domingo, 29 de septiembre de 2019

¿Me das 15 euros?


De buena mañana me gusta pasear, sentir el aire fresco del nuevo día y respirar, dando gracias por la aventura de otra jornada. Tras la silenciosa noche, las calles están desiertas. La gente va despertando en sus hogares con calma. Hoy es sábado y empieza un fin de semana tranquilo y sin prisa. Se entra en otro ritmo más pausado después de la ajetreada semana laboral.

El día se levanta y los rayos de sol empiezan a iluminar las calles, ya no con la intensidad del verano. Una brisa fresca anuncia el cambio estacional. Todo adquiere otro color; el otoño va asomando.

Voy paseando por la calle y se me acerca una joven adolescente. Su semblante es hermoso, pero la veo inquieta, despeinada y con el rostro demacrado. Es casi una niña entrando en otro cambio estacional, quizás quiere ser adulta antes de tiempo. Veo en sus ojos una angustia contenida. No deja de moverse con nerviosismo, como si temiera algo. Una necesidad la abruma, se acerca un poco más y sus ojos, hermosos y brillantes, me producen ternura y compasión. Finalmente, me dice: ¿Tiene quince euros? Me lo dice rápido, con ganas de soltarlo. Le hago un gesto como preguntando: ¿Para qué los quieres? Ella me lee la cara y me comenta que se ha olvidado la llave de su casa, le han robado el móvil y quiere el dinero para coger un taxi, pues su madre trabaja en un hospital de noche. No me explica más, y me insiste, casi llorando, que le han robado. Su nerviosismo aumenta, como si estuviera a punto de estallar. Quiere mi respuesta rápida, y ya.

Pienso si debo dárselo; su insistencia es agresiva y desesperada a la vez. Le pregunto si en casa no está su padre, o algún hermano, o si no tiene algún amigo que pueda acompañarla. Ella vacila ante mí, no me responde e inmediatamente se aleja. Hubiera querido serenarla, pero se va, mientras asaltan mi mente muchas preguntas. La veo de lejos que se acerca a otro y le dice lo mismo.

Me hubiese gustado ayudarla, no sólo con los quince euros que pedía, sino con algo que vale más que el dinero. Pero ella no quería otra cosa, quizás lo necesitaba para procurarse droga o alcohol.

¿Qué nos están pidiendo los jóvenes?


Recientemente leí que el consumo de droga y alcohol en los adolescentes ha aumentado de manera alarmante. Cada vez son más los jóvenes y los preadolescentes que caen enganchados. Aquella joven, enajenada y fuera de sí, necesitaba más un apoyo médico y psicológico que el dinero que pudiera obtener para seguir alargando su agonía. Evidentemente, en ese momento ella no estaba para recibir ninguna lección moral, pero me dejó pensando en esta pandemia que está golpeando a tantos jóvenes que van por la vida sin rumbo. ¿Qué pasa en su hogar? ¿Cómo se encuentra su familia? ¿Qué clase de amigos o amigas tiene? ¿Sufre algún conflicto emocional en sus relaciones? ¿Qué le había ocurrido esa noche, para terminar sola en la calle, pidiendo quince euros? ¿Tal vez la pasó en una discoteca? ¿Rompió con alguien? ¿Simplemente tenía el síndrome de abstinencia y necesitaba una dosis de droga, esos gramos de veneno blanco que va destrozando su cerebro?

Al regresar a casa sentí una profunda pena, y me iba preguntando por el futuro de esta muchacha. ¿Qué será de ella? ¿Por qué esta joven con cara de niña está pidiendo una cosa equivocada? ¿Por qué no se le da lo que realmente necesita? Llegar hasta ese punto revela que, a esa edad, los adolescentes son muy vulnerables e inseguros. Necesitan, no sólo que los padres asuman su responsabilidad de padres, educándolos en un entorno de afecto, donde los hijos vean que no siempre es bueno que los padres les den todo lo que piden, sino que hay otros aspectos que valorar, y que deben madurar como personas. Es una tarea ardua y compleja; los padres se topan tanto con el impacto externo como con la propia personalidad del adolescente. Están no sólo ante una personita que tiene necesidades, sino ante un misterio infranqueable. Toda decisión, actitud y valores que adopten va a marcar el futuro de sus hijos.

