Me dirijo a vosotros, aquellos a quienes el Covid-19 ha
segado de cuajo vuestras vidas. Hace dos o tres meses, nadie pensaba en la
magnitud de esta tragedia que se ha llevado por delante a tantas buenas
personas, dejando un profundo vacío en el corazón de muchas familias. Sois un
ejército que ha contribuido a levantar proyectos, familias, empresas. Quizás
muchos llegasteis a culminar vuestras esperanzas y sueños. Ahora, miles de
vosotros habéis fallecido solos, alejados de vuestros seres queridos, en medio
de un frenesí trepidante mientras los sanitarios hacían lo imposible por
acortar las cifras de muertos.
Cada uno de vosotros ha contribuido a dar vida a los demás.
Os habéis dejado la piel por cohesionar, dar apoyo y consejo, acogida y amor. Con
esfuerzo y creatividad habéis contribuido a la buena marcha del mundo. Vuestro
trabajo y talento han hecho posible el crecimiento de vuestra familia. La
sociedad está en deuda con vosotros. Lo habéis dado todo y habéis muerto en una
pequeña habitación de la UCI, solos y sin una mano tierna que os estrechara en
los últimos momentos, para suavizar el dolor.
El rostro del dolor
Una mayoría de vosotros sois ancianos. Vuestra experiencia
acumulada tiene un valor humano, social y espiritual incalculable. Vuestras
sienes arrugadas encierran un inmenso bagaje que os convierte en auténticos
héroes de lo cotidiano. Siempre estuvisteis ahí, dando soporte, con vuestra
generosa entrega.
Pero otros sois jóvenes, o apenas habéis entrado en la etapa
de la madurez. Abriéndoos al mundo, con esa energía vital propia de la edad,
también habéis visto segada vuestra vida en pleno florecimiento. Es un fuerte
revés para tanta gente que os quería y se ha quedado sin esa montaña de
plenitud que emergía de vuestro corazón. Siento una profunda pena por vuestros
padres y abuelos, que han quedado solos, sin aliento, abatidos, sin una vida
que veían poco a poco estallar…
Otros sois adultos, ya maduros, que habéis dejado esposo o
esposa, hijos, un proyecto truncado, una turbina que sostenía a la familia.
Para ellos, el dolor se ha multiplicado. El fuerte vínculo que os unía, ha
quedado roto. Con el sufrimiento añadido de no poder decir adiós, en la soledad
de una UCI.
Y vosotros, sanitarios que por estar en primera línea de
combate contra el virus os habéis expuesto antes. En vosotros el heroísmo es
mayor, porque lo habéis hecho todo y más para que muchos otros no perecieran.
Sois testigos directos de la muerte, pero también habéis evitado muchas,
arriesgando vuestra vida sin recursos ni protección adecuada. En las
trincheras, sólo os quedaba vuestro profundo sentido del deber. Allí estabais,
en el ojo del huracán; vuestras armas eran el coraje y el ánimo para cumplir
vuestra misión, fieles a vuestro código ético. La sociedad entera siempre
estará en deuda con vuestro colectivo. Lo habéis dado todo, sin escatimar
esfuerzos. Para proteger a vuestra familia y evitar el contagio, habéis
renunciado al calor del hogar. En medio de esta guerra, sufrís la lejanía de
los vuestros. Todos merecéis un serio homenaje. La sociedad ya es consciente de
ello, y lo muestra con los aplausos diarios al atardecer. Pero un especial
tributo merecéis los sanitarios que habéis fallecido luchando contra la muerte
sin descanso. Cuando habéis caído, habéis ido a engrosar las cifras de difuntos,
lejos de los vuestros y sin un adiós cálido a la familia. Espero que vuestra
generosidad llevada hasta el límite sea una gran lección para todos y, en
especial, para los gobernantes, que han permitido que fuerais al campo de batalla
sin armas suficientes. Ojalá aprendan a poner en el centro de su actividad a la
persona, por encima de sus ideas y de la conveniencia política.
