domingo, 30 de agosto de 2020

Caminar envuelto en el silencio


He estado unos días descansando en la montaña. He podido meditar, planear con serenidad el nuevo curso y reconectar con mi yo más profundo en un entorno incomparable, el Montseny, rodeado de cumbres y de bosques, disfrutando lentamente, a sorbos, ese espacio de cielo.

Una terapia necesaria

Salir, apartarse, retirarse e ir en busca del silencio tendría que ser una terapia que todos pudiéramos recibir antes de iniciar la gran batalla de vuelta a nuestros quehaceres. Si puede ser, con amigos, o solos. Pero sobre todo que el entorno sea lo más natural posible, en espacios abiertos, cerca de las montañas que se alzan hacia el infinito, donde respirar el susurro del viento y dejarse acariciar por la brisa fresca al nacer el día, o contemplar la infinitud del cosmos cuando cae la noche y se encienden las estrellas.

Aprender a mirar y remirar lo que hay fuera de ti y lo que hay dentro, dialogar con la naturaleza, con Dios, y contigo mismo, aprender a poner distancia en el devenir diario, desde una actitud realista de saber que somos limitados, pero tenemos un corazón muy grande y, sobre todo, con ganas de abrirnos a los retos que nos depara el nuevo curso. Y todo esto, con el deseo de crecer y dar lo mejor de nosotros, poniendo al servicio de los demás los talentos que tenemos.

El paseo silencioso en medio de este hábitat natural me ayuda a penetrar en la realidad con una profundidad inusual. Es como si el cerebro, al recibir más oxígeno, activara sus conexiones para adquirir una lucidez más amplia. Caminar rezando es una muy buena manera de conectar el corazón y la mente, haciendo que fluyan las ideas y el pensamiento. La serenidad da una mayor claridad en la visión y la realidad adquiere muchos matices, ensanchándose la perspectiva de la mente. Esto, sin nunca perder la objetividad del momento y del lugar: bosquejando el paisaje surge en mí una profunda admiración. La belleza hace más honda la meditación, añadiéndole claridad existencial y espiritual.

Fecundidad del silencio

Dios, la naturaleza y tú. Esta trinidad hace fecundos los momentos de intimidad, envueltos en un silencio que no es ausencia de ruido, sino algo mucho más potente que el ruido.

El ruido te aleja de ti mismo y de los demás, pero el silencio oracional te ayuda a ir más allá de los propios límites psicológicos. Aprendes a saber estar sin hacer nada de manera “productiva”.

Hoy, a la gente le cuesta no hacer nada, callar, permanecer sin ruido. Siente vértigo ante la soledad y el silencio. ¡Y es urgente que lo comprenda!

Este binomio, soledad y silencio, es fundamental para reenfocar la existencia. Aprenderemos a estar bien con los demás cuando aprendamos a estar solos, y aprenderemos a estar en medio del bullicio cuando sepamos estar en silencio. Por eso, cada verano necesito envolverme de naturaleza para revitalizarme humana y espiritualmente, para nunca perder el rumbo y saber dónde estoy y a dónde voy. Es muy importante para no desviarme del horizonte que me he marcado. De esta manera, mi alma se tonifica, y gana energía y fuerza para el combate diario. Estar envuelto de silencio y meditar en un lugar hermoso y apartado me ayuda a prepararme, para no desfallecer y saber reposar en Dios. Es la mejor garantía de una gran victoria.

La clave es apartarse un tiempo de este mundo para entrar en el mundo de Dios y dejar que él vaya sanando cada celulita de tu alma. La paz, la alegría y la lucidez son los rayos que iluminarán tu existencia.

domingo, 16 de agosto de 2020

La luna de mi infancia

Desde que era pequeño he sentido una profunda fascinación por la luna. Recuerdo, muchos días, estar atento al atardecer, cuando la luna aparecía, primero tímidamente, y a medida que oscurecía, cada vez con más brillo. La luna rompía con fuerza la oscuridad de la noche, convirtiéndose en un faro luminoso. Tenía sólo ocho años y me asombraba tanta belleza.

