Tenía 75 años. La conocí cuando yo ejercía el diaconado en
la parroquia de San Isidoro y desde el primer momento se mostró cálida y atenta
conmigo, muy sincera y auténtica. Me acompañó a lo largo de todo mi sacerdocio
hasta que el coronavirus le arrebató la vida, la vigilia de Pascua. Atrás
quedan cuarenta años de fiel amistad.
Su hijo Carlos me lo comunicó ayer tarde, en pleno día de
Pascua, mientras el sol brillaba con fuerza. Con tristeza, pasé largo tiempo
recordándola. Rosa era una mujer creyente, de una fe inquebrantable, firme en
sus convicciones y al mismo tiempo abierta, dialogante y de una sensibilidad
extrema. Su cara sonriente reflejaba la bondad de su corazón. Inteligente,
audaz y solidaria, poseía una gran cultura y siempre la recuerdo elegante, y
muy bella en su juventud.
Me acompañó con mucha alegría en mi ordenación sacerdotal. Aquel
día sus ojos brillaban, rebosantes de dulzura y amabilidad. Después de cinco
años en San Isidoro, ella fue siguiendo mi itinerario pastoral en las
diferentes parroquias donde he ejercido mi ministerio. Con el tiempo, nuestra
amistad no ha hecho más que crecer. Era una creyente que amó mi sacerdocio con
toda su fuerza.
Su vida no fue fácil y tuvo que asumir una situación
familiar dolorosa y compleja. Siempre firme, luchó con entereza para no
rendirse y seguir en pie. Finalmente, cayó enferma y fue a parar a una
residencia, donde, a pesar de su fragilidad, se dedicó a escuchar y apoyar a
los otros ancianos. Sufría muchos dolores musculares y articulares, pero aún
tenía fuerzas para ayudar a los que estaban peor que ella, sin dejar de rezar
por la paz en el mundo, uno de sus grandes deseos.
Con el tiempo, comenzó a sufrir otra enfermedad que limitó
su vitalidad y movimientos. Pese al deterioro, nadie pudo quitarle la fuerza
interior. Hasta que el Viernes Santo, sintió un dolor insoportable en el
estómago. Llamó a su hijo y él mismo decidió llevarla a urgencias. El dolor no
cesaba. Al venir de una residencia, en el hospital quisieron hacerle el test
para detectar si estaba contagiada por el coronavirus, y efectivamente, la
prueba salió positiva. Para su hijo supuso una fuerte conmoción. Otra anciana
más, víctima de la pandemia. Entre madre e hijo había un fuerte vínculo y un
amor a prueba de bomba. La cuidó y la acompañó con dulzura infinita hasta el
final, siendo un ejemplo para muchos hijos que tienen que hacerse cargo de sus
padres.
Rosa murió con el Crucificado. Su agonía empezó el Viernes
Santo y su vida oscureció, como aquella tarde en el Gólgota. Pero su fe
era más fuerte que el dolor y la
enfermedad; su alma estaba más viva que nunca. Había vivido un largo Via Crucis
y había seguido los pasos de Jesús hasta el Calvario. Respirando con
dificultad, agonizó como él en la cruz; ella en una cama. Murió con Aquel a
quien tanto amor profesaba.
Cuando Carlos me llamó, con voz apagada y triste, para
comunicarme la noticia, el corazón me dio un vuelco. Apenas unos días atrás
había hablado con ella por teléfono. Y entonces ya me comentó que tenía una
ligera molestia en el estómago, que achacaba a un cambio en la medicación. Esto
fue el inicio de la manifestación de la gripe. Cuando Carlos colgó el teléfono,
apresurado, porque debía llamar a otros familiares y amigos, no pude contener
las lágrimas.
Sentí que se moría algo de mí, algo que albergaba en lo más
profundo de mi corazón. Había muerto alguien a quien quería con toda mi alma.
Sí, era una viejecita con el rostro arrugado, pero sus bellos ojos nunca
dejaron de brillar, y su alma se mantuvo tersa y lozana. Durante 40 años fue
para mí como una madre. En ese momento me costó asumir que la había perdido,
que me quedaba sin ella, sin su voz, sin su perfume. Lo más doloroso es que no
la pude despedir, coger su mano, besar su frente. No sólo me apenaba su muerte,
sino el muro que el virus había levantado entre nosotros. Sentí no verla antes
de morir, ni oficiar una celebración con su familia. Ni siquiera pude rezar a
su lado.
Una vida se fue, sin tener la oportunidad de darle las
gracias por lo mucho que recibí de ella. El dolor de mi alma era fuerte y
difícil de asumir. Estuve un tiempo rezando por ella y pedí a Dios que le
abriera de par en par las puertas del cielo. Rosa me decía muchas veces que
anhelaba estar con Dios. En el día de Pascua, él le concedió ido este don. Si
el viernes su vida se apagó en la oscuridad, en el domingo de resurrección, su
luz comenzó a brillar con fuerza en el paraíso. Ahora podrá dar un abrazo a
aquel que sostuvo su vida, su alegría y su paz en los momentos más difíciles.
La tarde avanzaba. Con paz y más calma, caí en la cuenta de
que el sol seguía brillando y la imaginé, con su elegancia humana y espiritual,
bajo los rayos luminosos del atardecer y ataviada de blanco, como una novia,
entrando en la eternidad al encuentro de su amado. ¡Cuánto quería Rosa a Jesús!
Su abrazo es el regalo prometido después de una vida de entrega y generosidad.
Rosa ya está en otro mundo, disfrutando de la belleza con mayúsculas. Ella, que
siempre tuvo una sonrisa en los labios, vivirá un deleite permanente con Aquel
que sopló sobre su corazón. La tierra separa nuestros cuerpos, pero nunca las
almas. ¡Hasta siempre, Rosa!
D.E.P. Rosa, ahora descansas.
ResponderEliminarLo siento mucho padre. La muerte de un ser querido, es un dolor muy fuerte. Rezare para que el Señor mitigue ese dolor. Un abrazo muy fuerte
ResponderEliminarAna María