sábado, 23 de septiembre de 2017

Respirando con Dios

La noche es gélida y oscura. El frío invita a recogerse antes. El silencio reina a esta hora, el frenesí del día queda muy lejos y el corazón se abre a la calma y al sosiego. Es un clima adecuado para entrar en oración, deslizándose por las entrañas de Dios. 

Entrar en su órbita es abandonarse. La jornada terminó y viene un tiempo largo y denso para volver a la raíz más genuina de la existencia, la fuente que da sentido a lo que eres y haces, la que ensancha el horizonte de tus esperanzas. Un deseo ardiente sale de mi corazón: llegar a la cita a la que él me ha convocado sin demora y allí, desde el silencio más absoluto, iniciar un diálogo que es más que palabras. 

El silencio hace más intensos estos momentos de encuentro trascendido, en la soledad más soledosa. Todo se detiene y sólo él, Dios, resuena en mi alma con fuerza. Una energía divina me envuelve. El Dios sin rostro y callado se vuelve más cercano, está dentro, tan dentro de mí que se hace uno conmigo. Y yo soy uno con él, y esa invisibilidad se vuelve visible en mí. Los dos latimos con un solo corazón, y él se hace tan humano que casi puedo tocarlo. Mis movimientos son los suyos, su silencio es el mío. 

Siento que mi alma se eleva y pasamos un largo rato, cara a cara, sin decirnos nada. El encuentro se hace más denso, como si fuera descubriendo el lenguaje de su presencia, discreta pero a la vez envolvente como si una mano cálida y amorosa me tomara y me subiera más allá y, una vez en su corazón, lo viera palpitante. Cada respiración es un acto de amor.

En ese momento vivo un gozo incesante, un derroche de amor inconmensurable. Él no puede dejar de amar. No es un verbo, es un sustantivo: el Amor es su nombre. Sobrecogido, me dejo mecer en su regazo. Rezar es estar con él, fundirme con él y dejar que él me quiera, acurrucado como un niño en brazos de su padre. Rezar es que su brisa acaricie mi rostro y su calor sea dulce bálsamo. 

Pasa el tiempo sin pasar. Con él no hay prisa, el reloj se detiene, pero no el corazón. Su aliento es música a mis oídos. Tan lejos en la distancia y tan cerca porque lo tengo dentro; tan silencioso y tan expresivo.

Hay más belleza en este encuentro que en un amanecer o en una noche estrellada. Fuego y suavidad, pasión y dulzura se unen. En esta fase de la oración siento que estoy pisando el cielo. Mi corazón late, se ensancha, vibra en sintonía con él. La comunión se hace más intensa; el silencio se vuelve sonoro en una hermosa melodía. Las palabras no salen de mí, no quiero romper ese momento álgido. Siento que le pertenezco: mi cuerpo, mi vida, todo es suyo. Su aliento hace posible mi existencia. Sólo cuando entro en oración con él me doy cuenta de que su mano se convierte en una peana que me sostiene con dulzura infinita. 

Soy porque él me regala la vida. Cada día, con sus 24 horas. Delante de él me expando como si estuviera fuera del tiempo, pero a la vez sigo aquí. Saboreo las delicias de sus manjares en este momento de intimidad personal. Cada vez que me adentro más en él mi corazón estalla y siento un oleaje lleno de gracia. Mi finitud se junta con su infinitud, como el mar con el horizonte. Sumergido en su infinitud, por un lado me siento desbordado y, por otro, deseo otear la cumbre de su corazón. Me siento como escalando el pico de una montaña. Estoy rozando la inmensidad de su ser. La claridad de su luz hace que esta noche que me rodea ya sea día, y que el frío se convierta en brisa cálida de primavera. Como en una atalaya en medio de la inmensidad de la naturaleza todo lo veo pequeño y grande a la vez; por un lado, me siento insignificante, pero por otro lado me siento formando parte de él, como si lo finito dejara de tener límites.