Saber responder


Los adultos tenemos una enorme responsabilidad y no podemos fallar a nuestros jóvenes. Educar es una tarea que requiere discernimiento, serenidad, madurez, paz interior y capacidad de empatizar. Es un reto urgente saber priorizar lo importante. Hay una marea de gente joven que quizás busca y no encuentra, porque estamos tan metidos en nuestros asuntos que no oímos la alarma de ese grito que nos señala una situación de emergencia. Mientras nos levantamos bostezando, muchos jóvenes van cayendo en el abismo, como esta niña de hoy. Gritan en medio del vacío, gritan hasta dejarse la voz: ¡Dame algo! Pero nosotros hacemos el remolón en la cama, porque ese grito llega hasta lo más profundo de nuestras entrañas y preferimos meter la cabeza bajo la almohada. No queremos escuchar ese lamento que exige de nosotros una respuesta tan contundente como eficaz.

Esa joven puede ser tu hija, puede ser tu nieta, tu hermana, tu amiga. Prefiere el ruido a la soledad, lo artificial a lo natural, lo enfermizo a lo sano. Quiere anestesiarse y no vivir; quiere huir antes que enfrentarse a la realidad. Tal vez se prostituye sin llegar a conocer lo que es el amor, la amistad, el calor de una familia. Prefiere el alcohol al aire fresco, el anonimato en medio del gentío que encontrarse consigo misma; perderse en vaguedades en vez de empoderarse; aturdirse con la música antes que escuchar una melodía deliciosa.

Hay algo que estamos haciendo muy mal, y es responsabilidad de los adultos que frenemos esa plaga de desesperanza en tantos jóvenes. Ojalá un día podamos dar a nuestros jóvenes aquello que necesitan. Ojalá sepamos leer sus necesidades escondidas en lo más profundo de su alma. Para esto, no hemos de ver al joven como una explosión de necesidades psicológicas y fisiológicas, sino como un ser que está creciendo y tiene auténtica hambre de trascendencia.

domingo, 22 de septiembre de 2019

Educar en el silencio


El ruido se ha convertido en un compañero inseparable de nuestra vida. Lo encontramos natural, lo vivimos como algo cotidiano y nos acostumbramos a él, incluso cuando alcanza niveles excesivos.

Hago una distinción entre sonido y ruido. Hay sonidos naturales que forman parte de nuestro día a día y no podemos evitar: el agua de la ducha, el vapor de la olla y el crepitar del fuego cuando cocinamos, el entrechocar de los platos cuando los lavamos o nuestros mismos pasos al caminar; el sonido de nuestras voces cuando hablamos y los propios de cualquier actividad. Para que el sonido pase a ser ruido tiene que haber un exceso y una cierta violencia: griterío, portazos, tráfico, música estridente, elevación excesiva de decibelios en potentes altavoces… Aquí es cuando estamos traspasando la barrera de lo que podría considerarse normal.

A lo largo del día, no nos damos cuenta de que el ruido martillea nuestras vidas. No paramos de hablar y de gritar, damos empujones y nos movemos entre el rugir de las calles y los zumbidos de las máquinas. Durante todo el día nuestro cerebro soporta esa agresión constante, que poco a poco vuelve frágiles nuestros oídos. Es como estar dando puñetazos continuamente a nuestro sistema auditivo. El ruido, aunque no lo percibamos, genera un estado de alarma en nuestro cuerpo. Nuestras hormonas segregan cortisona y adrenalina, unos neurotransmisores que se activan ante situaciones de peligro y nos ponen en estado de defensa, parálisis o ataque. Esto, de manera continuada, acaba alterando nuestro equilibrio interno.

Consideramos el ruido de las ciudades como algo normal, y nos resignamos. El ruido altera nuestro oído y nuestro cerebro, que no están preparados para soportar ciertos volúmenes. A la larga, se puede producir sordera total o parcial.

Hay un ruido inevitable o que no está en nuestras manos reducir, como el de un avión o el del tráfico. Pero otros ruidos sí podrían reducirse. En algunos casos, son expresamente provocados, como el volumen exagerado de la megafonía durante fiestas y eventos.

El ruido que nos aísla


El ruido dificulta la comunicación y, de rebote, afecta a las relaciones humanas, que se empobrecen. El ruido nos aleja de los demás, de nosotros mismos. Nos desplaza hacia la incomunicación, destruye el diálogo sereno y fecundo. El ruido llega a penetrar tan a fondo en nosotros, que va mermando nuestra capacidad de atender y escuchar. Poco a poco va fracturando el alma para sumirla en el laberinto de la confusión, incapacitándola para pensar.

