jueves, 23 de abril de 2020

Coraje para renacer


No al miedo


Es comprensible que, ante las consecuencias trágicas de la pandemia del Covid-19 se genere en nosotros preocupación, angustia y desolación. Nos enfrentamos a una terrible incerteza. ¿Cuándo acabará todo? ¿Cómo estaremos para enfrentar las secuelas gravísimas de esta crisis, tanto en el campo social como en el sanitario y el económico?

Es verdad que el panorama no es nada halagüeño y nos asaltan las dudas. Entre ellas, nos inquietan las decisiones poco acertadas que toma el gobierno, y el temor de que sus medidas no hagan más que agravar la crisis sanitaria, además de empeorar la situación económica y social. El miedo se alimenta de errores tras errores, que abren una fisura en la confianza hacia los que dirigen. La luz se ve muy tenue en el horizonte.

Pero, entre el miedo y el no calibrar la gravedad de la situación, está la prudencia y la responsabilidad por parte de la ciudadanía y los gobernantes. Jamás deberíamos caer en el pánico ni instalarnos en el miedo, aunque forme parte de nuestra naturaleza.

Disidencia ética


En la facultad de teología, cuando cursábamos moral social, los profesores nos hablaron de una disidencia ética, como una actitud legítima de la persona, igual que la libertad de conciencia y de expresión. Desde esta perspectiva, se considera admisible el derecho a la huelga, la manifestación y la objeción de conciencia, pues no siempre las leyes de un gobierno son acordes con los valores cristianos.

Una cosa es corresponsabilizarse y otra someterse a los dictados que se alejan de una ética fundamental. Las decisiones siempre deberían tomarse teniendo en cuenta el bien real de la persona, y no ideas políticas que contribuyan a mantener a ciertos grupos en el poder. Esto no debe asustarnos. Apelo a una crítica constructiva y a no caer ni en la desidia ni en el victimismo, afirmando que «no se puede hacer nada más» y que eso es tarea de los políticos. Una disidencia sana y equilibrada puede ser muy constructiva, porque nadie es inmune a la ambición del poder, como tampoco a la equivocación. Y esto se suele dar en instituciones políticas, que no toleran opiniones diferentes y dificultan la libertad de expresión, la capacidad de crítica y el derecho a opinar distinto. No hablo de una oposición agresiva, pero sí de aprender a nadar a contracorriente, cuando sea necesario. Entre el silencio y la crítica despiadada está la responsabilidad de contribuir con nuestra opinión a mejorar la situación. Por eso es importante que pueda darse una disidencia con ética, sin miedo paralizante, sin renunciar a la libertad de conciencia ante el abuso de las manipulaciones políticas y mediáticas. 

El miedo puede no sólo confinarnos en casa, sino que puede llevarnos a un confinamiento mental, y esto sería más grave que el mismo virus, porque ya no sólo afectaría a nuestras vías respiratorias, sino a nuestra capacidad de pensar y decidir, a nuestra libertad.

Renacer de las cenizas


No podemos convertirnos en momias sometidas por el miedo. Ni siquiera el estado de emergencia sanitaria puede ser excusa para atentar contra nuestra libertad. Serenidad frente al miedo, para mantener el discernimiento y actuar de manera responsable y coherente. Lucidez frente a la confusión entre los medios. Confianza ante la incertidumbre. Es verdad que la tragedia es de dimensiones dantescas y que nos encontramos en una situación sin precedentes desde la II Guerra Mundial. Pero hemos de creer en la capacidad regeneradora que tiene el ser humano ante las grandes catástrofes.

En estos días estamos viendo alardes del ingenio y la creatividad del ser humano. Tarde o temprano, pese a la deficiente actuación de nuestros gobernantes, se acabará por resolver esta pandemia. Pensemos en las grandes gestas de la humanidad. Siempre hay héroes que van más allá de lo que es políticamente correcto. Siempre hay personas que están arriesgando su vida por el bien de la humanidad y ponen toda su capacidad intelectual y creativa para resolver conflictos de todo tipo. Toca reinventarse, es una gran ocasión para sacar lo mejor de nosotros mismos. Podemos, porque tenemos ese potencial. Estamos diseñados por el Creador para autotransformarnos. Alejad el miedo y aventuraos a una nueva recreación. La pandemia es una oportunidad para maravillarnos de lo que somos y lo que podemos llegar a hacer. De una situación límite podemos abrir nuevos horizontes: la conquista de los más bellos tesoros que el hombre tiene en su corazón. Somos señores de nuestra historia, podemos convertir desiertos en vergeles. Podemos renacer de las cenizas.

