domingo, 23 de enero de 2022

Cuando el dolor te aleja

Pasa de los 80 años. Es una mujer robusta y de carácter fuerte. Pero tras su temperamento se esconde una enorme inseguridad y hambre de afecto. A veces lo manifiesta de forma brusca cuando se da una situación tensa que no controla.

Su historia familiar es compleja: durante su infancia vivió el constante maltrato, tanto físico como psicológico, que su padre infligía a su madre. Desde niña ambas, madre e hija, estuvieron unidas por una gran complicidad. La pequeña absorbió el sufrimiento de su madre, que la dejó marcada en lo más hondo de su ser. Durante su adolescencia y juventud continuó siendo testigo de violentas peleas conyugales. Esa huella ha quedado impresa en su alma y se puede percibir en su mirada, donde laten la inquietud y el miedo sufrido.

También ha marcado su vida, llena de conflictos en sus relaciones sociales y en la convivencia familiar. La ruptura interior y la soledad que intenta ocultar la han dañado. Con el paso de los años no ha podido superar tanto dolor y, carente de herramientas para ahondar en su situación, el resentimiento la mueve a actuar con agresividad, acusando a los demás o mostrándose crítica en exceso. Las heridas psicológicas han diezmado su vida y el trato con ella es difícil, pues no deja de cocear a quien se acerca. Su desconfianza le impide tener una amistad sana y equilibrada con los suyos y con los demás.

Su matrimonio, después de muchos años de tensiones, vive situaciones límite y a veces surrealistas. En su mente acecha el caos y la desorientación crece en su corazón. Sin una brújula racional y emocional, se mueve en un laberinto sin encontrar salida, porque ha perdido la objetividad para afrontar los problemas. Cae en permanentes contradicciones y sufre altibajos difíciles de soportar. Con el paso del tiempo, ha empezado a confundir la realidad con las creaciones de su mente. El deterioro neurológico se suma a la inestabilidad emocional. Ya no puede más; vive en su burbuja, entre la realidad y sus pensamientos, entre una cosa y su contrario.

Las personas de su núcleo más cercano sufren también esta fragmentación y esta indigencia emocional que la rompe a cachitos.

Más allá de la mente

Hace tiempo que converso con esta persona y, poco a poco, veo que se desliza hacia el vacío. Son los primeros indicios, tal vez, de una enfermedad de Alzheimer u otro tipo de dolencia degenerativa. Su yo va desconectando progresivamente de la realidad, su burbuja tiene cada vez menos oxígeno. Los agujeros emocionales se van comiendo su conciencia y su identidad. ¿A dónde irá a parar su alma? No sé a dónde lleva la autopista del cerebro que se va deteriorando. ¿Dejamos de ser lo que somos? ¿Dónde está el límite entre la mente y el cerebro? ¿Podemos perder nuestra más genuina personalidad? 

No estoy en su mente ni puedo conocer la realidad paralela en la que vive. Aunque las ciencias neurológicas han avanzado mucho, las personas enfermas no agotan el misterio. En su aparente vacío siguen siendo lo que son.

No es fácil tratar con personas que sufren deterioro neurológico. Hay que evitar tratarlas como enfermas mentales. La psiquiatría y la psicología abordan estos problemas desde dos campos totalmente diferentes. Tanto su método como su terapéutica son distintas, aunque se pueden complementar para conseguir una mayor eficacia.

Más allá de las explicaciones científicas o médicas, más allá de los diagnósticos y los estudios, haya o no en su cerebro placas amiloideas, hay una realidad que lo trasciende todo. La persona sigue siendo un misterio y su mente es inabarcable. Hay otras razones más profundas, además de las médicas, que provocan su desconexión de la realidad.

