domingo, 4 de abril de 2021

El emperador caído


Se llama Constantin. Es alto, fuerte, rubio y de voz potente. Años atrás, era vegetariano y deportista. Ha viajado por muchos países, domina varios idiomas y conoce bien las sagradas escrituras. Vive en la calle... y viene a buscar su bocadillo cada mediodía, cuando los voluntarios reparten los pícnics a la puerta de la parroquia.

Estos días he tenido la ocasión de hablar con él. Desde que se decretó el estado de alarma, en la parroquia nos propusimos seguir dando alimentos a aquellos que habitualmente venían al comedor social, considerando que era esencial atender a estas personas sintecho que carecen de hogar y sobreviven como pueden en la calle. La caridad nunca se puede ir de vacaciones y ninguna realidad compleja, como esta de la pandemia, puede bloquear un servicio tan básico como dar comida a los pobres de nuestro entorno. Esto forma parte de lo nuclear del cristianismo: ejercer las obras de misericordia.

En contra del mensaje de Jesús, la sociedad tacha a estos indigentes de lacra social, marginándolos como a los nuevos leprosos. Se los rehúye, por temor a que generen problemas por su falta de higiene y sus cambios bruscos de humor, o incluso que puedan transmitir alguna enfermedad. A veces pienso que, si san Francisco hubiera tenido una excesiva prudencia, jamás hubiera besado al leproso ni le hubiera devuelto su dignidad como ser humano.

Jesús sanó a unos cuantos leprosos, que iban tocando la campanilla para anunciar su impureza ante las gentes. Para Jesús, ninguna enfermedad, ninguna situación cuestionable moralmente, era un obstáculo. La dignidad de la persona estaba por encima de todo; también la dignidad de un pecador. Por muchas barbaridades que hubiera cometido, era igualmente un hijo de Dios. Los pobres, los pecadores y los marginados estaban en el centro de su misión rescatadora. Por eso yo no querría que, con la pandemia, nuestro corazón dejase de latir al mismo ritmo que el suyo. Nuestra vocación evangelizadora pasa por la atención hacia los más pobres, los alejados, los enfermos de toda clase. La caridad está en el centro de la vida de Jesús y nosotros, como seguidores suyos, hemos de imitar y expandir su caridad. Más allá de nuestros prejuicios o de nuestras concepciones morales, hemos de brindar unas manos acogedoras y una mirada compasiva hacia aquellos que lo han perdido todo. Dar una ración de comida puede parecer poco, pero para ellos es la única comida digna que hacen al día, y quizás la única oportunidad de sentirse, aunque sea sólo un rato, queridos y apreciados.

Para nosotros, es una oportunidad de ser fieles al mandato de Jesús. Podemos ayudar a recuperar la dignidad de esos rostros invisibles ante muchos, que también merecen dulzura balsámica para sus corazones rotos. Cuando superamos el temor hacia el desconocido y nos acercamos a él, nos damos cuenta de que en esa persona herida hay alguien que se pregunta por su situación, por qué está dónde está, deambulando solitario en la intemperie, haga frío o calor, con el riesgo de ser golpeado violentamente mientras duerme, en medio de la noche, sin saber qué le depara el día siguiente.

Constantin, que lleva nombre de emperador, es una vida caída. Como él mismo me contó, la infidelidad de su esposa, que lo dejó por otro hombre, le partió el corazón. Cayó en una profunda crisis que lo llevó a refugiarse en el alcohol. Perdió el trabajo y comenzó a vagabundear de un lugar a otro, hasta llegar a nuestra zona. Una noche, durmiendo en la playa, alguien le robó la mochila con toda su documentación. Ahora no es nadie, ni siquiera un número de identidad. Es nadie para la sociedad, para la administración, para su familia.

Me impactó ver a este hombre robusto y bien parecido, quemado por el sol y por la soledad. Impresiona verle de pie, agarrado a los barrotes de la puerta, zarandeándolos como si quisiera romper la reja de esa prisión en la que vive: su propia existencia, su embriaguez permanente. Así pasa todo el día, deambulando y, de tanto en tanto, lanzando gritos por la calle. Con la mano en el corazón y los ojos húmedos, me decía con insistencia que «lo tenía roto».

Él grita, pero las gentes que lo rodean se alejan y no quieren escuchar. Rechazan oír el lamento de un hombre que se ha quedado sin horizontes, sin aliento, sin esperanza. En su grito contiene toda la desesperación que asoma a su rostro, a través de esos ojos brillantes y azules.

Le pregunté qué podía hacer por él, pero no me escuchaba. Sólo quería hablar, y que yo le prestara atención. Su ruido interno alzaba una barrera que nos impedía comunicarnos. Ante su impotencia y la mía, se dejó caer al suelo, apoyado en una esquina de la entrada, y continuó bebiendo de su lata de cerveza, haciendo muecas y balbuceando palabras sin sentido. Un emperador caído, naufragando en el mar de su alcoholismo.

Esa noche me costó dormir. Constantin pasó más de tres horas gritando y gesticulando a las puertas de la parroquia. Pensé que su situación clamaba al cielo. Al día siguiente, lo vi más sobrio, me dio las gracias por escucharlo y me pidió que, por favor, le buscara trabajo. «Si yo trabajo, no bebo», me aseguró, y me explicó que habla cuatro idiomas: su rumano nativo, italiano, francés e inglés, además de un español chapurreado. Durante esta Semana Santa lo he ido conociendo mejor y he vivido la tragedia de un hombre derrotado por la ruptura con los que más quería. La Iglesia tiene que suplir, siguiendo el mandato del amor, lo que no hacen las familias, la sociedad y las instituciones públicas. Hemos de convertirnos en Jesús vivientes. Aquella noche, la del Viernes Santo, entendí que el sufrimiento más lacerante que puede sufrir un ser humano es la falta de amor.