Saboreo la infinitud en mí mismo como si Dios me sacara del tiempo y del espacio, más allá de la materia y la energía, en un salto cuántico que me hace sentir y oler el perfume de la divinidad. Aspiro la fragancia de la eternidad.

Tras un tiempo en oración y calma sostenida, voy haciendo el camino de vuelta hacia mí mismo, hacia mi realidad humana, aquí y ahora. Noto la resistencia del retroceso, como si hubiera un desgaste al cruzar la atmósfera y ubicarme de nuevo en mis coordenadas. Aterrizo con la sensación de que he viajado por un agujero negro en medio del espacio. Pero en realidad la oración no es otra cosa que viajar hacia las constelaciones divinas, donde Dios no es materia inerte ni el conjunto de todo el espacio. Es más bien un enorme corazón, más grande que todo el universo con sus galaxias. Sus destellos son chispas de amor que iluminan el cosmos. Lo milagroso es que ese viaje se realiza sin moverse de lugar. Basta deslizarse hacia tu amado en un viaje infinito y corto a la vez, porque Dios no sólo está en las alturas, sino a tu lado, y en lo más interior de ti mismo.

domingo, 3 de septiembre de 2017

Armonizar cuerpo y mente


El estrés mental, una pandemia


El fenómeno del estrés mental es cada vez más acuciante. Terapeutas y psicólogos ven cómo acuden a sus consultas pacientes aquejados por este problema que está llegando a considerarse una pandemia social. ¿Es realmente una patología? ¿Dónde se sostiene? ¿Cómo se genera y qué soluciones hay?

La verdad es que esta situación es preocupante, porque somete a la persona que la padece a un largo viacrucis lleno de sufrimiento, empujándola a situaciones límite y generándole enfermedades que pueden poner en riesgo su vida y, en casos extremos, la pueden llevar a la muerte.

Podríamos definir el estrés mental como la incapacidad de la persona de controlar su mente. Cada vez más, en los entornos laborales, encontramos personas que no pueden desconectar del trabajo y relajarse. Poco a poco se van distanciando de sí mismas, de su propia realidad social y emocional, olvidando incluso su propio cuerpo. Cuántas veces asistimos a conferencias de grandes eruditos con una cabeza brillante y bien amueblada, aparentemente, pero más tarde nos enteramos de que sufren graves problemas cardiovasculares, hipertensión, trastornos digestivos, colesterol o azúcar en sangre… o peor aún, un mal carácter capaz de amargar su existencia y la de las personas que los rodean. Cuando salen de su entorno académico o de su zona de confort, parecen otros.

Estas personas han cuidado mucho de su intelecto, necesario para su crecimiento profesional, pero han olvidado armonizar la mente con el cuerpo. He tenido grandes profesores, genios intelectuales con un brillo especial, que exponían sus tesis con pasión, investigaban e impartían clases haciendo alarde de una inteligencia prodigiosa. Los alumnos quedábamos deslumbrados y entusiasmados por su elocuencia y vibrábamos ante su cúmulo de conocimientos, que nos ofrecían un auténtico viaje por el saber. Años más tarde, me he enterado que a uno le dio un infarto, a otro un ictus, a otro se le manifestó un cáncer o una demencia senil… La enfermedad y los problemas neurológicos los han retirado de su brillante escenario y viven sus últimos años postrados en la depresión.

La tiranía de la mente


¿Qué ha ocurrido con estas mentes extraordinarias? A ellos, como a muchos otros, les ha ocurrido que la presión educativa los ha hecho ser quienes son. Ante la familia, los amigos, el entorno y la sociedad, tenían que ser alguien, saber mucho y hacerse un hueco en el mundo intelectual y académico. Temían la mediocridad intelectual. Lucharon y sacrificaron mucho tiempo y recursos para llegar donde llegaron. No querían quedarse al margen ni defraudar a los familiares que habían puesto expectativas muy altas en ellos. Llevaron al límite su autoexigencia, disparando un mecanismo de hiperactividad mental. El deseo de agradar y llegar más lejos los espoleaba.