Quien ejerce la medicina hace una apuesta a favor de la
salud y de la vida, y vosotros lo habéis hecho en absoluta coherencia con
vuestra vocación: salvar vidas. Morir por responsabilidad eleva al máximo
aquello en que creéis. Quiero pensar que vuestra vida no ha acabado con el
combate frente al virus. La inmensa misericordia de Dios os levantará, ya no
para combatir, sino para el goce eterno junto con aquellos que os esperan en el
cielo. Es posible que muchos de vosotros no creáis. Pero, a la hora de merecer
el cielo, lo que realmente vale no es tanto lo que crees como lo que amas. La
bondad, la generosidad, el rigor y la fidelidad a vuestra vocación son un signo
claro: optáis por la vida y en medio de esta lucha os habéis sacrificado por
los demás. Una fe sin obras es una fe muerta. El amor es lo que importa y Dios,
el misterio inalcanzable, comprende bien las razones del amor.
A todos los fallecidos, que suman más de 7500, a los que me
siento unido por el hecho de existir, en una fraternidad universal, os doy las
gracias por vuestro coraje. La persona muere, pero no su historia. Vosotros
sois una lección y un ejemplo para todos.
Preguntas… y silencio
Hoy, las cifras de muertos siguen aumentando. Cuántas vidas
truncadas, cuánto dolor añadido a las familias confinadas. Nos encontramos ante
el misterio de la finitud humana, que nos hace enmudecer y preguntarnos, una y
otra vez, por qué.
Asumir nuestra fragilidad nos da vértigo. Estamos expuestos
ante el misterio insondable del ser humano, pero también ante las tomas de decisión
erróneas, que nos hacen sentir aún más vulnerables. Cuando dependemos de las
decisiones de los demás, esto nos genera incertidumbre y miedo.
Si no hay lucidez en los momentos iniciales de la crisis, lo
que se decida no hará más que aumentar el drama. Podríamos hablar también del
misterio del mal, que tantas veces nos sobrecoge y nos sobrepasa.
Sólo el silencio sosegado nos ayuda a abrazar tanto dolor. La
letalidad del virus invisible, que va haciendo estragos, nos expone a la
incerteza permanente. Todos podemos ser una futura víctima.
Pero, por muy terrible que sea la situación, me doy cuenta
también de la grandeza del corazón humano. Cuántas bellas historias podría
contar cada uno de nosotros, anónimas, desconocidas, pero que han quedado muy
grabadas en el corazón. Estamos aprendiendo a valorar las relaciones humanas,
la presencia del otro, ya sea cónyuge, hijo, padre o hermano. Vemos la riqueza
que nos aportan los demás, aprendemos a poner en el centro al ser humano. Percibo
la fuerza extraordinaria que hay en la persona. El dolor, la tristeza, el vacío
no son excusa para dejar de expresar nuestra capacidad de amor. Los vínculos se
hacen más fuertes en la lejanía y en el dolor, cuando la vida se siente tan
frágil y quebradiza.
Ya estáis en la otra orilla, gozando de una paz infinita.
Estáis respirando el aliento de Dios. Habéis pasado de la UCI al paraíso,
mecidos por las manos divinas. El aire que os faltó en los pulmones está lleno
de la brisa del amanecer de Dios. En mis oraciones os tendré presentes, también
a vuestros familiares, para que no se rindan en este combate. Hay que seguir
luchando con la paz interior que sólo puede venir de Dios. Nunca entenderemos
por qué ha ocurrido, pero sí podemos vislumbrar para qué. Hoy se está dando un
estallido planetario de bondad. Tras la devastación, se adivina un nuevo
horizonte, donde los cinco continentes serán uno y todos vibrarán a la vez. No
olvidemos que el bien es más potente que la maldad y la oscuridad. Vosotros,
aunque no os conozca, ya estáis en la luz permanente.
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