He tratado a muchas personas con este tipo de problema y constato que todas ellas han sufrido un profundo estrés emocional que ha ido rompiendo su estructura psíquica hasta hacerles perder su propia identidad. La soledad, la violencia, la falta de afecto y la inestabilidad familiar, la falta de propósito vital y de un acompañamiento afectivo han hecho que una forma de aliviar el sufrimiento sea la comida. Especialmente la ingesta de dulces y alimentos ricos en grasa es un paliativo emocional donde muchos se refugian. Pero este tipo de comida inflama el organismo y daña el sistema vascular, originando pequeñas lesiones que reducen el flujo sanguíneo y la irrigación del cerebro. Con el paso del tiempo, la falta de nutrientes y de oxígeno, sumada al exceso de azúcar y grasas, altera el metabolismo cerebral. De manera silenciosa, la salud va declinando. Este deterioro no hace más que exacerbar las emociones, el conflicto familiar y el estrés afectivo. La violencia contenida se frena con más alimentos adictivos y el problema se agudiza. Así es como se pasa de lo emocional a lo psiquiátrico y a lo neurológico. Su mirada perdida viaja hacia un submundo desconocido a donde la ciencia no puede llegar. Quizás lo único que está haciendo es huir.

Conozco a esta persona desde hace muchos años y sé con toda certeza que, más allá de todo esto, es buena y sensible. Dentro de ella hay una niña que necesitó ternura y recibió golpes. Entre su mundo y la realidad, conserva momentos de lucidez en los que oigo su grito, una voz que reclama sólo afecto. Sus enfados y sus lágrimas me revelan que en ella hay todavía un grado de lucidez. Muy escondido, en su interior, hay un lugar donde sopla una brisa amorosa. Tanto como ser amada, necesita amar.

sábado, 15 de enero de 2022

El perdón, clave de la sanación

El perdón y la sanación están íntimamente ligados. Jesús dedicó una parte de su tiempo a anunciar la buena nueva, pero otra parte no menos importante a sanar, curar y perdonar: lo que hoy llamaríamos el ministerio de la salud del cuerpo y del alma. A través de los milagros, orientados a la sanación total de la persona, Jesús sabe que estamos hechos de un barro frágil, como dice san Pablo. Sabe de nuestras limitaciones y de nuestra inclinación a pecar y a hacer mal uso de nuestra libertad, cometiendo errores que llegan a generar conflicto y mucho daño a los demás, dejando secuelas de dolor. Nuestras actitudes tienen consecuencias. Es algo que afecta al presente del ser humano, condiciona su futuro e incluso el de su prole, así como las decisiones y actitudes de nuestros padres han condicionado nuestra historia.

Marcados por el pasado

Muchos comportamientos que se dan en las familias, sobre todo en situaciones de estrechez, marcarán el futuro de los hijos y los nietos. De la misma manera que hay una información genética que pasa de padres a hijos, no sólo rasgos físicos, sino psicológicos, emocionales y conductuales, cuando decimos que un hijo se parece a su padre o a su madre también nos referimos a su carácter, a su forma de ser y de proceder. No sólo heredamos una forma de ser sino unas pautas de conducta, hasta el punto de ver un paralelo entre nuestra personalidad y la de nuestros padres.

Está claro que la infancia es una etapa en la que el niño es especialmente vulnerable y lo absorbe todo: lo bueno y lo malo. La conducta de sus mayores irá perfilando el carácter de los hijos. A un nivel más profundo, ya no sólo les influye lo que hayan podido hacer sus padres, sino sus antepasados. Ciertas conductas y decisiones pueden afectar a generaciones enteras. Somos y venimos de un pasado a veces oscuro, contradictorio. Hay tendencias transgeneracionales que de alguna manera están influyendo en nuestras decisiones de hoy, aquí y ahora. Podríamos decir que todos tenemos un pasado, y todos tenemos heridas que nos han marcado. Ciertos comportamientos revelan las señales o cicatrices del misterio oculto que hay detrás de cada familia y que condiciona nuestro presente.

Hay que tener la humildad de aceptar que todos, de alguna manera, estamos heridos por ciertas negligencias o errores que pudieron cometer nuestros antecesores, a veces con intención, a veces inconscientemente o sin imaginar las consecuencias futuras. En el lenguaje teológico, hablamos de pecado original o inclinación del hombre a pecar. Me decía un amigo teólogo y psicólogo que «todos tenemos agujeros», es decir, nadie es perfecto y estamos llenos de defectos y lagunas. Con esto se refería a la radical indigencia del ser humano.