Pero cuando esta carrera no tiene límites, uno llega a olvidarse de sí mismo y, lentamente, sin que se dé cuenta, empieza a perder su propia identidad. Será lo que otros quieran que sea y hará lo que los otros quieren que haga. Ha empezado su caída hacia el abismo. Y habrá acostumbrado tanto a la mente a trabajar sin detenerse que se convertirá en un tren sin freno.

Quieres y no puedes. Tu mente se convierte en la gran tirana de tu vida. En los medios de comunicación, este verano, los periodistas comentaban que cada vez es más alto el número de personas que no pueden desconectar de su trabajo. La gente no puede alejarse mentalmente de su entorno laboral y profesional. El estrés se da en ámbitos muy diferentes y en cada uno de ellos se manifiesta de forma distinta. También se da en el mundo religioso y político. 

Sus causas son diversas: puede tener su origen en motivos sociales, educativos, familiares o intelectuales. ¿Dónde encontrar respuestas?

Patrones impuestos


En el ámbito familiar, es importante aceptar al niño tal como es, y estimularlo a ser lo que él quiera. Una excesiva presión y la imposición de ciertos patrones puede llevarle a reprimir sus propias emociones y hasta su identidad, doblegándolo para hacer lo que complazca a sus padres. Se han de potenciar los talentos de cada niño y buscar la manera de darles cauce, aunque esto se aleje de los criterios familiares. Cada ser es único e irrepetible, y los adultos no tienen derecho a reproducir sus vidas y las de sus ancestros, como si quisieran clonarse en sus hijos. Cada cual es libre y como tal tiene que realizarse en la búsqueda de su propósito vital. Todos estamos llamados a ejercer nuestra vocación sin hipotecas de ninguna clase. En esto radica la felicidad del hombre.

Otras veces es el entorno social el que imprime su huella en los niños y quiere modelar un tipo de persona que acepte los dogmas de una educación ideologizada y arbitraria, al servicio de un cierto orden político. Una vez el adolescente empieza a descubrir su ser más profundo, también tiene que liberarse de los cánones sociales y educativos para no ser manipulado. Es a esta edad cuando la política quiere meterse en la vida de los jóvenes, empleando palabras talismán que los seduzcan.

Esfuerzo, sacrificio, valentía y tenacidad. La carrera por agradar a los tuyos y ser el mejor de todos debe continuar a cualquier precio. Hasta que el cuerpo ya no sigue a la mente y poco a poco va enfermando, somatizando su malestar. Así empiezan a surgir las enfermedades crónicas y aparentemente inexplicables en diferentes órganos del cuerpo. Extenuado, uno llega al límite de sus fuerzas, sin energía, enfermo, abatido y sin un horizonte claro. El cuerpo ha dicho no a la mente. No a ser Superman, no a la egolatría, no a sentirse semidiós. No a complacer a todos. No a negar la propia identidad.

El camino de retorno


Será entonces cuando se inicie un largo camino de retorno hacia el lugar que nunca teníamos que haber dejado: el ser íntimo. Pero este camino no se recorre sin un largo sufrimiento.

El reto es armonizar la mente con el cuerpo, abrazar la corporeidad, nuestros límites; descubrir la belleza del cuerpo, espacio sagrado donde se sostiene el alma. El desafío es reconciliar el intelecto con las emociones, el placer de una vida entregada y la alegría de aceptar nuestra frágil realidad. Somos mortales. El cuerpo nos enseña que tenemos que cuidarnos. Este maniqueísmo filosófico y moral que ignora las necesidades vitales debe ser superado con una visión más teológica e integradora. La auténtica visión cristiana asume la corporeidad como un elemento vital.

El cuerpo no está reñido con el alma y con la mente. Educar no es esculpir al otro en función de lo que se cree correcto, a base de golpes y ajustándolo a unos patrones ideales. Educar es dejar florecer al otro tal como es, no como queremos que sea. Sólo así la persona sacará lo mejor que tiene dentro, comprometiéndose con la sociedad. Cuando uno descubre quién es podrá iniciar el gran proyecto vocacional de su vida: abrirse y crecer con los demás.