El ruido a un volumen elevado también puede provocar estados alterados de conciencia. Los expertos en ventas y neuromarketing lo saben; lo saben los organizadores de conciertos y grandes eventos. La música a gran volumen genera sensaciones subjetivas y sentimientos colectivos, tan potentes como los que pueda provocar una droga. El sonido embriaga, causa euforia, aleja de la realidad y anestesia la mente, produciendo aturdimiento y dejando a la persona vulnerable a cualquier manipulación. Es lo que sucede en las discotecas e incluso en muchos centros comerciales, donde la música se utiliza para inducir a la compra compulsiva.

Estamos rindiendo culto al dios ruido. Nos dejamos arrastrar y llevar, porque quizás la vida cotidiana se nos hace demasiado dura, demasiado indigesta. Vivir a veces es un drama y preferimos sumergir la cabeza en un océano de sentimientos contradictorios para paliar el dolor existencial. Preferimos meter todo nuestro ser en el búnquer cerrado de la música que retumba y nos aísla, como un escudo protector. El ruido nos aleja de los problemas, pero también de los demás. El ruido abre una brecha entre el tú y el nosotros, nos desconecta.

El poder del silencio


En cambio, un sonido suave, como la media voz, o una música delicada, nos abre. El silencio todavía es más poderoso. Actúa en la mente y en el corazón como un antídoto terapéutico para volver a reconectarnos con lo esencial de nuestro ser. Se necesita un proceso pedagógico para ir familiarizándonos con algo que también forma parte de nosotros.

Hay personas que tienen miedo a estar en silencio. Necesitan hablar y rodearse de sonidos y voces. Para algunos, es angustiante y no soportan la dulzura del silencio reparador. No estamos acostumbrados a oír nada durante un tiempo y nos resulta extraño. Cuando logramos callar, entonces el ruido interior no deja de acecharnos. Cuando queremos desintoxicarnos, es tanta la dependencia del ruido que nos da vértigo entrar en el silencio y conectar con el núcleo de nuestra existencia.

Sí o sí necesitamos parar y escuchar el silencio. Son cada vez más los psicólogos y terapeutas que lo recomiendan. Ni siquiera hablamos de la oración, que en un cristiano es fundamental, sino simplemente de la armonía del ser que se atreve a nadar en su océano interior.

Crecer en el silencio


Es necesario que, desde niños, se nos eduque en el silencio para poder dar valor al diálogo con uno mismo. Al niño se le educa en otros muchos valores que le harán crecer, pero la brújula que le orientará para ir discerniendo en su vida es el silencio. Los niños son lúdicos y racionales, y su motricidad debe ser estimulada para que crezcan con salud. Pero justamente por eso el niño también tiene que ir descubriendo que, desde el silencio, puede conocerse y tomar decisiones. No se trata de silenciar al niño, sino de prepararlo para que sea libre y pueda saborear la vida en su máxima plenitud. Cuando se acostumbre al silencio, ya no se tragará la cápsula del ruido sin más, sino que tendrá una perspectiva de la realidad que le permitirá mirar más lejos; su horizonte se le hará pequeño porque buscará la amplitud con ojos de águila.

Cuando vas introduciendo espacios de silencio en tu día a día, como algo natural, la dimensión de la realidad irá adquiriendo riqueza y matices diferentes. Es como poner un foco luminoso sobre tu vida: te ayudará a ver más allá de lo que ve la gente, oxigenará tu alma. Verás todo lo que acontece de manera trascendida. Estar en silencio no es sólo no decir nada, o no hacer nada. Estar en silencio es convertir ese momento en un tiempo fecundo que te ayudará a descubrir el sentido de tu vida. No puedes tomar grandes decisiones si no sales de los raíles del frenesí. Las decisiones cruciales necesitan de largos silencios que te ayuden a descubrir quién eres y para qué estás en este mundo. Tus grandes elecciones, la persona de tu vida, tus amigos, el propósito vital, tus valores, tu vocación. Por eso, el silencio tiene un enorme valor pedagógico porque, desde la experiencia, irás penetrando en lo más profundo de ti mismo para encontrar la razón última de tu vida.