domingo, 19 de abril de 2020

La soledad de la morera


Llevo diez años contemplando la belleza de este patio, con su pulmón, la morera, y las acacias que se yerguen hacia la infinitud del cielo. Árboles testigos del devenir histórico de esta parroquia, con sus vaivenes, sus luchas y esperanzas. También son testigo de la soledad de este patio desierto, acostumbrado a ser frecuentado por gente que busca aquí sentido y razones para vivir con profundo deseo de encontrar la verdad, Dios, el amor.

La morera hoy está sola, sin nadie que se acoja a su sombra. Desde su silencio, es cómplice de los anhelos escondidos en el corazón de tantas personas que disfrutan de su verdor y su paz. Hoy la contemplo solitaria, sin que nadie pueda saborear la brisa de esta primavera ni el frescor de su verde manto de hojas. Hoy mis ojos la contemplan con afecto especial y admiro los recovecos de su corazón, escondido entre las ramas que sostienen su copa frondosa y llena de color.

Recuerdo las tormentas del pasado invierno. Desnuda y flagelada por los fuertes vientos, la morera resistía. Su fortaleza estaba siendo puesta a prueba y, aunque mermadas sus ramas, aguantó firme sin desfallecer. Hoy no son las ráfagas del aire las que sacuden el árbol. Hoy la sacude la ausencia de tantas personas que la admiran por su belleza y su fidelidad en el tiempo. Hoy siente a faltar el corretear de los chiquillos, la música y los cánticos de la liturgia, la mirada dulce de quienes se acercan, sorprendidos por su magnitud y atraídos por su silencio susurrante. Añora las oraciones dirigidas al cielo y, sobre todo, los encuentros al abrigo de su sombra familiar y amiga.

La morera es ya parte de la vida parroquial. Los dos hemos quedado juntos, confinados. Hoy, muchos mueren a causa del coronavirus, por falta de oxígeno. Tú, mi querida morera, eres mi oxígeno natural. Tú me haces de botella y de respirador, un espléndido árbol cargado de vida cuyas ramas como brazos no paran de crecer, acogiendo a tantas personas que buscan calma, silencio, belleza, luz. Eres mi gran compañía en estos momentos en que, como yo, muchos están recluidos en sus hogares. Cada día doy gracias a Dios por la belleza de la creación. También por haber hecho posible que un día nos encontrásemos. ¿Misterio, azar, plan de Dios?

He nacido en un pueblo de Extremadura, donde los campos están pegados a las casas. Cada vez que voy allí, aspiro el olor de las espigas y el perfume del monte. Sí, la naturaleza y el hombre se han de armonizar para su mutuo beneficio. No podemos vivir aislados de algo que forma parte de nuestras raíces más genuinas. También hemos de extender esta hermandad a todo lo creado y amarlo como parte vital de la existencia. La morera siempre me retrotrae a ese deseo de búsqueda de los misterios de la creación. Ella se ha convertido en un testigo de mi soledad, que abrazo con paz. Bajo su sombra, como un nuevo Adán en el paraíso, siento la caricia de Dios y la alegría y la libertad de sentirnos amados por el Creador.

Me decía un teólogo que la creación es la piel de Dios. Toda la naturaleza ha sido soñada como hábitat, como un hogar, donde podemos crecer armónicamente y a la vez custodiarla. No cuidar la creación es flagelar la piel de Dios. Todo el cosmos: estrellas, mares, cielo, árboles, animales, montañas y flores, fue creado por su mente amorosa, pensando en nuestra felicidad.

lunes, 13 de abril de 2020

Una rosa se marchita


Tenía 75 años. La conocí cuando yo ejercía el diaconado en la parroquia de San Isidoro y desde el primer momento se mostró cálida y atenta conmigo, muy sincera y auténtica. Me acompañó a lo largo de todo mi sacerdocio hasta que el coronavirus le arrebató la vida, la vigilia de Pascua. Atrás quedan cuarenta años de fiel amistad.

