El otro día, hablando con una persona, me contaba que muchas
noches sueña que vuela. Me sorprendí, porque hace tiempo que lo conozco y me
despertó la curiosidad. Es una persona que ha sufrido mucho a causa de
conflictos familiares en su infancia, y sigue sufriendo. De carácter
desconfiado, se muestra inseguro y seco en el trato. Le gusta la soledad, lee
mucho sobre psicología y filosofía, quizás buscando respuestas a los grandes
interrogantes de su vida. Se ha encerrado en sí mismo, alejándose de toda
relación humana que pudiera implicar un compromiso emocional y afectivo. De
niño y de joven siempre tuvo la sensación de estar solo y abandonado. En esas
edades se ponen las bases de la madurez del futuro adulto. El afecto, la
sociabilidad, la confianza, la amistad, el valor del otro y el respeto a la
diferencia, la capacidad de diálogo, la espiritualidad y la ética sobre el
trabajo y la fiesta se forjan en esa etapa.
La falta de un núcleo familiar sólido es lo que le ha vuelto
una persona insegura, carente de fuertes vínculos afectivos. Nunca se ha
sentido aceptado y amado. Se quedó sin padre a los dos años. Con él tenía un
vínculo precioso: jugaba con él, subiéndolo a hombros, y lo llevaba de paseo al
monte, donde se levantaba el castillo de su pueblo. Era un niño feliz y
radiante, de ojos vivos y frente despejada, como su padre, que se mostraba
siempre acogedor y cariñoso con su retoño. Pero con la muerte todo se truncó y
los ojos de aquel niño se apagaron. La vida le dio un revés fortísimo a una
edad demasiado tierna, y todavía no lo ha podido superar. Todo se torció en su
corazón cuando perdió lo que más quería. El mundo de aquel niño se volvió gris.
Los vínculos con su madre no eran tan fuertes y, a medida que iba creciendo, se
fue distanciando de ella. Así fue sobreviviendo, sin respuestas, hasta que en
la adolescencia rompió prácticamente toda relación con su familia y a los
dieciséis años se fue de casa.
Se quedó sin padre porque este murió, y se quedó sin madre
pues, al romperse el vínculo con ella, fue otro tipo de muerte. También se
alejó de sus hermanos, cortando las relaciones con ellos. Se quedó
completamente solo y no supo gestionar tantas rupturas. Ese dolor, ahora, con
65 años, todavía lo siente en lo más profundo de su corazón. Vive aislado de
tal manera que se ha creado su propio mundo, una realidad paralela con la que
establece una barrera entre él mismo y los demás. Lo que piensa, lo que siente,
lo que vive, todo pasa por su percepción subjetiva. Lo que concibe su mente se
convierte en su realidad, por encima de lo que pueda experimentar. Y esto
genera un desarraigo que en algún momento le ha generado conflictos. Todo es
malo, todo es injusto, todo es manipulador. Todo está orquestado para controlar
a la persona. Han pasado más de 60 años y sigue, inconscientemente, sumergido
en esa nube oscura y en el duelo de aquel día trágico en que perdió a su padre.
Quién sabe si el último pensamiento de este fue para su pequeño, al que dejaba
desamparado.
Misteriosamente, ha sobrevivido a la angustiosa soledad,
pero sin librarse de ese vacío del que sigue huyendo, siempre hacia ninguna
parte. En medio de su océano interior, vive agarrado a un madero que lo impulsa
por el oleaje, quizás buscando un rumbo, un faro que le ilumine el camino de
retorno. Allí está, meciéndose como un náufrago en el vaivén del agua,
esperando una luz que lo conduzca a la orilla para volver a empezar. Ojalá
algún día rescate toda su existencia. Cuando hay amor, nunca es demasiado
tarde. Tengo la esperanza de que algún día algo cambie en él.
Un sueño liberador
Cuando lo vi la última vez me dijo, medio sonriente: «¿Sabes
que muchos días sueño que vuelo? Y siento una sensación de plenitud.» Sus ojos
chispeaban y su semblante se volvió armónico. Sus labios sonreían y vi un
atisbo de nueva vida en él. Por mis convicciones religiosas, creo en la
capacidad de regeneración de las personas. Es un potencial que tienen dentro,
quizás desconocido para ellas, pero lo tienen. Creo en esa fuerza interior, que
el Creador nos ha dado para reiniciar nuestras vidas. A veces no somos capaces
de ver la fuerza que hay dentro del ser humano, capaz de llegar a cumbres
insospechadas. Me decía, aquel día, que sentía en su mejilla la brisa de las cumbres
mientras volaba en sueños. Y, cuanto más se alzaba, más sensación de gozo
sentía.
Me pregunto si sus sueños no serán un mecanismo cerebral
para que se dé cuenta de que esos vuelos nocturnos hacia el infinito no son
otra cosa que la necesidad de trascender de su vacío, de sobrevolar por encima
de las dificultades, de elevarse hacia las alturas de su existencia, alejándose
de su profundo pozo interior.
Quizás estos sueños simbolizan lo que todos anhelamos: volar
despiertos, bien alto, hacia las cumbres divinas. Allí donde todo tiene explicación
y sentido, y se abre el corazón a la esperanza. Algo ha empezado: el sueño hace
descansar su agitado corazón. Ojalá algún día sienta que cuanto más ame, más y
más volará y sentirá una alegría desconocida, porque abrazará la realidad tal
como es, y podrá aprender de ella.
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