domingo, 15 de julio de 2012

Un año después


Tras el claroscuro del amanecer, el sol irrumpe con toda su fuerza, dejando atrás la noche. Los pájaros revolotean en el patio y trazan piruetas en el azul del cielo. La campana María está a punto de volver a tocar, otro día comienza. 


Se oye el tañido de la campana, melodioso y regular. Canta al nuevo día y hace oír su voz por encima del rodar de los coches sobre el asfalto. El despertar de un día siempre es asombroso. La placidez oscura y suave de la noche da paso al sonido vital de la ciudad de buena mañana. Mil historias se reanudan en el corazón de muchas personas que se levantan para escribir otra página de su vida.

En medio del patio respiro hondo, sintiendo que la vida misma pasa por mis pulmones. La vida, tan preciosa.

Aparece en mi mente el rostro apacible de Diego, esposo de Conchita. Entre su afabibilidad y su expresión pilla, con sus ojos penetrantes, lo siento tan presente hoy como aquellas mañanas en que charlábamos, entre carcajadas espontáneas y retazos de sabiduría.

Hace un año que nos dejaste, Diego, y tanto tu esposa como tus hijos, nietos y familiares, así como los amigos de la parroquia, sentimos tu ausencia.

Pero nadie la debe sentir tanto como tu esposa, Conchita, que tan dentro te lleva, que aún respira contigo.

Tengo algunas conversaciones serenas con ella, y veo que no pasa ni un solo día sin que estés presente en su corazón, tanto que cuando cierra los ojos sigue sintiendo el timbre de tu voz, tu susurro en sus oídos. Tan vivo estás en ella que casi te puede tocar, como si pudiera cruzar la barrera del tiempo y la muerte. Sus dos manos se alzan desde el más acá para tenderse hacia el más allá. Y es que cuando un amor es tan auténtico y tan bello no acaba nunca de morir. Ni siquiera la muerte os separa, porque esta experiencia de amor tiene una semilla de eternidad y como tal, lo eterno nunca muere. Acurrucada en tu corazón, ella sigue avanzando hasta el nuevo encuentro, cuando ni el tiempo ni la muerte os puedan separar.

Conchita, sé que quizás no baste tenerlo en tu corazón y en tu mente, y que esa barrera que os separa a veces resulte insoportable, especialmente las noches, cuando se abre ese vacío tan profundo. La tristeza y el duelo se apoderan de ti, dejándote una sensación de terrible soledad. Quizás muchas noches te sientes así y necesitas tener la certeza de que realmente habrá un reencuentro. Pero aunque sientas la dureza de la ausencia, él nunca te ha dejado. Su corazón late al unísono con el tuyo y, al igual que cada día el sol resplandece y aparta la oscuridad, así has de tener la esperanza de que vivirás otro amanecer con Diego. Allí, en el cielo, no hay noche, no hace frío ni existe la soledad. En el cielo ya nunca más perece nada, porque es la dimensión donde nuestro cuerpo queda transformado y resucitado. Nos veremos tal como somos, con una luz especial, la luz del Reino de la Vida, donde Dios gobierna por siempre.

Diego está ahí, esperando junto a Dios, anhelando como tú ese reencuentro. Mientras tanto, como hace tu nieto, que mira desde la ventana la inmensidad del cielo y señala con la punta del dedo, diciendo, “Ahí está Dios”, también tú cada día esperas que se abra una puerta hacia el cielo. La belleza del amanecer es un anticipo de la belleza de la amistad con Dios, pues el cielo también está en la tierra y en tu corazón. El cielo no es otra cosa que experimentar la plenitud del amor. Y vosotros, Conchita y Diego, tuvisteis una experiencia sublime de amor. Dios habitaba en medio de vuestro hogar, y sigue estando con vosotros.

14 julio 2012