domingo, 21 de julio de 2019

Decir, hacer, ser


Los grandes retos del ser humano suelen orientarse especialmente a hacer algo que llene sus anhelos de realización personal y cultural. La persona quiere conseguir una imagen social de reconocimiento y de éxito. Aunque esto forme parte de la inquietud innata por superarse cada día, la verdad es que damos demasiada importancia al hacer y caemos en un activismo que, en el fondo, es un culto exagerado a la personalidad.

Tras el esfuerzo comprensible por hacerse un hueco en la sociedad, podemos llegar a la vanagloria o a la autoidolatría. Esa imagen que fabricamos llena un vacío existencial que nos angustia: si no hago nada, no soy nadie. Necesito hacer, hacer y hacer para presumir o para huir de mi propia realidad.

En la adolescencia, esa edad crítica de cambios y profundas convulsiones internas, podríamos decir que surge el homo filosoficus, que piensa en sí mismo y en el mundo que le rodea. Este joven pensador estalla con todas sus fuerzas. No se pregunta sólo qué quiere hacer cuando sea adulto. Se pregunta quién es y a qué ha venido al mundo. Son grandes interrogantes que no siempre encuentran respuesta y se suele pasar por una fase de angustia vital, porque esas preguntas se dan en un contexto que idolatra el éxito y el hacer.

El joven se encuentra entre dos corrientes: la del narcisismo, orientado al culto de su propia imagen, y la del pasotismo, que busca sólo su propio placer dejándose absorber por la frivolidad y el hedonismo. Aquí se trata de pasarlo bien y que otros decidan por ti.

Además, nos encontramos con una cultura que rechaza sistemáticamente la razón y prioriza el sentimiento. Una cultura de la provisionalidad o la liquidez, en la que todo es efímero y la identidad personal se diluye.

Por otra parte, se rinde un culto excesivo a las ciencias y a la tecnología. En la comunicación digital, que invade nuestro tiempo, todo gira en torno a construir un relato y unas hazañas de uno mismo. Nadie quiere ser invisible, y la dependencia a los accesorios móviles se hace patológica.

Hacer constantemente, trabajar sin descanso, es propio de una sociedad, una cultura y una pedagogía que fomentan el superhombre. Cuando se entra en la edad de ir asumiendo responsabilidades, empieza esta carrera hacia el yo narcisista, que a veces nos aleja de nuestra auténtica identidad y del ser.

No cuestiono la importancia que tiene hacer el trabajo que nos gusta y progresar en nuestro cometido, eso es natural. Pero quiero señalar que a veces uno se olvida de lo que constituye su naturaleza más honda: más allá de la personalidad y de las inquietudes olvidamos quiénes somos. Y de ahí tantos fracasos profesionales y familiares. Por no conocernos lo suficiente, hacemos cosas y más cosas y al final descubrimos que no era eso lo que queríamos. Rompemos relaciones porque no hemos cultivado bien la convivencia con el esposo o la esposa, los amigos, los socios. Es entonces cuando la vida se convierte en un terremoto y naufragamos en medio de un abismo terrible.

Un día te olvidaste de ti mismo, no descubriste quién eras y hacia dónde apuntaban las flechas del arco de tu vida. Es a partir de aquí cuando dices cosas que no tienen nada que ver con lo que eres.

Armonizar el ser, el hacer y el decir es el gran reto que nos ayuda a centrar nuestra vida. Sólo podemos hacer y decir cuando realmente nos formulamos esa gran pregunta que nos hacíamos cuando éramos jóvenes, a punto de levantar las alas hacia el infinito. A veces da vértigo ahondar en el océano interior y surfear las olas de nuestras contradicciones. No olvidemos que el gran viaje de nuestra vida es volar hacia nuestro interior y descubrir el ser que hay dentro. Sólo así seremos capaces de perder el miedo a ser nosotros mismos. Será cuando el ser florecerá y entre lo que soy, hago y digo, no habrá fisura alguna. Será entonces cuando existencialmente lograremos una enorme felicidad, porque seremos lo que somos, haremos lo que somos y diremos lo que somos. Esta es la auténtica meta del hombre: nunca renunciar a su ser.

domingo, 14 de julio de 2019

Silencio envolvente


El deseo de buscar espacios para el silencio es algo innato del ser humano, como una necesidad vital para ir descubriendo el sentido de lo que haces y eres, y para dar a las cosas su justa dimensión.

Este curso ha sido especialmente intenso. He vivido situaciones complejas que no esperaba, a veces agotadoras, que se han convertido en retos para crecer y encontrar respuestas en ese cosmos inmenso que es el corazón humano.

Por fin, ya en verano, he podido pasar unos días fuera, descansando en medio de la naturaleza en un valle hermoso, bañado por un riachuelo y en medio de trigales a punto para la siega, donde apuntan las espigas que, con el viento, parecen olas de oro desprendiendo un rico aroma de miel. Y por encima de este océano de espigas se extiende la bóveda azul del cielo.

Pese a las altas temperaturas, estar en medio de este paisaje con la brisa que susurra entre los árboles es una auténtica maravilla. Solo ante la inmensidad de los campos, bajo el cielo claro y el sol, que da luz y embellece todo cuanto ilumina, he contemplado mil detalles con nitidez: las cumbres lejanas, los contrastes y texturas del monte, el hilo del arroyo que se desliza cruzando el árido camino… He escuchado el trinar armonioso de los pajarillos y el rugido del viento al mediodía. Todo invita al silencio para poder digerir tanta belleza y dejar que las sensaciones penetren en el alma hasta estremecerte.

Aprender a estar callado ante la creación permite ver en ella la inmensa generosidad del Creador hacia el hombre e iniciar un diálogo sereno y agradecido, disfrutando del placer estético y de un sentimiento de plenitud. La naturaleza me envuelve en un silencio amoroso que me hace descubrir esos cofres de oro que hay en el corazón de la persona. Sólo desde el silencio se aprende el valor de una palabra justa y necesaria. Se aprende a no idolatrar la comunicación verbal y se descubre la palabra que tiene sentido.

El silencio no sólo ayuda a contemplar las maravillas que hay fuera de ti, sino el misterio escondido que invade al ser. Tanto, que cuando pasas unos días serenos, en silencio y soledad, esa misteriosa marea interna fluye a la superficie de tu existencia y te das cuenta, sobrecogido, de las cimas que tienes que ascender para saber quién eres, qué haces, qué tienes. Un auténtico encontronazo con tu realidad más primigenia. Es decir, encontrarte con tu propia identidad. El silencio es como una pista de despegue que te lanza al Infinito con mayúscula: Dios. Y hacia la finitud de tu propia realidad existencial. Cuanto más alto vuelas en busca de sentido y propósito, más te topas con una realidad que te ultrapasa, que va más allá de ti mismo, y a la vez te encuentras con tu pequeñez. Somos diminutos, pero llamados a una aventura trascendental. Cuanto más alto, más belleza descubres en el firmamento de tu vida, pero al mismo tiempo vives con mayor realismo, pisando de pies a tierra. No es otra cosa que encontrarte con tu propia realidad limitada, pero con una gran libertad que te lleva a hacer cosas extraordinarias.

Reconocer la pequeñez es vivir anclado en la humildad, y sólo desde esta daremos alas a la libertad para vivir nuevas hazañas.

La verdad es que han sido unos días muy fecundos para mi alma. Dejarme envolver por el silencio, oír el susurro de la brisa o el canto de las golondrinas al amanecer, sentir en la piel la caricia del viento, oler la fragancia de las espigas, admirar el constante estallido de belleza, todo esto ensancha el corazón.