Me quedaba embobado contemplando el cielo durante largo tiempo. Esa esfera luminosa me hipnotizaba. Me gustaba recrearme admirando el cuerpo celeste suspendido en el firmamento y me preguntaba cómo podía sostenerse en medio del universo y su ejército de estrellas. Con mi visión de niño, alguna noche podía vislumbrar los cráteres y en mi imaginación soñaba, algún día, volar hacia ella. Había días que la luna no aparecía, o salía por otro lado, pero siempre la buscaba. En las noches de verano, a veces emergía en el cielo oscuro como una reina con su traje plateado. El brillo de su rostro parecía querer penetrar por las ventanas abiertas de mi habitación. Yaciendo en la cama, su luz caía sobre mí, y yo viajaba hacia ella en un trayecto ficticio que me hacía sentir un profundo bienestar. Envuelto en su luz clara, saltaba por su superficie, jugando en medio de la inmensidad del universo. Recuerdo que alguna noche me dormía mirándola, y me sentía como custodiado por ella. Cuando despertaba, la luna ya no estaba y me apresuraba a levantarme para mirar por la ventana, a ver si aún la veía. Pero a la noche siguiente ella volvía, fiel a su cita. Aparecía resplandeciente y yo sentía algo muy hondo dentro de mí. La hermana luna se asomaba con su semblante a mi dormitorio e iniciaba un diálogo silencioso y secreto con ella. «Ven otra vez», le decía antes de dormirme. Y nuestra amistad crecía con el paso de los días. Esta complicidad me hacía sentir fuera del tiempo. Cuántas noches de romance pasamos juntos. Allí estábamos los dos, danzando en un baile invisible. A veces alargaba mi mano para intentar tocarla con la punta de los dedos. Nunca llegaba, pero sus rayos plateados sí llegaban hasta mí.

Fue tan honda esta experiencia que he olvidado muchas cosas de mi infancia, pero este recuerdo jamás se ha borrado de mi memoria. Ahora, siendo adulto, cuando contemplo la luna, sigo sintiendo la misma emoción que tanta vida dio a mi mente.

Estos días, que he estado en La Noguera, donde las noches son oscuras y estrelladas, sigo maravillándome ante la luna. Ya no sueño ni alargo mis dedos hacia ella, pero sigue tocando mi corazón y me sobrecoge su belleza. Lejos de la contaminación lumínica, me gusta contemplar con nitidez a esta amiga de la infancia, que siempre me acompañó y que aún me conmueve cuando la veo.

Hoy, la luna sigue siendo inspiración para muchos de mis escritos. Algunos los escribo bajo su luz. Nunca he olvidado su música silenciosa, que me susurra al oído.

Doy gracias a Dios por haber puesto en la noche esta hermosa luminaria, que simbólicamente ilumina la noche oscura del alma que muchos experimentamos alguna vez en la existencia. En las noches oscuras la tiniebla nos desorienta y nos hace andar temerosos y perdidos. La luna es faro en el firmamento y símbolo de María, esa luz de Dios que nos acompaña en nuestra vida para que nunca nos sintamos totalmente abandonados. Con ella, nuestras noches no son totalmente oscuras. Ese faro que ilumina nuestro caminar en la noche nos ayuda a seguir adelante.

domingo, 9 de agosto de 2020

Alzheimer espiritual

A lo largo de mi actividad pastoral he ido observando, no sólo un alejamiento de los valores de la fe, que también, sino, sobre todo, una profunda desubicación de los cristianos de hoy. En medio de un mundo convulso y confuso, en lo ideológico y en lo espiritual, muchas personas han perdido sus referencias. No me refiero a aquellos que se distancian de la Iglesia y pierden la fe, sino a aquellos que, aunque siguen creyendo y participan en la misa, han convertido este acto supremo y sagrado en una rutina que siguen por inercia y por obligación, y esto les hace perder el valor genuino de su fe. Como se suele decir, están de «cuerpo presente», pero su cerebro espiritual está plano, sin actividad alguna.

