Se llama Constantin. Es alto, fuerte, rubio y de voz potente. Años atrás, era vegetariano y deportista. Ha viajado por muchos países, domina varios idiomas y conoce bien las sagradas escrituras. Vive en la calle... y viene a buscar su bocadillo cada mediodía, cuando los voluntarios reparten los pícnics a la puerta de la parroquia.
Estos días he tenido la ocasión de hablar con él. Desde que
se decretó el estado de alarma, en la parroquia nos propusimos seguir dando
alimentos a aquellos que habitualmente venían al comedor social, considerando
que era esencial atender a estas personas sintecho que carecen de hogar y
sobreviven como pueden en la calle. La caridad nunca se puede ir de vacaciones
y ninguna realidad compleja, como esta de la pandemia, puede bloquear un
servicio tan básico como dar comida a los pobres de nuestro entorno. Esto forma
parte de lo nuclear del cristianismo: ejercer las obras de misericordia.
En contra del mensaje de Jesús, la sociedad tacha a estos
indigentes de lacra social, marginándolos como a los nuevos leprosos. Se los
rehúye, por temor a que generen problemas por su falta de higiene y sus cambios
bruscos de humor, o incluso que puedan transmitir alguna enfermedad. A veces
pienso que, si san Francisco hubiera tenido una excesiva prudencia, jamás
hubiera besado al leproso ni le hubiera devuelto su dignidad como ser humano.
Jesús sanó a unos cuantos leprosos, que iban tocando la
campanilla para anunciar su impureza ante las gentes. Para Jesús, ninguna
enfermedad, ninguna situación cuestionable moralmente, era un obstáculo. La
dignidad de la persona estaba por encima de todo; también la dignidad de un
pecador. Por muchas barbaridades que hubiera cometido, era igualmente un hijo
de Dios. Los pobres, los pecadores y los marginados estaban en el centro de su
misión rescatadora. Por eso yo no querría que, con la pandemia, nuestro corazón
dejase de latir al mismo ritmo que el suyo. Nuestra vocación evangelizadora
pasa por la atención hacia los más pobres, los alejados, los enfermos de toda
clase. La caridad está en el centro de la vida de Jesús y nosotros, como
seguidores suyos, hemos de imitar y expandir su caridad. Más allá de nuestros
prejuicios o de nuestras concepciones morales, hemos de brindar unas manos
acogedoras y una mirada compasiva hacia aquellos que lo han perdido todo. Dar
una ración de comida puede parecer poco, pero para ellos es la única comida
digna que hacen al día, y quizás la única oportunidad de sentirse, aunque sea
sólo un rato, queridos y apreciados.
Para nosotros, es una oportunidad de ser fieles al mandato
de Jesús. Podemos ayudar a recuperar la dignidad de esos rostros invisibles ante
muchos, que también merecen dulzura balsámica para sus corazones rotos. Cuando
superamos el temor hacia el desconocido y nos acercamos a él, nos damos cuenta
de que en esa persona herida hay alguien que se pregunta por su situación, por
qué está dónde está, deambulando solitario en la intemperie, haga frío o calor,
con el riesgo de ser golpeado violentamente mientras duerme, en medio de la
noche, sin saber qué le depara el día siguiente.
Constantin, que lleva nombre de emperador, es una vida
caída. Como él mismo me contó, la infidelidad de su esposa, que lo dejó por
otro hombre, le partió el corazón. Cayó en una profunda crisis que lo llevó a
refugiarse en el alcohol. Perdió el trabajo y comenzó a vagabundear de un lugar
a otro, hasta llegar a nuestra zona. Una noche, durmiendo en la playa, alguien
le robó la mochila con toda su documentación. Ahora no es nadie, ni siquiera un
número de identidad. Es nadie para la sociedad, para la administración, para su
familia.
Me impactó ver a este hombre robusto y bien parecido,
quemado por el sol y por la soledad. Impresiona verle de pie, agarrado a los
barrotes de la puerta, zarandeándolos como si quisiera romper la reja de esa
prisión en la que vive: su propia existencia, su embriaguez permanente. Así
pasa todo el día, deambulando y, de tanto en tanto, lanzando gritos por la
calle. Con la mano en el corazón y los ojos húmedos, me decía con insistencia
que «lo tenía roto».
Él grita, pero las gentes que lo rodean se alejan y no
quieren escuchar. Rechazan oír el lamento de un hombre que se ha quedado sin
horizontes, sin aliento, sin esperanza. En su grito contiene toda la
desesperación que asoma a su rostro, a través de esos ojos brillantes y azules.
Le pregunté qué podía hacer por él, pero no me escuchaba.
Sólo quería hablar, y que yo le prestara atención. Su ruido interno alzaba una
barrera que nos impedía comunicarnos. Ante su impotencia y la mía, se dejó caer
al suelo, apoyado en una esquina de la entrada, y continuó bebiendo de su lata
de cerveza, haciendo muecas y balbuceando palabras sin sentido. Un emperador
caído, naufragando en el mar de su alcoholismo.
Esa noche me costó dormir. Constantin pasó más de tres horas
gritando y gesticulando a las puertas de la parroquia. Pensé que su situación
clamaba al cielo. Al día siguiente, lo vi más sobrio, me dio las gracias por
escucharlo y me pidió que, por favor, le buscara trabajo. «Si yo trabajo, no
bebo», me aseguró, y me explicó que habla cuatro idiomas: su rumano nativo,
italiano, francés e inglés, además de un español chapurreado. Durante esta
Semana Santa lo he ido conociendo mejor y he vivido la tragedia de un hombre
derrotado por la ruptura con los que más quería. La Iglesia tiene que suplir,
siguiendo el mandato del amor, lo que no hacen las familias, la sociedad y las
instituciones públicas. Hemos de convertirnos en Jesús vivientes. Aquella
noche, la del Viernes Santo, entendí que el sufrimiento más lacerante que puede
sufrir un ser humano es la falta de amor.