Su hijo Carlos me lo comunicó ayer tarde, en pleno día de Pascua, mientras el sol brillaba con fuerza. Con tristeza, pasé largo tiempo recordándola. Rosa era una mujer creyente, de una fe inquebrantable, firme en sus convicciones y al mismo tiempo abierta, dialogante y de una sensibilidad extrema. Su cara sonriente reflejaba la bondad de su corazón. Inteligente, audaz y solidaria, poseía una gran cultura y siempre la recuerdo elegante, y muy bella en su juventud.

Me acompañó con mucha alegría en mi ordenación sacerdotal. Aquel día sus ojos brillaban, rebosantes de dulzura y amabilidad. Después de cinco años en San Isidoro, ella fue siguiendo mi itinerario pastoral en las diferentes parroquias donde he ejercido mi ministerio. Con el tiempo, nuestra amistad no ha hecho más que crecer. Era una creyente que amó mi sacerdocio con toda su fuerza.

Su vida no fue fácil y tuvo que asumir una situación familiar dolorosa y compleja. Siempre firme, luchó con entereza para no rendirse y seguir en pie. Finalmente, cayó enferma y fue a parar a una residencia, donde, a pesar de su fragilidad, se dedicó a escuchar y apoyar a los otros ancianos. Sufría muchos dolores musculares y articulares, pero aún tenía fuerzas para ayudar a los que estaban peor que ella, sin dejar de rezar por la paz en el mundo, uno de sus grandes deseos. 

Con el tiempo, comenzó a sufrir otra enfermedad que limitó su vitalidad y movimientos. Pese al deterioro, nadie pudo quitarle la fuerza interior. Hasta que el Viernes Santo, sintió un dolor insoportable en el estómago. Llamó a su hijo y él mismo decidió llevarla a urgencias. El dolor no cesaba. Al venir de una residencia, en el hospital quisieron hacerle el test para detectar si estaba contagiada por el coronavirus, y efectivamente, la prueba salió positiva. Para su hijo supuso una fuerte conmoción. Otra anciana más, víctima de la pandemia. Entre madre e hijo había un fuerte vínculo y un amor a prueba de bomba. La cuidó y la acompañó con dulzura infinita hasta el final, siendo un ejemplo para muchos hijos que tienen que hacerse cargo de sus padres.

Rosa murió con el Crucificado. Su agonía empezó el Viernes Santo y su vida oscureció, como aquella tarde en el Gólgota. Pero su fe era  más fuerte que el dolor y la enfermedad; su alma estaba más viva que nunca. Había vivido un largo Via Crucis y había seguido los pasos de Jesús hasta el Calvario. Respirando con dificultad, agonizó como él en la cruz; ella en una cama. Murió con Aquel a quien tanto amor profesaba.

Cuando Carlos me llamó, con voz apagada y triste, para comunicarme la noticia, el corazón me dio un vuelco. Apenas unos días atrás había hablado con ella por teléfono. Y entonces ya me comentó que tenía una ligera molestia en el estómago, que achacaba a un cambio en la medicación. Esto fue el inicio de la manifestación de la gripe. Cuando Carlos colgó el teléfono, apresurado, porque debía llamar a otros familiares y amigos, no pude contener las lágrimas.

Sentí que se moría algo de mí, algo que albergaba en lo más profundo de mi corazón. Había muerto alguien a quien quería con toda mi alma. Sí, era una viejecita con el rostro arrugado, pero sus bellos ojos nunca dejaron de brillar, y su alma se mantuvo tersa y lozana. Durante 40 años fue para mí como una madre. En ese momento me costó asumir que la había perdido, que me quedaba sin ella, sin su voz, sin su perfume. Lo más doloroso es que no la pude despedir, coger su mano, besar su frente. No sólo me apenaba su muerte, sino el muro que el virus había levantado entre nosotros. Sentí no verla antes de morir, ni oficiar una celebración con su familia. Ni siquiera pude rezar a su lado.

Una vida se fue, sin tener la oportunidad de darle las gracias por lo mucho que recibí de ella. El dolor de mi alma era fuerte y difícil de asumir. Estuve un tiempo rezando por ella y pedí a Dios que le abriera de par en par las puertas del cielo. Rosa me decía muchas veces que anhelaba estar con Dios. En el día de Pascua, él le concedió ido este don. Si el viernes su vida se apagó en la oscuridad, en el domingo de resurrección, su luz comenzó a brillar con fuerza en el paraíso. Ahora podrá dar un abrazo a aquel que sostuvo su vida, su alegría y su paz en los momentos más difíciles.