¿Qué pasa en las celebraciones? Se hacen pesadas, largas, y la gente espera que el sacerdote acabe cuanto antes. A veces se hace insoportable estar ahí delante sin entender nada. Si el cura alarga la ceremonia, la incomodidad crece. Cuando uno se siente bien, desearía alargar más el tiempo, vibraría con todo lo que oye y ve, saborearía los bienes espirituales que dan sentido a su vida y se estremecería ante algo tan bello, que responde a su anhelo de crecimiento espiritual. Hemos caído en una rutina pesada, que nos cansa por su repetición.

Otras veces, la misa nos sirve para desconectar. Ante los problemas y las experiencias dolorosas, las celebraciones son un analgésico que nos hace olvidar las dificultades del día a día. Vamos a misa para olvidarnos, durante un rato, de nuestros problemas, tanto internos como de nuestro entorno. Así convertimos la eucaristía en una pastilla balsámica que nos aleja de la realidad. Es una terapia tranquilizante, pero, en el fondo, no produce ningún efecto porque la sensación al final es la misma. Esos tres cuartos de hora se hacen interminables. Lo que al principio pudo ser una huida de los problemas y la autoexigencia espiritual se convierte poco a poco en algo no tan deseado. Aislados en medio de tanta gente, la mente no para de divagar, nos despistamos y desconectamos. Aquí es cuando podríamos hablar de Alzheimer espiritual.

Alzheimer es desconexión

¿Qué es el Alzheimer? Es una forma de deterioro cerebral cuyo efecto es la desconexión. Falta el sentido de la ubicación, la persona se desorienta, se pierde, todo se le olvida, entra en un limbo y empieza a no conocer; los rostros se desdibujan y pierde toda referencia espacial y temporal. Confunde nombres y lugares. El enfermo de Alzheimer acaba encontrándose desubicado en medio del mundo. Esta temible enfermedad, que va consumiendo el cerebro, acentúa la desconexión de la persona hasta hacerle perder la identidad: no sabe quién es ni qué hace. Una auténtica tragedia.

Las causas del Alzheimer son muchas y aún se están investigando, pero uno de los factores que lo provocan es la falta de oxígeno y la mala circulación de la sangre, especialmente en el cerebro. También influyen mucho el estrés, una alimentación inadecuada, la inflamación interna del cuerpo, por fármacos u otros motivos, el desgaste físico y emocional, la toxicidad en la comida y en el ambiente, el sedentarismo y la falta de ejercicio.

Estas manifestaciones se producen también en el plano espiritual.

Veo en muchos fieles una desconexión progresiva de la realidad de la Iglesia. Desconectan de lo nuclear de la fe, que requiere compromiso e implicación. Todo empieza con la falta de empatía, diálogo, comunicación. El que se sienta al lado es un desconocido. Dejan de saludar al que es hermano de la fe y que comparte una misma experiencia religiosa. La distancia se hace cada vez mayor, no hay tensión, sino completa dejación. La persona, dormida o anestesiada, está presente sin que vibre su corazón. Se pierde en su laberinto interior. Deja de ser consciente de dónde está, con quién está y por qué acude a las celebraciones. El mismo Cristo se desdibuja en su mente y es entonces cuando va de camino a un limbo espiritual. La soledad aparece junto con la pérdida de identidad, porque cuando se pierden las referencias fundamentales uno se pierde a sí mismo. La identidad cristiana se diluye porque se ha diluido la identidad comunitaria. Y la persona se convierte en un islote perdido, como un náufrago en los mares de su existencia. Poco a poco, se va alejando del barco, que es la Iglesia, de la comunidad que le acompaña y, en definitiva, de aquel que guía el timón: Jesús.

¿Cuáles pueden ser las causas de este Alzheimer espiritual?

