domingo, 1 de diciembre de 2019

Sueño que vuelo


El otro día, hablando con una persona, me contaba que muchas noches sueña que vuela. Me sorprendí, porque hace tiempo que lo conozco y me despertó la curiosidad. Es una persona que ha sufrido mucho a causa de conflictos familiares en su infancia, y sigue sufriendo. De carácter desconfiado, se muestra inseguro y seco en el trato. Le gusta la soledad, lee mucho sobre psicología y filosofía, quizás buscando respuestas a los grandes interrogantes de su vida. Se ha encerrado en sí mismo, alejándose de toda relación humana que pudiera implicar un compromiso emocional y afectivo. De niño y de joven siempre tuvo la sensación de estar solo y abandonado. En esas edades se ponen las bases de la madurez del futuro adulto. El afecto, la sociabilidad, la confianza, la amistad, el valor del otro y el respeto a la diferencia, la capacidad de diálogo, la espiritualidad y la ética sobre el trabajo y la fiesta se forjan en esa etapa.

La falta de un núcleo familiar sólido es lo que le ha vuelto una persona insegura, carente de fuertes vínculos afectivos. Nunca se ha sentido aceptado y amado. Se quedó sin padre a los dos años. Con él tenía un vínculo precioso: jugaba con él, subiéndolo a hombros, y lo llevaba de paseo al monte, donde se levantaba el castillo de su pueblo. Era un niño feliz y radiante, de ojos vivos y frente despejada, como su padre, que se mostraba siempre acogedor y cariñoso con su retoño. Pero con la muerte todo se truncó y los ojos de aquel niño se apagaron. La vida le dio un revés fortísimo a una edad demasiado tierna, y todavía no lo ha podido superar. Todo se torció en su corazón cuando perdió lo que más quería. El mundo de aquel niño se volvió gris. Los vínculos con su madre no eran tan fuertes y, a medida que iba creciendo, se fue distanciando de ella. Así fue sobreviviendo, sin respuestas, hasta que en la adolescencia rompió prácticamente toda relación con su familia y a los dieciséis años se fue de casa.

Se quedó sin padre porque este murió, y se quedó sin madre pues, al romperse el vínculo con ella, fue otro tipo de muerte. También se alejó de sus hermanos, cortando las relaciones con ellos. Se quedó completamente solo y no supo gestionar tantas rupturas. Ese dolor, ahora, con 65 años, todavía lo siente en lo más profundo de su corazón. Vive aislado de tal manera que se ha creado su propio mundo, una realidad paralela con la que establece una barrera entre él mismo y los demás. Lo que piensa, lo que siente, lo que vive, todo pasa por su percepción subjetiva. Lo que concibe su mente se convierte en su realidad, por encima de lo que pueda experimentar. Y esto genera un desarraigo que en algún momento le ha generado conflictos. Todo es malo, todo es injusto, todo es manipulador. Todo está orquestado para controlar a la persona. Han pasado más de 60 años y sigue, inconscientemente, sumergido en esa nube oscura y en el duelo de aquel día trágico en que perdió a su padre. Quién sabe si el último pensamiento de este fue para su pequeño, al que dejaba desamparado.

Misteriosamente, ha sobrevivido a la angustiosa soledad, pero sin librarse de ese vacío del que sigue huyendo, siempre hacia ninguna parte. En medio de su océano interior, vive agarrado a un madero que lo impulsa por el oleaje, quizás buscando un rumbo, un faro que le ilumine el camino de retorno. Allí está, meciéndose como un náufrago en el vaivén del agua, esperando una luz que lo conduzca a la orilla para volver a empezar. Ojalá algún día rescate toda su existencia. Cuando hay amor, nunca es demasiado tarde. Tengo la esperanza de que algún día algo cambie en él.

Un sueño liberador


Cuando lo vi la última vez me dijo, medio sonriente: «¿Sabes que muchos días sueño que vuelo? Y siento una sensación de plenitud.» Sus ojos chispeaban y su semblante se volvió armónico. Sus labios sonreían y vi un atisbo de nueva vida en él. Por mis convicciones religiosas, creo en la capacidad de regeneración de las personas. Es un potencial que tienen dentro, quizás desconocido para ellas, pero lo tienen. Creo en esa fuerza interior, que el Creador nos ha dado para reiniciar nuestras vidas. A veces no somos capaces de ver la fuerza que hay dentro del ser humano, capaz de llegar a cumbres insospechadas. Me decía, aquel día, que sentía en su mejilla la brisa de las cumbres mientras volaba en sueños. Y, cuanto más se alzaba, más sensación de gozo sentía.

Me pregunto si sus sueños no serán un mecanismo cerebral para que se dé cuenta de que esos vuelos nocturnos hacia el infinito no son otra cosa que la necesidad de trascender de su vacío, de sobrevolar por encima de las dificultades, de elevarse hacia las alturas de su existencia, alejándose de su profundo pozo interior.

Quizás estos sueños simbolizan lo que todos anhelamos: volar despiertos, bien alto, hacia las cumbres divinas. Allí donde todo tiene explicación y sentido, y se abre el corazón a la esperanza. Algo ha empezado: el sueño hace descansar su agitado corazón. Ojalá algún día sienta que cuanto más ame, más y más volará y sentirá una alegría desconocida, porque abrazará la realidad tal como es, y podrá aprender de ella.

No hay comentarios:

Publicar un comentario