Los niños son lúdicos y racionales, y su motricidad debe ser estimulada para que crezcan con salud. Pero justamente por eso el niño también tiene que ir descubriendo que, desde el silencio, puede conocerse y tomar decisiones. No se trata de silenciar al niño, sino de prepararlo para que sea libre y pueda saborear la vida en su máxima plenitud. Cuando se acostumbre al silencio, ya no se tragará la cápsula del ruido sin más, sino que tendrá una perspectiva de la realidad que le permitirá mirar más lejos; su horizonte se le hará pequeño porque buscará la amplitud con ojos de águila.

Cuando vas introduciendo espacios de silencio en tu día a día, como algo natural, la dimensión de la realidad irá adquiriendo riqueza y matices diferentes. Es como poner un foco luminoso sobre tu vida: te ayudará a ver más allá de lo que ve la gente, oxigenará tu alma. Verás todo lo que acontece de manera trascendida. Estar en silencio no es sólo no decir nada, o no hacer nada. Estar en silencio es convertir ese momento en un tiempo fecundo que te ayudará a descubrir el sentido de tu vida. No puedes tomar grandes decisiones si no sales de los raíles del frenesí. Las decisiones cruciales necesitan de largos silencios que te ayuden a descubrir quién eres y para qué estás en este mundo. Tus grandes elecciones, la persona de tu vida, tus amigos, el propósito vital, tus valores, tu vocación. Por eso, el silencio tiene un enorme valor pedagógico porque, desde la experiencia, irás penetrando en lo más profundo de ti mismo para encontrar la razón última de tu vida.

Sólo desde el silencio se puede discernir esa misteriosa llamada a la que todos estamos invitados. Y sólo desde una apertura a lo trascendente iremos descubriendo, poco a poco, nuestra misión en la vida. Es una pena que el valor del silencio no se cultive más, no sólo en los espacios religiosos, sino en el ámbito escolar, laboral y social.

Un minuto de silencio


Impresiona cuando vemos a una multitud haciendo unos minutos de silencio en un campo de fútbol o en una plaza. Ver la inmensidad de personas que guardan silencio sobrecoge. El sentido de fraternidad, respeto y solidaridad crece y rompe barreras entre las personas. El silencio consciente nos ayuda a generar una energía tan beneficiosa que empezamos a sentir un profundo bienestar y una serenidad desconocida. En un espacio abierto y colectivo tiene su importancia, aunque el tiempo sea corto.

Ahora imagina ese espacio como algo ordinario en tu vida. Aunque sólo sea un minuto, puedes llegar a multiplicar sus beneficios. No, no es un tsunami, es una brisa oceánica que envuelve todo tu ser. Déjate bañar en la corriente de las caricias del silencio. Tu alma brillará más que nunca, porque el silencio no es omisión de palabras ni de ruidos. El silencio es nadar en tu mar interior para encontrarte con Aquel que te ha hecho existir, vivir, amar; con Aquel que es la fuente de tu gozo pleno; Aquel que pone orden en tu caos interno haciendo de tu alma una nueva creación, con hermosas cumbres y un cielo lleno de estrellas que dan aliento, luz y alegría.

El silencio, en el fondo, nos lleva a nuestras raíces más primigenias. Somos fruto de una profunda intención amorosa de un Dios que crea porque ama. Sólo desde el silencio podremos entablar una estrecha relación con el maestro del silencio, que es Jesús. Vivir del silencio es apostar por la Vida en mayúsculas.  No tengas miedo a dejarte llevar por el viento del silencio. Este viento te ayudará a disfrutar de los maravillosos paisajes de tu alma.