Por qué desconectamos

Al igual que el físico, pueden contribuir a esta desconexión varios factores. El primero es el estrés, también el estrés espiritual: no saber parar, no detenerse a rezar, a pensar, a abandonarse en Dios. Otro riesgo es la falta de oración, de silencio y descanso. También hay malos alimentos para el alma: nos llenamos de basura espiritual y mental con los medios, la televisión, las críticas y las maledicencias, los pensamientos reiterados y negativos. Los prejuicios y las ideologías que nos dividen y enfrentan también nos van envenenando. Toda esta toxicidad mental y anímica nos acaba enfermando y agota nuestra energía espiritual.

También podemos sufrir una inflamación interior: nuestras guerras internas, tensiones y conflictos, con nosotros mismos y con nuestra realidad, situaciones irreconciliables que no acabamos de resolver, falta de aceptación de los demás y de las cosas como son…

El desgaste espiritual puede producirse por falta de abandono en Dios, un exceso de voluntarismo, de activismo, de confiar sólo en nuestras propias fuerzas olvidando que todo cuanto hacemos está en manos de Dios.

Finalmente, incurrimos en un sedentarismo espiritual: nos apalancamos, nos volvemos perezosos a la hora de amar y servir. Nos instalamos en una religiosidad cómoda y rutinaria, casi automática, que nos apacigua y encaja en nuestra agenda, pero no nos despierta ni nos desinstala. Cumplimos, y basta. La inmovilidad física anquilosa el cuerpo y el cerebro, pero la inercia espiritual también puede matar el alma. En el mundo espiritual, como en el material, el movimiento es vida. Si no avanzas, retrocedes o mueres.

¿Cuál sería la medicina?

El mejor antídoto

La desconexión revela una falta de pasión. Necesitamos volver a enamorarnos, de Cristo, de la Iglesia, de nuestra comunidad. Quien vibra y ama nunca desconecta, ni en lo físico ni en lo espiritual. La pasión nos une, nos hermana, nos regenera y nos da vida. Y Jesús nos llamó a vivir así, ardiendo y entregándonos, como él. Jesús no quiere una Iglesia de muertos vivientes, ni de fieles dormidos.

Estamos surcando nuevos horizontes, ¡seamos conscientes de que vamos hacia el Reino de los cielos! Una parroquia es un pequeño barco que avanza en su misión: necesita permanecer atenta, despierta, velando, vibrando todos con el mismo corazón de Cristo. Recuperar el sentido de nuestra vocación cristiana es el mejor antídoto para el Alzheimer espiritual.

domingo, 2 de agosto de 2020

Claridad mental, dulzura de corazón

Mentes prodigiosas


Mi inquietud por el saber es insaciable y es un anhelo que ha marcado toda mi vida. Aprender, conocer, investigar, sobre todo en el campo del pensamiento y del alma humana. Siempre me he preguntado qué hay detrás de todo y, en especial, quién mueve la realidad del mundo y del hombre. Quedo maravillado ante los descubrimientos que aportan novedad, tanto en las ciencias antropológicas como en la biología, la medicina y la física. Me asombra la capacidad humana de penetrar en todo lo que le envuelve. Las dudas y los interrogantes son consubstanciales al aprendizaje. De no ser así, las ciencias, las relaciones, las preguntas por el más allá, se estancarían y no creceríamos como seres humanos.

En el mundo de las ciencias y de la cultura han sobresalido mentes muy privilegiadas y, gracias a ellas, el mundo evoluciona. La historia de la humanidad está llena de grandes gestas, desde la invención de la escritura, hasta el descubrimiento del ADN, el lenguaje de la vida; desde la exploración de los astros hasta los primeros viajes espaciales. 

Pero, siendo esto muy loable y crucial para el progreso material de la humanidad, hay otro tipo de conocimiento que también es necesario para que podamos crecer como seres humanos.