La tarde avanzaba. Con paz y más calma, caí en la cuenta de que el sol seguía brillando y la imaginé, con su elegancia humana y espiritual, bajo los rayos luminosos del atardecer y ataviada de blanco, como una novia, entrando en la eternidad al encuentro de su amado. ¡Cuánto quería Rosa a Jesús! Su abrazo es el regalo prometido después de una vida de entrega y generosidad. Rosa ya está en otro mundo, disfrutando de la belleza con mayúsculas. Ella, que siempre tuvo una sonrisa en los labios, vivirá un deleite permanente con Aquel que sopló sobre su corazón. La tierra separa nuestros cuerpos, pero nunca las almas. ¡Hasta siempre, Rosa!

sábado, 4 de abril de 2020

El precio de un abrazo


Como bien sabéis muchos de vosotros, durante casi veinte años estuve realizando mi labor pastoral en Badalona. Para mí fue un tiempo especialmente intenso; allí creé una fuerte red de amigos que sigue estando viva, después de diez años. Esta red de buenas personas la voy alimentando con llamadas, escritos, por Internet y con encuentros presenciales, para seguir fortaleciendo los vínculos con todos ellos. La amistad es un hermoso tesoro que conservo desde siempre.

Una de estas personas es madre de un hijo único con la que siempre he mantenido una especial comunicación. Es alegre, simpática, expansiva y de una enorme sensibilidad. Me comentaba, estos días, que le costaba mucho pasar el confinamiento. Se limitaba a salir para atender necesidades esenciales, como comprar alimentos o ir a la farmacia. Especialmente lo estaba pasando mal porque hacía tres semanas que no veía a su hijo, y sentía pena por no poder abrazarlo como solía. Noté, mientras me hablaba, que su tono de voz era más bajo y discreto, que luchaba por contener su emoción, aunque la voz le temblaba, entre momentos de silencio. Por fin estalló, y sin poder evitar el llanto, con profunda tristeza, me explicó que el día anterior se llamaron, ella y su hijo, para pasarle el carro de la compra, pues su esposo había ido al supermercado para aprovisionarse. Quedaron abajo, en la puerta del bloque, y ella sentía que el corazón saltaba en su pecho y una pena terrible la llenaba. Cuando lo vio, a una distancia de 50 metros, un impulso incontrolado los llevó, a madre e hijo, a correr el uno hacia el otro. Los dos estaban protegidos con su mascarilla, pero una fuerza mayor los hizo fundirse en un abrazo.

¿Sintieron miedo? El impulso amoroso fue más fuerte. Ese abrazo que anhelaban no estaba exento de riesgos, pero la madre necesitaba estrechar a su hijo, y él acogió su afecto. Ambos necesitaban el contacto, cruzar miradas, sentir el corazón del uno contra el otro.

La madre me llegó a confesar que estaba dispuesta a darlo todo, hasta su vida, por ese abrazo, que fue como un dulce bálsamo para su corazón inquieto. Gracias a Dios, ambos están bien y más tranquilos.
Esta conversación me hizo pensar mucho en la importancia de los afectos en la vida diaria. Sin ellos nos falta algo para nuestro equilibrio emocional y espiritual. Estamos hechos de esta naturaleza; nuestra piel nos pide ternura, y expresarla con un gesto físico es un impulso innato en la persona. No sólo somos inteligencia; crear lazos afectivos forma parte de nuestra realidad humana. Lo llevamos inscritos en nuestro ADN. Somos gregarios y la comunicación cara a cara es fundamental para el crecimiento humano.

Sí, quizás esta madre y este hijo fueron imprudentes. Recuerdo el abrazo de san Francisco a un leproso. Más allá de una imprudencia, el ser humano es impredecible y nunca sabremos todo lo que pasa en su corazón y en su cerebro. Pero la falta de conexión afectiva puede ser tan letal como el propio virus. Con esto no digo que la gente deje de estar confinada en casa; es más, pido por favor que sigan y que aprendan a contener sus emociones. Pero siempre estamos en riesgo. Y la necesidad de abrazar puede llegar a ser tan importante como el comer.