Sólo desde el silencio se puede discernir esa misteriosa llamada a la que todos estamos invitados. Y sólo desde una apertura a lo trascendente iremos descubriendo, poco a poco, nuestra misión en la vida. Es una pena que el valor del silencio no se cultive más, no sólo en los espacios religiosos, sino en el ámbito escolar, laboral y social.

Un minuto de silencio


Impresiona cuando vemos a una multitud haciendo unos minutos de silencio en un campo de fútbol o en una plaza. Ver la inmensidad de personas que guardan silencio sobrecoge. El sentido de fraternidad, respeto y solidaridad crece y rompe barreras entre las personas. El silencio consciente nos ayuda a generar una energía tan beneficiosa que empezamos a sentir un profundo bienestar y una serenidad desconocida. En un espacio abierto y colectivo tiene su importancia, aunque el tiempo sea corto.

Ahora imagina ese espacio como algo ordinario en tu vida. Aunque sólo sea un minuto, puedes llegar a multiplicar sus beneficios. No, no es un tsunami, es una brisa oceánica que envuelve todo tu ser. Déjate bañar en la corriente de las caricias del silencio. Tu alma brillará más que nunca, porque el silencio no es omisión de palabras ni de ruidos. El silencio es nadar en tu mar interior para encontrarte con Aquel que te ha hecho existir, vivir, amar; con Aquel que es la fuente de tu gozo pleno; Aquel que pone orden en tu caos interno haciendo de tu alma una nueva creación, con hermosas cumbres y un cielo lleno de estrellas que dan aliento, luz y alegría.

El silencio, en el fondo, nos lleva a nuestras raíces más primigenias. Somos fruto de una profunda intención amorosa de un Dios que crea porque ama. Sólo desde el silencio podremos entablar una estrecha relación con el maestro del silencio, que es Jesús. Vivir del silencio es apostar por la Vida en mayúsculas.  No tengas miedo a dejarte llevar por el viento del silencio. Este viento te ayudará a disfrutar de los maravillosos paisajes de tu alma.

domingo, 15 de septiembre de 2019

Dependencias emocionales



Debido a mi trabajo de apoyo a colectivos de jóvenes, voy descubriendo que detrás de sus profundas inquietudes hay un tremendo sentimiento de falta de afecto. Esta falta la veo en el marco de la familia, entre compañeros de trabajo y en el ámbito lúdico, donde naturalmente se da una elección de amigos o amigas. Me sorprende observarlo ya no sólo en jóvenes adolescentes, donde esta carencia quizás sea propia de la edad, sino en jóvenes entrando en la adultez. Es como si se quedaran estancados en esa edad «del pavo», y lo viven con un plus de intensidad.

La falta de afecto les empuja a establecer relaciones patológicas que les generan una enorme dependencia emocional. Hiperconectados a través de la Red, con montones de mensajes por WhatsApp, viven enganchados a sus dispositivos y no dejan de intercambiar mensajes y contenidos a veces un tanto preocupantes. Estamos hablando de jóvenes que todavía deben madurar y que no tienen claro cuál será su futuro. Todo queda en un vacío angustiante que llenan con una permanente demanda de afecto y atención.

Los riesgos de una relación enfermiza


¿A qué es debido? El joven sin referencias sufre una inquietante inseguridad en sí mismo, una personalidad frágil y un carácter voluble. Su falta de metas y de autoanálisis lo sumerge en el océano agitado de sus emociones. Perdidos, a la deriva en alta mar, buscan y no encuentran, y se contentan con relaciones pobres que cubran su necesidad básica de afecto y de sexo. Montañas de jóvenes viven así, hundidos en un abismo sin sentido, hasta que se convierten en enfermos emocionales.

Lo peor que constato es que estas relaciones no son serenas, igualitarias ni armoniosas. Muchas veces se dan sin el mínimo de afecto necesario. Uno de los dos hace una demanda, el otro no responde y la relación se vuelve enfermiza y llena de violencia contenida, hasta que estalla físicamente. Otras veces se da un sometimiento del otro con el fin de saciar la demanda. Pueden pasar días, meses y a veces años esclavizados en una relación que los ata y los desequilibra, arrastrándolos y minando su personalidad. La persona sometida se humilla y se deja manipular sólo por un beso. La persona sometedora a menudo es incapaz de amar y utiliza al otro, llamando «amor» a esas manifestaciones de necesidad.  No se puede llamar amor a un sentimiento que genera adicción y dependencia.

