Tras el claroscuro del amanecer, el sol irrumpe con toda su fuerza, dejando atrás la noche. Los pájaros revolotean en el patio y trazan piruetas en el azul del cielo. La campana María está a punto de volver a tocar, otro día comienza.
Se oye el tañido de
la campana, melodioso y regular. Canta al nuevo día y hace oír su voz por
encima del rodar de los coches sobre el asfalto. El despertar de un día siempre
es asombroso. La placidez oscura y suave de la noche da paso al sonido vital de
la ciudad de buena mañana. Mil historias se reanudan en el corazón de muchas
personas que se levantan para escribir otra página de su vida.
En medio del patio
respiro hondo, sintiendo que la vida misma pasa por mis pulmones. La vida, tan
preciosa.
Aparece en mi mente
el rostro apacible de Diego, esposo de Conchita. Entre su afabibilidad y su
expresión pilla, con sus ojos penetrantes, lo siento tan presente hoy como
aquellas mañanas en que charlábamos, entre carcajadas espontáneas y retazos de
sabiduría.
Hace un año que nos
dejaste, Diego, y tanto tu esposa como tus hijos, nietos y familiares, así como
los amigos de la parroquia, sentimos tu ausencia.
Pero nadie la debe
sentir tanto como tu esposa, Conchita, que tan dentro te lleva, que aún respira
contigo.
Tengo algunas
conversaciones serenas con ella, y veo que no pasa ni un solo día sin que estés
presente en su corazón, tanto que cuando cierra los ojos sigue sintiendo el
timbre de tu voz, tu susurro en sus oídos. Tan vivo estás en ella que casi te
puede tocar, como si pudiera cruzar la barrera del tiempo y la muerte. Sus dos
manos se alzan desde el más acá para tenderse hacia el más allá. Y es que
cuando un amor es tan auténtico y tan bello no acaba nunca de morir. Ni
siquiera la muerte os separa, porque esta experiencia de amor tiene una semilla
de eternidad y como tal, lo eterno nunca muere. Acurrucada en tu corazón, ella
sigue avanzando hasta el nuevo encuentro, cuando ni el tiempo ni la muerte os
puedan separar.
Conchita, sé que
quizás no baste tenerlo en tu corazón y en tu mente, y que esa barrera que os
separa a veces resulte insoportable, especialmente las noches, cuando se abre
ese vacío tan profundo. La tristeza y el duelo se apoderan de ti, dejándote una
sensación de terrible soledad. Quizás muchas noches te sientes así y necesitas
tener la certeza de que realmente habrá un reencuentro. Pero aunque sientas la
dureza de la ausencia, él nunca te ha dejado. Su corazón late al unísono con el
tuyo y, al igual que cada día el sol resplandece y aparta la oscuridad, así has
de tener la esperanza de que vivirás otro amanecer con Diego. Allí, en el
cielo, no hay noche, no hace frío ni existe la soledad. En el cielo ya nunca
más perece nada, porque es la dimensión donde nuestro cuerpo queda transformado
y resucitado. Nos veremos tal como somos, con una luz especial, la luz del
Reino de la Vida ,
donde Dios gobierna por siempre.
Diego está ahí,
esperando junto a Dios, anhelando como tú ese reencuentro. Mientras tanto, como
hace tu nieto, que mira desde la ventana la inmensidad del cielo y señala con
la punta del dedo, diciendo, “Ahí está Dios”, también tú cada día esperas que se
abra una puerta hacia el cielo. La belleza del amanecer es un anticipo de la
belleza de la amistad con Dios, pues el cielo también está en la tierra y en tu
corazón. El cielo no es otra cosa que experimentar la plenitud del amor. Y
vosotros, Conchita y Diego, tuvisteis una experiencia sublime de amor. Dios
habitaba en medio de vuestro hogar, y sigue estando con vosotros.
14 julio 2012
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