La sabiduría del corazón


Además de los cerebros brillantes que han marcado la historia de la ciencia y la cultura, ha habido una infinidad de personas anónimas que quizás no sobresalían tanto desde un punto de vista científico o intelectual, pero su aportación a la humanidad ha sido esencial. Son todos aquellos que, desde la intuición, desde ese olfato que trasciende la propia humildad, han sabido unir de manera armónica la mente y el corazón.

La potencia del saber está limitada, o incluso se puede desviar. Porque la mente es capaz de grandes inventos, pero también de crear artilugios monstruosos que, en vez de ayudarnos a caminar, han causado un enorme daño a la humanidad. Cuando las ciencias no se conjugan con la ética, cuando la razón se divorcia del corazón, esas mentes maravillosas pueden engendrar bombas atómicas que destruyan parte de nuestro planeta. A la mente hay que ponerle límites y esto lo marca la ética y el corazón.

El saber conceptual no es suficiente. Será necesario también el saber de las pequeñas cosas, el arte de mantener unas relaciones humanas equilibradas y maduras, la humildad, la cortesía y la amabilidad, la generosidad y, sobre todo, la ciencia de los afectos.

Si el ser humano vive en un ambiente hostil, su inteligencia emocional se bloqueará y lo incapacitará, no sólo para pensar, sino para relacionarse. Lo peor: le impedirá discernir y amar.

¿Qué hace que el mundo florezca? Ese impulso vocacional por la vida. Esto significa apertura hacia los demás, fomentar la solidaridad y la cooperación, el diálogo con el que es diferente, y una renuncia a nuestro yo idólatra. Creemos que, porque sabemos algo, somos mejores y no se trata de saber más, sino de amar más y escuchar más.

El inteligente humilde se convierte en un sabio que ha sabido incorporar a su mente la potencia creativa e intuitiva de su corazón. Cuando la ciencia incorpore la sabiduría del corazón, se hará un bien real a la humanidad. Pero todo lo que no se realice desde la ética, la bondad, la ternura y el amor, puede ser en alguna medida un daño potencial.

Necesitamos la dulzura


Aprendamos con sencillez a observar la naturaleza. Aprendamos de la belleza de la amapola, que viste de rojo un trigal, y que tan sólo dura dos o tres días, pues sus frágiles pétalos son de una sensibilidad extrema. Tan sólo que le dé el viento, o que la arranques, se marchitará en seguida. Pero no por ser tan sencilla pierde su valor. Lo que ensancha mi corazón no es el análisis racional del hecho, sino el impacto estético que me produce ver las flores, o aspirar su aroma. Lo que me conmueve no es el conocimiento intelectual, sino la emoción estética que me produce.

En el plano humano esto tiene sus consecuencias. Las relaciones humanas crecen cuando nos apeamos de la soberbia intelectual. Con nuestra mente analítica diseccionamos al otro, lo criticamos y hasta queremos amputarlo, sin que nos importe el daño que le podamos causar. La mente, en este caso, se vuelve obtusa. Somos capaces de decir y hacer lo peor, y a veces dejamos que nuestro corazón bombee toda la rabia, los celos y la envidia, en nombre de nuestra claridad mental. Cuando a la mente se le va el brillo, la oscuridad del egoísmo cabalgará en nuestra vida.

Pero cuando somos capaces de ver al otro más allá de sus defectos, y descubrimos su potencial humano de bondad, lo trataremos con delicadeza, como si fuera un pétalo de amapola, con dulzura de corazón.

La dulzura ha de formar parte de nuestro ser. Sin ella tenderemos a reventarlo todo, especialmente lo que no nos gusta, o la persona que no nos cae bien. Seremos como aquellos que arrojaron las bombas de Hiroshima y Nagasaki, esperando exterminar a los supuestos enemigos, contaminando el aire con el gas del odio. Una explosión de resentimiento asfixia el alma. Cuando matamos la fama de una persona le estamos quitando la vida.

Sin amor, las ciencias no avanzarán hacia el bien. Con amor, el saber producirá gozo y alegría, porque estaremos contribuyendo a todo aquello que favorece el crecimiento y la expansión del ser humano, centro de toda ciencia.