La otra lección que podemos aprender es que, no porque haya peligro de contagio los vínculos tienen que desaparecer. Cuando estos son sólidos y fuertes, no hay que tener miedo. Lo auténtico y lo profundo perdura y estos momentos difíciles lo ponen a prueba. Si las personas se quieren de verdad, el virus no matará el amor, aunque tengamos que lidiar con la soledad y la distancia. Si el amor está muy enraizado, nada podrá acabar con él.

Aprendamos a valorar el regalo del otro, especialmente cuando no lo tenemos cerca. Sólo desde la lejanía nos damos cuenta del tesoro que supone tener un ser querido. No dejemos que esta soledad obligada nos angustie, sino que demos gracias por lo que tenemos y hemos recibido de tantas personas buenas. Quedaos en casa, por favor. No temáis a la soledad. Este periodo de receso será un trampolín hacia nuestro ser más profundo.

jueves, 2 de abril de 2020

Héroes anónimos


Me dirijo a vosotros, aquellos a quienes el Covid-19 ha segado de cuajo vuestras vidas. Hace dos o tres meses, nadie pensaba en la magnitud de esta tragedia que se ha llevado por delante a tantas buenas personas, dejando un profundo vacío en el corazón de muchas familias. Sois un ejército que ha contribuido a levantar proyectos, familias, empresas. Quizás muchos llegasteis a culminar vuestras esperanzas y sueños. Ahora, miles de vosotros habéis fallecido solos, alejados de vuestros seres queridos, en medio de un frenesí trepidante mientras los sanitarios hacían lo imposible por acortar las cifras de muertos.

Cada uno de vosotros ha contribuido a dar vida a los demás. Os habéis dejado la piel por cohesionar, dar apoyo y consejo, acogida y amor. Con esfuerzo y creatividad habéis contribuido a la buena marcha del mundo. Vuestro trabajo y talento han hecho posible el crecimiento de vuestra familia. La sociedad está en deuda con vosotros. Lo habéis dado todo y habéis muerto en una pequeña habitación de la UCI, solos y sin una mano tierna que os estrechara en los últimos momentos, para suavizar el dolor.

El rostro del dolor


Una mayoría de vosotros sois ancianos. Vuestra experiencia acumulada tiene un valor humano, social y espiritual incalculable. Vuestras sienes arrugadas encierran un inmenso bagaje que os convierte en auténticos héroes de lo cotidiano. Siempre estuvisteis ahí, dando soporte, con vuestra generosa entrega.

Pero otros sois jóvenes, o apenas habéis entrado en la etapa de la madurez. Abriéndoos al mundo, con esa energía vital propia de la edad, también habéis visto segada vuestra vida en pleno florecimiento. Es un fuerte revés para tanta gente que os quería y se ha quedado sin esa montaña de plenitud que emergía de vuestro corazón. Siento una profunda pena por vuestros padres y abuelos, que han quedado solos, sin aliento, abatidos, sin una vida que veían poco a poco estallar…

Otros sois adultos, ya maduros, que habéis dejado esposo o esposa, hijos, un proyecto truncado, una turbina que sostenía a la familia. Para ellos, el dolor se ha multiplicado. El fuerte vínculo que os unía, ha quedado roto. Con el sufrimiento añadido de no poder decir adiós, en la soledad de una UCI.

Y vosotros, sanitarios que por estar en primera línea de combate contra el virus os habéis expuesto antes. En vosotros el heroísmo es mayor, porque lo habéis hecho todo y más para que muchos otros no perecieran. Sois testigos directos de la muerte, pero también habéis evitado muchas, arriesgando vuestra vida sin recursos ni protección adecuada. En las trincheras, sólo os quedaba vuestro profundo sentido del deber. Allí estabais, en el ojo del huracán; vuestras armas eran el coraje y el ánimo para cumplir vuestra misión, fieles a vuestro código ético. La sociedad entera siempre estará en deuda con vuestro colectivo. Lo habéis dado todo, sin escatimar esfuerzos. Para proteger a vuestra familia y evitar el contagio, habéis renunciado al calor del hogar. En medio de esta guerra, sufrís la lejanía de los vuestros. Todos merecéis un serio homenaje. La sociedad ya es consciente de ello, y lo muestra con los aplausos diarios al atardecer. Pero un especial tributo merecéis los sanitarios que habéis fallecido luchando contra la muerte sin descanso. Cuando habéis caído, habéis ido a engrosar las cifras de difuntos, lejos de los vuestros y sin un adiós cálido a la familia. Espero que vuestra generosidad llevada hasta el límite sea una gran lección para todos y, en especial, para los gobernantes, que han permitido que fuerais al campo de batalla sin armas suficientes. Ojalá aprendan a poner en el centro de su actividad a la persona, por encima de sus ideas y de la conveniencia política.

