Los grandes retos del ser humano suelen orientarse
especialmente a hacer algo que llene sus anhelos de realización personal y
cultural. La persona quiere conseguir una imagen social de reconocimiento y de
éxito. Aunque esto forme parte de la inquietud innata por superarse cada día,
la verdad es que damos demasiada importancia al hacer y caemos en un activismo
que, en el fondo, es un culto exagerado a la personalidad.
Tras el esfuerzo comprensible por hacerse un hueco en la
sociedad, podemos llegar a la vanagloria o a la autoidolatría. Esa imagen que
fabricamos llena un vacío existencial que nos angustia: si no hago nada, no soy
nadie. Necesito hacer, hacer y hacer para presumir o para huir de mi propia
realidad.
En la adolescencia, esa edad crítica de cambios y profundas
convulsiones internas, podríamos decir que surge el homo filosoficus, que piensa en sí mismo y en el mundo que le
rodea. Este joven pensador estalla con todas sus fuerzas. No se pregunta sólo
qué quiere hacer cuando sea adulto. Se pregunta quién es y a qué ha venido al
mundo. Son grandes interrogantes que no siempre encuentran respuesta y se suele
pasar por una fase de angustia vital, porque esas preguntas se dan en un
contexto que idolatra el éxito y el hacer.
El joven se encuentra entre dos corrientes: la del
narcisismo, orientado al culto de su propia imagen, y la del pasotismo, que
busca sólo su propio placer dejándose absorber por la frivolidad y el
hedonismo. Aquí se trata de pasarlo bien y que otros decidan por ti.
Además, nos encontramos con una cultura que rechaza
sistemáticamente la razón y prioriza el sentimiento. Una cultura de la
provisionalidad o la liquidez, en la que todo es efímero y la identidad
personal se diluye.
Por otra parte, se rinde un culto excesivo a las ciencias y
a la tecnología. En la comunicación digital, que invade nuestro tiempo, todo
gira en torno a construir un relato y unas hazañas de uno mismo. Nadie quiere
ser invisible, y la dependencia a los accesorios móviles se hace patológica.
Hacer constantemente, trabajar sin descanso, es propio de
una sociedad, una cultura y una pedagogía que fomentan el superhombre. Cuando
se entra en la edad de ir asumiendo responsabilidades, empieza esta carrera
hacia el yo narcisista, que a veces nos aleja de nuestra auténtica identidad y
del ser.
No cuestiono la importancia que tiene hacer el trabajo que
nos gusta y progresar en nuestro cometido, eso es natural. Pero quiero señalar
que a veces uno se olvida de lo que constituye su naturaleza más honda: más allá
de la personalidad y de las inquietudes olvidamos quiénes somos. Y de ahí
tantos fracasos profesionales y familiares. Por no conocernos lo suficiente,
hacemos cosas y más cosas y al final descubrimos que no era eso lo que
queríamos. Rompemos relaciones porque no hemos cultivado bien la convivencia
con el esposo o la esposa, los amigos, los socios. Es entonces cuando la vida
se convierte en un terremoto y naufragamos en medio de un abismo terrible.
Un día te olvidaste de ti mismo, no descubriste quién eras y
hacia dónde apuntaban las flechas del arco de tu vida. Es a partir de aquí
cuando dices cosas que no tienen nada que ver con lo que eres.
Armonizar el ser, el hacer y el decir es el gran reto que
nos ayuda a centrar nuestra vida. Sólo podemos hacer y decir cuando realmente
nos formulamos esa gran pregunta que nos hacíamos cuando éramos jóvenes, a
punto de levantar las alas hacia el infinito. A veces da vértigo ahondar en el
océano interior y surfear las olas de nuestras contradicciones. No olvidemos que
el gran viaje de nuestra vida es volar hacia nuestro interior y descubrir el
ser que hay dentro. Sólo así seremos capaces de perder el miedo a ser nosotros
mismos. Será cuando el ser florecerá y entre lo que soy, hago y digo, no habrá
fisura alguna. Será entonces cuando existencialmente lograremos una enorme
felicidad, porque seremos lo que somos, haremos lo que somos y diremos lo que
somos. Esta es la auténtica meta del hombre: nunca renunciar a su ser.