Aceptar para poder crecer

Somos vulnerables y limitados. ¿Qué hacer frente a esto? Tener la humildad de reconocer que no somos ángeles y que no somos mejores ni peores que los otros, aunque creamos saber más o nos consideremos más equilibrados y maduros. El orgullo nos aleja de la humildad impidiendo que trascendamos de una visión egocéntrica de nosotros mismos y del mundo. Hemos de detenernos y orientar los ojos con una mirada diferente.

Aceptar el pasado y reconciliarnos con nuestra historia nos permitirá iniciar un camino sereno y lúcido para detectar cuáles son aquellos gestos que no nos dejan crecer ni florecer. Una vez somos conscientes de esto, hay que pedir ayuda y dejarse en manos de Dios, iniciando un camino de retorno hacia el pasado y hacia los demás, con una actitud de conversión, de cambio.

El momento culminante de este proceso sanador es el perdón. De esta manera, liberados del resentimiento histórico y personal, podremos algún día mirar con paz el pasado y amar con un corazón misericordioso a nuestros ancestros. Sin esto, no será posible una profunda sanación, total y auténtica.

El proceso de sanación

El primer paso es iniciar el largo camino hacia tu desierto interior, sabiendo que allí encontrarás hechos que te impactaron o querrías borrar de tu memoria. Zambúllete hasta la esencia de tu ser.

El segundo paso es detectar con realismo las situaciones que te generaron profundas heridas, inquietudes o malestar. Ten la humildad de aceptar todo lo que descubras, pues forma parte de ti mismo, aunque sea un contrasentido. Todo esto ha sido necesario para que existas, incluso lo malo que hicieron tus ancestros. No serías tú sin tu pasado. Somos fruto de decisiones acertadas o equivocadas, pero esa es la única forma en que llegamos a nacer. Somos lanzados a un mundo lleno de contradicciones, es así.

El tercer paso en este proceso es buscar a alguien que te ayude: un psicólogo, un terapeuta, un sacerdote, un amigo con el que haya sintonía y comunión. Y, por supuesto, poner en manos de Dios todo esto que has descubierto: él es el cirujano que te ayudará a extirpar el pus existencial que inflama tu vida. Sacar esa infección que ha dejado su huella en tu ADN será necesario: hay que abrir, limpiar y vaciar esas grandes llagas infectadas.

El cuarto paso es que, una vez hayas detectado y dejado que Dios cure tus heridas, inicies un proceso de conversión. Hay que superar la fase de la víctima para poder mirar con serenidad y paz incluso a las personas que te han herido y librarte de todo resentimiento que te pueda minar. El día que puedas mirar a esa persona a los ojos, abrazarla y perdonar, ese día se completará tu sanación.

Si ya no es posible esa reconciliación de forma presencial, porque la persona que te dañó ha muerto, o está muy lejos, al menos puedes hacerlo de corazón. Si eres sincero se notará porque te cambiará la vida.

En ese momento tu herida estará cerrada y podrás ayudar a otros a iniciar su propio camino de sanación.

Es verdad que, como decía mi amigo, todos estamos llenos de agujeros y nunca seremos perfectamente sanos ni maduros, pero sí es importante que sanemos esas heridas fundamentales que nos infectan el alma desde nuestra infancia y que hayamos recorrido ya un primer camino de sanación completa. Como afirmaba otro teólogo, las heridas abiertas supuran y alejan a los demás; pero una cicatriz es interesante, porque es señal de una victoria y de un trauma sanado. Con heridas abiertas difícilmente podemos ayudar... Con cicatrices sanas, podemos hacer mucho bien.

No podemos ayudar a sanar a otros sin que nuestro corazón, nuestra mente y nuestra alma estén ya sanados. Entonces sí que nos adheriremos al ministerio sanador de Cristo con el fin de conseguir la salud y la felicidad del herido. Esto sí que será un auténtico milagro: que el herido, el enfermo, pueda amar. Cuando ame, se habrá liberado de todas las ataduras emocionales y todos los resentimientos que esterilizaban su vida.

Sólo así, liberados y ayudando a liberarse a otros, podremos volar hacia el infinito y sentir en el alma la brisa de la libertad, sin hipotecas ni miedos: la alegría será la brújula de nuestra nueva vida.