Quien ejerce la medicina hace una apuesta a favor de la salud y de la vida, y vosotros lo habéis hecho en absoluta coherencia con vuestra vocación: salvar vidas. Morir por responsabilidad eleva al máximo aquello en que creéis. Quiero pensar que vuestra vida no ha acabado con el combate frente al virus. La inmensa misericordia de Dios os levantará, ya no para combatir, sino para el goce eterno junto con aquellos que os esperan en el cielo. Es posible que muchos de vosotros no creáis. Pero, a la hora de merecer el cielo, lo que realmente vale no es tanto lo que crees como lo que amas. La bondad, la generosidad, el rigor y la fidelidad a vuestra vocación son un signo claro: optáis por la vida y en medio de esta lucha os habéis sacrificado por los demás. Una fe sin obras es una fe muerta. El amor es lo que importa y Dios, el misterio inalcanzable, comprende bien las razones del amor.

A todos los fallecidos, que suman más de 7500, a los que me siento unido por el hecho de existir, en una fraternidad universal, os doy las gracias por vuestro coraje. La persona muere, pero no su historia. Vosotros sois una lección y un ejemplo para todos.

Preguntas… y silencio


Hoy, las cifras de muertos siguen aumentando. Cuántas vidas truncadas, cuánto dolor añadido a las familias confinadas. Nos encontramos ante el misterio de la finitud humana, que nos hace enmudecer y preguntarnos, una y otra vez, por qué.

Asumir nuestra fragilidad nos da vértigo. Estamos expuestos ante el misterio insondable del ser humano, pero también ante las tomas de decisión erróneas, que nos hacen sentir aún más vulnerables. Cuando dependemos de las decisiones de los demás, esto nos genera incertidumbre y miedo.

Si no hay lucidez en los momentos iniciales de la crisis, lo que se decida no hará más que aumentar el drama. Podríamos hablar también del misterio del mal, que tantas veces nos sobrecoge y nos sobrepasa.

Sólo el silencio sosegado nos ayuda a abrazar tanto dolor. La letalidad del virus invisible, que va haciendo estragos, nos expone a la incerteza permanente. Todos podemos ser una futura víctima.

Pero, por muy terrible que sea la situación, me doy cuenta también de la grandeza del corazón humano. Cuántas bellas historias podría contar cada uno de nosotros, anónimas, desconocidas, pero que han quedado muy grabadas en el corazón. Estamos aprendiendo a valorar las relaciones humanas, la presencia del otro, ya sea cónyuge, hijo, padre o hermano. Vemos la riqueza que nos aportan los demás, aprendemos a poner en el centro al ser humano. Percibo la fuerza extraordinaria que hay en la persona. El dolor, la tristeza, el vacío no son excusa para dejar de expresar nuestra capacidad de amor. Los vínculos se hacen más fuertes en la lejanía y en el dolor, cuando la vida se siente tan frágil y quebradiza.


Ya estáis en la otra orilla, gozando de una paz infinita. Estáis respirando el aliento de Dios. Habéis pasado de la UCI al paraíso, mecidos por las manos divinas. El aire que os faltó en los pulmones está lleno de la brisa del amanecer de Dios. En mis oraciones os tendré presentes, también a vuestros familiares, para que no se rindan en este combate. Hay que seguir luchando con la paz interior que sólo puede venir de Dios. Nunca entenderemos por qué ha ocurrido, pero sí podemos vislumbrar para qué. Hoy se está dando un estallido planetario de bondad. Tras la devastación, se adivina un nuevo horizonte, donde los cinco continentes serán uno y todos vibrarán a la vez. No olvidemos que el bien es más potente que la maldad y la oscuridad. Vosotros, aunque no os conozca, ya estáis en la luz permanente.