Estos días de descanso y retiro han sido muy fecundos. Para
mí suponen una toma de consciencia de mi identidad sacerdotal, un profundizar
en las cuestiones fundamentales de la vida pastoral y, sobre todo, dedicar un
tiempo más intenso a aquello que es la fuente de mi vocación y da sentido a mi
vida, orientada a dar esperanza.
He tenido la ocasión de pasar unos días para reencontrarme y
tomar fuerza y vigor para seguir adelante en la tarea encomendada. Uno de los
aspectos cruciales en la vida del sacerdote es ahondar en los orígenes de su
vocación. Para mí es una hermosa historia que me ha llevado a estar donde
estoy. «Volved siempre a vuestros orígenes», decía santa Clara a sus monjas.
Les pedía que nunca olvidaran ese momento precioso de enamoramiento de Cristo,
en el que eres capaz de dejarlo todo cuando él te llama a una sorprendente
aventura. ¡Cuánto marcan los principios! Cuánto gozo, con incerteza, porque te
lanzas hacia el vacío y acabas viendo que Dios siempre te sostiene. En esos
momentos sientes un amor sublime que lo trasciende todo: miedo, incertezas,
dudas. Con el tiempo, los temores se disipan y comienzas una trayectoria
interior de madurez espiritual.
Mi historia vocacional pasó por varias etapas. Hoy quiero
detenerme en una de ellas.
Mi vínculo con el Santo Cristo de Balaguer
Tenía 20 años y daba mis primeros pasos en mi camino hacia
el sacerdocio. Era catequista de una pequeña comunidad, el Santuario de Santa
Eulalia de Vilapicina, vinculada a la parroquia madre del barrio, donde vivía
con mi familia. Cada verano se organizaban colonias con los niños de la
catequesis y yo formaba parte del grupo responsable, junto con otros compañeros
jóvenes. En varias ocasiones decidimos ir a la casa de San José del Molino, en
Tartareu, como lugar extraordinario para realizar las colonias. Esta casa era
un antiguo molino de harina, situado en un valle regado por el río Farfaña, en
la comarca de la Noguera, Lleida. Es un lugar poblado de robles y encinas,
entre montes y campos de almendros, olivos y cereal. Un paisaje típicamente
mediterráneo, de clima seco y soleado, con temperaturas extremas: muy calurosas
en verano, aunque por las noches la temperatura desciende hasta la mitad. Este
contraste sorprende; la noche es fresca, pero una vez sale el sol, el valle queda
iluminado y se respira un aire limpio y fragante, que llena de bienestar y paz.
En el trayecto desde Barcelona a la Noguera, antes de llegar
a esta casa, siempre me gustaba pasar por el santuario del Santo Cristo de
Balaguer. Anexo hay un convento de religiosas clarisas que se ocupan del
santuario. Ante el edificio se extiende un gran patio desde donde se puede
divisar todo Balaguer, con el río Segre que divide la ciudad entre el casco
antiguo y la zona nueva, que desborda sus límites hacia la llanura. En la parte
alta, alrededor del santuario, está el Secano, donde viven grupos de familias
muy modestas.
El interior del santuario es amplio y luminoso, muy sencillo
tras las últimas restauraciones. Al fondo está el altar mayor y por encima el
camarín, donde se levanta la figura del Santo Cristo. Muchas personas acuden a
rezar y a venerarlo.
Siempre que visito el santuario me gusta subir hasta el
camarín y pasar un rato tranquilo, rezando. Observo la figura, estilizada y
dramática, con su cabello natural cayendo sobre el rostro contraído de dolor.
Sus rasgos expresan un padecimiento extremo que conmueve al que lo observa. El
hombre Dios colgado en la cruz, golpeado, desfigurado, dolorido, no deja
indiferente a nadie. Mirándolo, pienso cuánto amor expresa este sufrimiento sin
límites, y hasta qué punto se entregó Jesús por rescatar al hombre de su
miseria y devolverle la dignidad de hijo de Dios. Una entrega hasta el
martirio.
Siendo monitor de niños y jóvenes, tenía unas profundas
ansias de seguir a Jesús, hasta el pie de la cruz, si fuera necesario. El Santo
Cristo de Balaguer era para mí un tratado de teología en imagen. No sabía qué
me deparaba el futuro, pero ante aquella cruz, abrazaba su sufrimiento y tenía
muy claro que lo amaba con toda mi alma y estaba dispuesto a lo que fuera.
Aquella cruz era una llamada al realismo vocacional: era consciente de que mi
camino no sería fácil y tendría que hacerlo mío con todas las consecuencias de
mi sí a él.