Con el corazón y con la cabeza


Quizás a los jóvenes no se les enseña lo que es amar de verdad. Sólo han ido descubriendo un sucedáneo enfermizo del amor. El amor auténtico, armónico y maduro, no sólo tiene que ver con sentimientos y con la mera atracción física, ese deseo normal de querer estar solo con esa persona. Se necesita algo más que un bienestar emocional. En ese deseo de encontrar a alguien hay una búsqueda de sintonía profunda, una conexión no sólo física, sino estética, intelectual y espiritual que irá definiendo la relación. El amor trasciende los sentimientos y también es una elección racional, porque estar con una persona toda la vida requiere una gran lucidez y el tiempo necesario para dar el paso definitivo. Esto no se puede hacer sólo con el corazón, sino también con la cabeza. Para ir descubriendo y fortaleciendo esos lazos tan fuertes hay que estar muy seguro de lo que se quiere.

Quizás este planteo sea muy racional, y alguien pensará que los jóvenes no están para hacerse grandes preguntas en su vida. Pero hay un hecho, y es que a los veinte años y un poco más, desde el punto de vista neuro-cerebral, la capacidad racional del joven está en su máxima potencia. Una relación que anestesia la capacidad mental y racional del joven no tiene un buen fundamento. Un amor auténtico tiene sus gestos y manifestaciones. Lo primero que se ha de tener en cuenta, siempre, es la libertad y la dignidad de la persona. Una relación que no respete la libertad y que ahogue a la persona con un control obsesivo será tormentosa y difícil.  No se puede someter o juzgar al otro.

Por eso, una relación sólida pide tiempo necesario para conocerse, para detectar actitudes extrañas o poco respetuosas y ver si realmente hay que dar un paso adelante. Ante una relación que empequeñece, limita y fagotiza al otro hay que andar con mucho cuidado, antes de que los vínculos sean más fuertes, porque cada vez será más difícil reorientarla y cortar será muy duro. Son muchos los jóvenes que sufren y se sienten anulados. No se atreven a dar un paso por miedo a quedarse solos y, con el tiempo, acaban viviendo una terrible esclavitud. Reducidos y sometidos, esa relación va calcinando su alma.

Amor y libertad van juntos


Nunca se ha de perder la dignidad y la libertad en aras a un supuesto amor, que no es amor. Es un simulacro psicológico y emocional. El amor auténtico ayuda al otro a desplegarse en toda su potencia, a florecer en su máxima plenitud. Los que se aman sintonizan y se aceptan como son, hay un realismo psicológico. La delicadeza, la bondad y el respeto marcarán una relación llena de alegría, con una intimidad gozosa y plena.

Desde la libertad se pueden definir los rasgos de una relación armoniosa. Nunca forzar. Compartir. Dialogar serenamente. Escuchar con atención y respeto. Mostrar una amabilidad exquisita.

El amor de verdad ensancha el corazón y la felicidad baña el rostro. El amor empuja a ambos a sacar lo mejor de sí mismos. La intimidad y la ternura son la culminación de un largo proceso de conocimiento mutuo, hasta llegar al matrimonio. Este proceso puede durar algunos años. Una relación seria y madura necesita su tiempo y certezas muy profundas.

La persona está llamada a buscar su felicidad, y esta pasa por un largo camino de conocimiento, de uno mismo y del otro. Se juega vivir en el infierno de las adicciones e hipotecas o en el cielo de la libertad y la plenitud. De esta manera, estará enfocada hacia todo aquello que anhela en lo más hondo de su ser. Toda meta de crecimiento humano pasa por unas relaciones sanas con los demás y, en especial, con quien has decidido compartir la vida, lo que tú eres.