Allí, delante de una cruz, empezaba mi singladura. Sabía que
el martirio forma parte del guion vocacional; la cruz está ligada al sacerdocio
y la rotundidad de un sí puede llevar a unirte al martirio de Cristo. Después
de casi cuarenta años, puedo decir que ha habido varias cruces por las que he
pasado en mi lucha por mantenerme firme. A veces la incomprensión de tanta
gente es lo que más te hace sufrir. Pero, ante aquel Cristo crucificado, que me
daba aliento y fuerza, sabía que nada me apartaría de su amor. Asumiría todas
las tribulaciones: el mundo es un combate, pero la fuerza te convierte en un
guerrero. Con la confianza de que él te sostiene en esa lucha.
Estos días también he recordado, con emoción, la primera
misa que celebré, hace treinta y cinco años, en el santuario a los pies del
Santo Cristo. Recuerdo que le dije: «Hoy llego a ti como sacerdote, celebrando
en tu altar. Soy uno de los tuyos. Después de doce largos años de formación
intensa, pero necesaria, para consagrarme, tú, desde lo alto del camino, con tu
rostro ladeado, me miras. Mi corazón vibra: estoy preparado para unirme a ti en
la cruz. Y tú te das a mí, tu cuerpo en mis manos, convertido en sacramento,
para que otros te puedan comer».
Fue una misa suave, llena de gratitud. Mis jóvenes manos
sostuvieron a Cristo, y lo elevaron mientras daba las gracias y después lo
depositaba en el sagrario, su casa, el cielo aquí en la tierra. En mi
ordenación sacerdotal me habían dado la llave de esta casa, la nueva arca de la
alianza.
40 años han pasado, y nunca dejo de subir al santuario del
Santo Cristo. Con el peso de tanta responsabilidad pastoral, sigo yendo cada
año a Balaguer para ofrecerle todo mi curso pastoral. Ante él, rezo pidiendo
acierto, lucidez, fidelidad, coraje y paciencia para seguir en la brecha,
trabajando para él. Y también serenidad para afrontar los momentos convulsos.
La gracia de Dios quiso que mi ordenación diaconal fuera un
9 de noviembre, el día de la festividad del Santo Cristo de Balaguer. La
celebré en la parroquia de San Isidoro, de Barcelona, donde entonces ayudaba al
rector en la pastoral de jóvenes. Allí, un año más tarde, me ordené.
También la Providencia quiso que uno de mis formadores, el
sacerdote que originó mi vocación, estuviera vinculado al Santo Cristo de
Balaguer. Allí hizo él su primera comunión, y allí celebró su primera misa.
Siempre tuvo una especial devoción a este santuario. De alguna manera, este
Cristo ha ido marcando nuestro camino, en una sucesión de fechas que no son
casualidad, sino señales luminosas de un guion trazado por Dios en el paso del
tiempo.
Una imagen encontrada
Son muy numerosas las llamadas vírgenes encontradas, y entre
ellas se cuentan algunas devociones célebres, como la de Guadalupe o la de
Montserrat. Quizás no sean tan frecuentes los cristos encontrados, pero este es
el caso del Santo Cristo de Balaguer.
La leyenda cuenta que la imagen fue tallada por Nicodemo,
discípulo de Jesús, y que de manera milagrosa se desplazó por el mar,
remontando las aguas del río Segre hasta llegar a Balaguer, donde la
encontraron los vecinos de la ciudad. La imagen flotaba en el agua y no se dejó
recoger por nadie hasta que llegaron las hermanas clarisas del convento de
Almatá. Cuando la abadesa bajó al río, la imagen del Santo Cristo se dejó
abrazar y la religiosa pudo sacarla del agua. Ante esta señal, las autoridades
y el clero de la ciudad decidieron que el convento era el lugar donde debía
alojarse el Cristo, y así fue. Desde entonces, la imagen ha sido venerada por
muchos, y visitada por viajeros anónimos e ilustres de todos los tiempos. Su
traslado al camarín donde se encuentra fue autorizado y presidido nada menos
que por el rey Felipe IV, en compañía de los notables de la ciudad y del conde
duque de Olivares, tal como recoge un documento conservado en el archivo del
convento.
Se dice también que el Santo Cristo de Balaguer escucha
todas las peticiones, y que ha obrado muchos milagros y curaciones en su
nombre. Sea verdad o leyenda, el gran milagro se está produciendo cada día. La
presencia de Cristo entre nosotros se hace patente en cada eucaristía. Y las
imágenes, como esta del Santo Cristo de Balaguer, nos recuerdan siempre su amor
inmenso por todos nosotros.