Subir juntos una hermosa cumbre requiere tenacidad, creatividad, inteligencia, pasión y tener clara la meta. El faro que ilumina el pico de la montaña será una gran dosis de generosidad, de servicio y profundas convicciones. Sólo así, algún día, podréis disfrutar con una mirada limpia de las maravillas del paisaje más bello. Desde la cima de vuestra libertad, podréis seguir subiendo a la otra cima, la del amor pleno. Porque el amor es más bello y más intenso cuanto más se ama, y esta es la razón última del ser humano.

domingo, 1 de septiembre de 2019

Escuchar tu música interior


Sabemos que la música es una realidad innata en el ser humano. Forma parte de nuestra vida cotidiana. Sin ella, la vida sería gris o triste para muchos. El ser humano tiene oídos, no sólo para escuchar voces, sonidos y ruidos. El ser humano necesita la música para vivir. La música nos fascina, nos ayuda a dar color y sentido a la vida, pues hay músicas que elevan y nos hacen sentir bien con nosotros mismos. La música hasta llega a ser terapéutica. Nos puede inspirar, relajar y emocionar. Hay músicas que afectan a nuestro estado de ánimo. Una música armónica, bella, puede entrar en nuestra psique y producirnos emociones hermosas. También puede despertar la búsqueda de lo trascendente.

La música tiene un efecto pedagógico, capaz de cambiar conductas y sentimientos. No se puede concebir al hombre sin ese deseo interior por la música.

Solemos describir al ser humano como animal racional, pero habría que añadir, homo ludicus, animal que juega. Le gusta jugar, bailar, cantar, escuchar, conmoverse. Forma parte de su naturaleza. La música nos lanza a nuevas experiencias estéticas que nos ayudan a ir descubriendo quién somos. La música puede revelarnos, poco a poco, nuestra identidad.

No hablo de esa música estridente, metálica y electrónica, que podríamos llamar rompedora o agresiva. Tampoco me refiero a las músicas ñoñas o sentimentalistas, demasiado azucaradas, que pueden producir tristeza, desesperanza o replegamiento sobre uno mismo. Son músicas pobres que nos empujan a hundirnos en un mar de sentimientos contradictorios. No ayudan a abrir nuevos horizontes. Todo depende del perfil psicológico de quien escucha, pero creo que no todo puede llamarse arte.

Muchas músicas provocan una alteración de la conciencia y cierto tipo de emociones y actitudes. En este estado, la persona puede ser fácilmente manipulada. 

La música es arte cuando produce una profunda emoción estética, serenidad, bienestar, armonía. La música es belleza cuando nos hace crecer hacia afuera y no nos aísla. Una música que nos hace salir de nosotros mismos es arte terapéutico y nos ayuda a expandirnos y a potenciar los buenos sentimientos.

Existe también la música de la naturaleza, sonidos armónicos que nos ayudan a penetrar en la realidad: desde el susurro de los riachuelos, el vaivén de las olas acariciando la arena o el canto de un jilguero, el soplo del viento sobre tu rostro o el coro de los delfines. Todo esto también produce un efecto positivo en nuestra psique.

Pero hay otro tipo de música, no producida por instrumentos ni por los sonidos de la naturaleza. Es una música que requiere algo más que aislarte para disfrutar de una hermosa melodía. Necesita del silencio, necesario para que nada ni nadie te distraiga. Silencio, en soledad, que te permite llegar a una certeza última que tienes en tu corazón.

Tú ante el misterio infinito que te envuelve: tú y tu Creador. En esa soledad más profunda es cuando empiezas a penetrar en lo más hondo de ese castillo interior que es tu alma. Allí, en el abismo de tu ser, suena una música que no oyes con los oídos. Es una vibración que tiene que ver con lo que tú eres, haces y decides. Esa música interior es realmente lo que define tu ser. Es tu música.

No suena afuera, se siente adentro y de tal manera que es la que realmente te empuja a desplegarte en tu totalidad. Esa música suena en tu aliento, en lo que dices, haces y construyes, en lo que sientes. Es la melodía que sale de tu corazón.

Tú eres música y tu cuerpo es el instrumento. Pero, como toda música, necesita de aire para que se produzca sonido y de alguien que lo toque. Ese alguien no es una energía difuminada, sino alguien que te ha creado con amor. Alguien que saca de ti las mejores melodías, en forma de acciones armoniosas.

Ese Alguien, que es bondad y amor, susurra en lo más hondo de ti para que tu música suene a belleza, a bondad, a verdad. Somos un instrumento en manos de Dios. Él desea que saques la mejor sinfonía de tu vida, para el gozo y felicidad de los demás.

Busquemos dentro de nosotros mismos y descubriremos qué instrumento somos para deleitarnos con la música que suena en nuestro interior. Sólo así seremos capaces de regenerar nuestra vida y convertirnos en amigos de nuestro Creador.